Algunos personajes tienen la extraña capacidad de anular la personalidad de los actores que los encarnan. Los desconcertados intérpretes nada pueden hacer para evitarlo; sin resistencia posible son vampirizados, fagotizados de tal forma que solo pueden asumir con resignación su condición de peleles en manos de unas criaturas de ficción que les conducen irremediablemente hacia […]
Algunos personajes tienen la extraña capacidad de anular la personalidad de los actores que los encarnan. Los desconcertados intérpretes nada pueden hacer para evitarlo; sin resistencia posible son vampirizados, fagotizados de tal forma que solo pueden asumir con resignación su condición de peleles en manos de unas criaturas de ficción que les conducen irremediablemente hacia la locura y la muerte.
El cine ha reflexionado en más de una ocasión sobre este peculiar fenómeno que amenaza a sus estrellas. Robert Aldrich dirigió uno de los filmes que abordan el tema con más maestría, donde, además, logró registrar uno de los duelos interpretativos entre Betty Davis y Joan Crawford más intensos de la historia del cine. En ¿Qué fue de Baby Jane? , los envejecidos y arrugados ojos de la Davis dan vida a una anciana decadente y trastornada, incapaz de liberarse de la caprichosa y repelente niña prodigio que en otro tiempo interpretó sobre los escenarios y que ahora le arrebata el alma.
Pero, sin duda, es fuera del celuloide, en la vida real, donde el canibalismo de estos personajes se presenta con mayor crueldad a la hora de fulminar la fuerza de voluntad de sus intérpretes. Uno de los casos más emblemáticos fue el de Béla Lugosi que olvidado por todos, pese a los esfuerzos de Ed Wood por utilizarlo como reclamo para sus pésimas películas, murió convencido de ser el mismísimo conde Drácula. Ataviado con capa negra, el húngaro Béla Ferenc Dezsö Blaskó , como en realidad se llamaba, acabó durmiendo en ataúdes y se convirtió así en la última víctima de la atracción hipnótica que era capaz de provocar su personaje del vampiro de Transilvania.
Muy lejos de estas escenografías góticas de opereta, en las selvas en blanco y negro de un África de cartón piedra, hallamos otras manifestaciones no menos dramáticas de este tipo de posesiones, tan resistentes que ningún exorcismo logra liberar. El atlético Johnny Weismüller nada pudo con su fortaleza física para impedir que Tarzán acabara adueñándose de él, adentrándose de liana en liana por las profundidades más recónditas de su mente hasta arrancarle el último alarido de la locura. Y así, el Tarzán verdadero como lo conocieron varias generaciones de cinéfilos, terminó sus días convencido de ser el auténtico Hombre Mono, frágil y perdido por las calles de un Nueva York inhumano que le expulsaba al olvido.
Incluso ni un ser tan inocente y ajeno, en principio, a los delirios de la fama como un chimpancé pudo evitar caer en las garras absorbentes de su personaje. A finales del pasado mes diciembre , todos los medios de comunicación se hacían eco de la noticia del fallecimiento de Jiggs como consecuencia de una insuficiencia renal. Hacía 80 años que había nacido en una selva de Liberia y pese a su cómoda existencia en una lujosa residencia para primates de Florida, en todo este tiempo este macho de chimpancé no logró desprenderse del travestismo que le impuso el gran papel de su vida, la leal y juguetona mona Chita.
En cualquier caso, también hay que admitir que en ocasiones son algunos actores los que prefieren escudarse en los perfiles de sus personajes para tratar de eludir la responsabilidad de sus propios actos. Es lo que ocurría con Manuel Fraga Irribarne, uno de los últimos dinosaurios de las tablas que ha dejado los escenarios políticos españoles tras 60 años de representación . Como un polifacético comediante, el veterano político demostró una camaleónica capacidad interpretativa a lo largo de su vida: franquista, tecnócrata autoritario, líder de la derechona, demócrata reconvertido, padre de la Constitución, incluso gallego. Durante sus últimas semanas se proyectaba como anciano venerable, frágil y enfermo. Su pasado junto al dictador, sus responsabilidades en las cárceles y cementerios de Franco, se reducían así a un mero ejercicio del método Stanislavski , un papel más de los muchos que un actor tiene que encarnar a lo largo de su carrera.
Lo hacía justo cuando la jueza argentina María Servini se había propuesto la tarea de dilucidar dónde empezaban las responsabilidades del actor Fraga y dónde las de sus personajes en esta larga tragedia española que comenzó un 18 de julio de 1936 y acabó con la caída del polvoriento telón de una transición que todo lo cubre. Tal vez, la predisposición al psicoanálisis de los argentinos hubiera permitido a la jurista lograr sus objetivos. Los españoles, poco dados a la introspección, no lo hemos conseguido. Siempre nos aconsejaron la necesidad de convivir con la esquizofrenia amnésica de nuestros personajes del pasado. Hasta que la muerte nos separe.
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