Al caer la tarde del domingo 23 de noviembre de 1856, en la casa ubicada al final de la única calle del puerto ballenero de Paita (norte de Perú), un grupo de enmascarados cargó con el pesado cuerpo de la quiteña Manuela Sáenz, víctima mortal del violento microbio del »bobbio» (difteria) diseminado por el cadáver […]
Al caer la tarde del domingo 23 de noviembre de 1856, en la casa ubicada al final de la única calle del puerto ballenero de Paita (norte de Perú), un grupo de enmascarados cargó con el pesado cuerpo de la quiteña Manuela Sáenz, víctima mortal del violento microbio del »bobbio» (difteria) diseminado por el cadáver de un marinero inglés.
Mecido por la brisa del mar, el letrero colgado en el dintel de la casa (Tobacco. English Spoken), acompasó con sus chirridos el doblar del campanario parroquial. El carruaje partió con rumbo a la fosa común y los aullidos de Paula, Páez y Padilla retumbaron en los farallones de Paita. Así llamaba la doña a sus perros, con el nombre de los generales traidores a Bolívar. En quechua, Paita significa »lugar que está sólo en el desierto».
Pocos días antes y después, la peste había acabado con Jonatás y Juana Rosa, fieles servidoras de la más lúcida heroína de la emancipación americana, y tan célebres como ella en su recorrido de victorias, penas y derrotas por los pueblos del Caribe y la Gran Colombia bolivariana.
Para conocerla, evitemos la ingratitud masculina que cuenta la historia a su modo. En su Diario , la norteamericana Jeannette Hart evocó a Manuela en párrafo generoso, a pesar de haber sido ella misma una de las tantas seductoras del Libertador. El viernes santo de 1825, Jeannette vio pasar a una mujer montada en un caballo blanco por una calle de Lima, y recuerda:
»Era bastante extraño ver a esta mujer en público sin estar cubierta por un velo… Con su cabeza descubierta podía apreciarse su cabello negro, recogido atrás en un gran moño… La dama me pareció extraordinariamente atractiva, aunque se notaba en ella una energía y consistencia masculina, y el vello de un bozo en el labio superior aumentaba esa impresión de virilidad en aquel rostro enmarcado por dos grandes ojos negros. Sin necesidad de preguntar, me di cuenta de que aquella dama era la llamada cariñosamente Manuelita Sáenz.»
Manuelita tenía entonces 30 años y era coronela del Estado Mayor de la Gran Colombia. En enero de 1822, por su cooperación en la causa republicana el general argentino José de San Martín la había condecorado con la Orden del Sol junto a otras mujeres y por su rol en la batalla de Pichincha (Quito, 24 de mayo de 1822) y entrega revolucionaria en Lima, Bolívar la graduó de húsar con carácter de oficial archivista. Pero luego de su participación en las decisivas batallas de Junín (en la que se luchó con arma blanca sin dispararse un solo tiro) y Ayacucho (agosto y diciembre de 1824) los indios, negros, mujeres del pueblo llano y las tropas de ocho ejércitos confederados empezaron a idolatrarla, tanto como le temían y odiaban los gobernantes criollos reacios a perder sus privilegios.
En el Banquete de la Victoria (16 de diciembre de 1824), Manuela tomó asiento junto a Simón Bolívar en mesa compartida con el mariscal Antonio José de Sucre y el general José María Córdova, héroes de Ayacucho, todos los oficiales grancolombianos y el general chileno Bernardo O’Higgins en traje de civil. Noche de felicidad y de presagios, en la que el argentino Bernardo de Monteagudo murió apuñalado en momentos que trabajaba en el programa del Gran Congreso de las Naciones Americanas de Panamá (el frustrado Congreso Anfictiónico de 1825).
A los patriarcas de los pueblos liberados, las incontenibles y desenfadadas carcajadas de Manuela sacaban de quicio. Mofa de la pompa y la solemnidad que años después alcanzaría al intrigante y ambicioso general Córdova, puesto en su sitio por el mandamás: »Ella también es Libertadora, no por mi título, sino por su ya demostrada osadía y valor, sin que Usted y otros puedan objetar tal…». Pesaba, sobre todos sus oficiales, la malhadada noche bogotana del 25 de septiembre de 1828, cuando con espada y pistola turca en manos Manuelita se enfrentó al grupo santanderista que había ingresado con propósitos criminales al Palacio de San Carlos, mientras Bolívar saltaba por una ventana para salvar su vida.
Indemne de todas las batallas, el Libertador salió maltrecho de una que sostuvo con la Libertadora. Bajo su almohada apareció un zarcillo de perlas y… En diciembre de 1830, en su lecho de muerte de Santa Marta, Bolívar confesaría al coronel Perú de la Croix: »Me mordió fieramente las orejas y vientres, y casi me mutila… Pero tenía razón: yo había faltado a la fidelidad jurada y merecía el castigo». Durante días, mientras cicatrizaban los arañazos en el rostro, los amanuenses se disculparon con los visitantes: »Su Excelencia padece una fuerte gripe…»
Precursora del »feminismo» sin proponérselo, Manuela Sáenz fue una mujer libre que hizo causa de la fidelidad al amado. A los 21 años, consintiendo al padre (Simón Sáenz) que amó a su madre (Joaquina Aizpuru, fallecida luego que la niña cumplió un año), y a la madrastra que supo ganarse como hija fuera del matrimonio (Juana María Del Campo), Manuelita aceptó un esposo de regalo: el adusto y rico comerciante James Thorne, inglés que se decía »doctor», la doblaba en edad y era más frío que los hielos del Chimborazo (1816). Pero en el Quito recoleto que había encendido las primeras llamas de la emancipación, la sociedad colonial continuaba sin novedad. Convento o matrimonio.
La »politización» de Manuela no fue improvisada. Nacida en el día de los Inocentes de 1795 (año de la muerte de Francisco Xavier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, precursor de la independencia de Ecuador), la joven presenció desde el balcón de su casa que miraba a la Plaza Grande el descuartizamiento por caballos de los jefes patriotas sublevados en la fracasada revuelta de 1809. Horca, decapitación, colocación de cabezas en jaulas de hierro exhibidas en toda la ciudad y corazones arrancados de los cadáveres que por órdenes del virrey del Perú (Quito era Real Audiencia) iban a parar en una caldera que hervía en el centro de la plaza.
Frente a esos horrores, las jóvenes de Quito imaginaban que cualquier hombre dispuesto a desafiarlos debía de ser un semidios. Y en las haciendas y salones de Quito, Manuelita oía que pronto llegaría a la ciudad ese hombre que en las campañas de Boyacá (Colombia, 1819) y Carabobo (Venezuela, 1821) había derrotado a los españoles, anunciando la república de la Gran Colombia.
El 16 de junio de 1822, los cohetes de Quito engalanado anunciaron con vivas la llegada de Bolívar. Pero al ingresar en la Plaza Grande el Libertador tuvo que esquivar una corona de laurel y olivo adornada con cintas tricolores. Enojado, el Libertador alzó la mirada a un balcón y observó los pechos de una mujer asustada que se tapaba el rostro con las manos, sin dejar de reír.
Risa que mudaba de expresión, cuando en el destierro de Paita comentaba a sus escasos visitantes la conducta de quienes la habían confinado allí, mientras el presidente de Ecuador Vicente Rocafuerte (liberal) escribía al general venezolano Juan José Flores (conservador): »…las mujeres son las que fomentan el espíritu de anarquía en estos países… las mujeres preciadas de buenas mozas y habituadas a las intrigas de gabinete son más perjudiciales que un ejército de conspiradores» (21 y 28 de octubre de 1835). Y a Francisco Paula de Santander, presidente de Colombia: »…Si la Manuela estuviera aquí, estaría esto ardiendo como Troya… Como es una verdadera loca, la he hecho salir de nuestro territorio, para no pasar por el dolor de hacerla fusilar» (11 de noviembre de 1835).
En su viajes por América, el unificador de Italia Giuseppe Garibaldi desembarcó expresamente en Paita (1851) para saber de la epopeya bolivariana y platicar con »…la piú graciosa e gentile matrona c’hio abbia mai veduto» (la más graciosa y gentil matrona que hubiera visto hasta ahora). Diez años atrás, el joven marinero Hermann Melville había estado en Paita. En sus diarios, el autor de Moby Dick la evoca diciendo: »Humanidad, recio ser, te admiro. No en el vencedor coronado de laureles, sino en el vencido».
En el apéndice del volumen número 3 de los 32 de Memorias escritos por el general bolivariano Daniel F. O’Leary (1800-54, volumen que fuera suprimido y sus ejemplares quemados, habiéndose salvado sólo tres), el irlandés recuerda que Manuelita fue presentada al General como »la señora de Thorne». Incrédulo, Bolívar extendió la mano, y le dio un tímido beso mientras ella se mataba de risa. Simón tenía 39 años, ella 27 y tras bailar varias veces la contradanza La Vencedora , desaparecieron de la fiesta perdiéndose en la noche de Quito.
El historiador colombiano Antonio Cacua Prada cuenta que en común acuerdo con la heroína, el general venezolano Antonio de la Guerra (desterrado en Paita con su familia), dispuso que se cumplan las disposiciones sanitarias de emergencia: incineración de todas las pertenencias. Melancólicamente, De la Guerra apartó con el pie las cenizas y recogió el pedazo de una sola carta renegrida del cofre de cuero que contenía cientos de cartas del amante. Sólo decía:
»Yo no puedo estar sin ti. Ven, ven, ven luego».