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María Lionza, «Rayuela» y Ester Morales, la hermana de Evo

Fuentes: Rebelión

Aquella tarde impertérrita aparecía la mar contenida en un puerto decorado, como un árbol de Navidad, con las construcciones del arquitecto Renzo Piano. Me estacioné al frente del acuario, la tarde era gris y fría, parecía de aquellas tardes de ángeles caídos, y en las afueras del acuario había una larga cola de personas para […]

Aquella tarde impertérrita aparecía la mar contenida en un puerto decorado, como un árbol de Navidad, con las construcciones del arquitecto Renzo Piano. Me estacioné al frente del acuario, la tarde era gris y fría, parecía de aquellas tardes de ángeles caídos, y en las afueras del acuario había una larga cola de personas para entrar a ver los peces. Saqué del automóvil el paquete y, furtiva, atravesé la plaza y por su costado a Palacio San Jorge con su mazmorra donde algunos sostienen que Marco Polo compuso El Millón. Seguí caminando, uno que otro se cruzaba por mi camino y me observaba casi con sorpresa pasar por aquellas callejuelas en horas sin misericordias meteorológicas. Un pequeño grupo de chinos refugiados debajo de los portales de «Sottoripa» se reparaban de las lluvias; seguí caminando escabulléndome con el paquete por una callejuela del centro histórico, de prisa ya que tenía una cita con un argentino saldador que emigró a Italia hace muchos años, es un practicante de Candomblé y en el centro histórico de Génova ha abierto un local de objetos de esoterismo afro latino donde vende velas, cirios, recetas para amarres, Agua Florida, imágenes, zaumerios, libros, amuletos, jabones de la suerte y muchas cosas más y él esperaba, con ansias, la imagen de María Lionza, la icona que más representa nuestro sincretismo y que yo le había prometido traer de Venezuela. Con la diosa envuelta en un paquete caminaba por el centro histórico genovés buscando la esquina de «Punto Oculto». Crucé hacia un callejón más estrecho, cuentan que estos espacios tan angostos e inexpugnables fueron concebidos de ese modo para defenderse de las invasiones sarracenas. Al final con María Lionza envuelta en el paquete llegué a la esquina donde el saldador argentino ha abierto su negocio, la tienda de esoterismo afro latino que ha bien bautizado «Punto Oculto». Antes de entrar al local me encontré con dos mujeres que hablaban español, parecían dos loras: una de ellas era rubia oxigenada y la otra era morena. Los tonos de sus voces era tan altos que, inevitablemente, cualquiera que pasara estaba obligado a escuchar sus conversaciones. Con pormenores la rubia le contaba a la morena que ella, religiosamente, todos los mañanas se purificaba tomando un baño con esencias de San Lázaro y que al salir de la tina, enseguida, hacía la novena a San Cayetano.

Cuando entré a «Punto Oculto», el local era un hervidero de gente, unos muchachos, que trataban de meter un euro en un huequito de un cajón que parecía casi una pequeña caja de zapatos, me observaron y sonrieron. En el fondo de la habitación un grupo de mujeres me miraron con fastidio y yo, incómoda, pregunté por el argentino.

-No se encuentra-, respondió un hombre que, improvisadamente, estaba cocinando en un rincón del negocio. Los muchachos siguieron jugando, tratando de meter el euro en el huequito.

-¿Cómo se llama ese juego?-les pregunté.

-Rayuela – respondieron al unísono.

«Rayuela, que hermoso», pensé casi ensimismada y por un instante el gris de la tarde se disipó y el calor invadió mi corazón porque recordé la novela «Rayuela» de Cortazar, sus narraciones en París, las aventuras con la Marga y las cebadas de Yerba Mate.

-¿De dónde son ustedes? -pregunté curiosa.

-Bolivianos-, respondieron sonriendo los muchachos.

-¡Bolivianos!, ¿de dónde?

-De Cochabamba.

-¡Caramba!-respondí sorprendida-, acaban de estrenar Presidente, ¡que

viva Evo Morales! -les dije.

Con aires de triunfo y travesura aquella tarde los muchachos sonrieron y

entretenidos siguieron jugando tratando de meter el euro en un orificio tan pequeño. En el traspiés del negocio otro desconocido que fungía de cocinero, asando carne y sirviéndola con choclo boliviano me ofreció una cerveza y un plato de comida, su amigo, un uruguayo, que cargaba un pesado zarcillo de oro en la oreja derecha, se auto presentó e instauró conmigo un breve diálogo.

-Vos no reconocés los bolivianos -me preguntó el uruguayo con acento que me hacía rememorar aún más las narraciones de Julio Cortazar.

-No, podría pensar que son ecuatorianos-respondí.

-No te fijás, miralos con atención, son muy bajitos.

Yo los seguí observando de pies a cabeza.

-Es cierto- concordé. Entonces la conversación entre el uruguayo y yo se encandiló, pues ambos elaboramos y repasamos diferentes y variados menús de copias mixtas y endogamias; el uruguayo me contó que él era de padre blanco y de madre guaraní, y me confesó que nutría un gran interés por conocer Venezuela, ya que, según él, todas las venezolanas que ha encontrado son guapas. Le argumenté que la belleza en nuestro mestizaje es algo que proviene de antes de la Independencia; que mi país es un lugar de geografías y criterios anchos porque hay negros con ojos de blancos, blancos con bembas de negro, indios con nariz de negro o blanco y viceversa. Al rato llegó el saldador argentino, que se sorprendió de la cantidad de gente que se encontraba en el negocio y se enojó porque los bolivianos, para hacer espacio y poder jugar la Rayuela, habían desplazado el cajón donde él tiene escondido a Eshú, una deidad del Candomblé.

-Déjelos jugar-le aconsejé-, es un momento de agregación, Eshú no se

enojará.

-Sí, pero es que yo le prometí que lo iba a tener del otro lado.

Del paquete extraje a María Lionza, la diosa venezolana, se la entregué a Lucio que orgulloso dijo le iría a confeccionar un altar para colocarla en la entrada del negocio. Pero como era dificultoso conversar por la presencia de los bolivianos, al argentino y yo nos tocó emigrar hacia una de las salas del Café de la plaza más cercana. Atravesando, de nuevo, uno de los callejones del centro histórico le pregunté por las mujeres que siempre están paradas en la esquina, las que hablan como unas loras.

-Son putas colombianas-respondió -más excelentes que un policía,

siempre le echan una miradita al negocio. En estos días me ofrecieron una muchachita de dieciséis años, se la trajeron de allá prometiéndole que trabajaría como doméstica, pero la están obligando a prostituirse en la calle, me da mucha tristeza lo que hacen los colombianos.

Ya sentados en el Café el argentino y yo nos pusimos a conversar sobre el

sincretismo latinoamericano. Él me explicó un poco sobre la jerarquía eclesiástica del Candomblé y yo le expliqué como el culto de María Lionza en Venezuela representa una yuxtaposición de las creencias de tres razas -india, negra y blanca-, que estructurada en cortes:libertadora, africana, malandra y etc representa la máxima expresión religiosa de un pueblo mestizo . El argentino me habló de unas cuevas en Benin donde dizque arreglan el espíritu e inclusive afirmó que Juan Pablo II estuvo allá y que ahora, Papá Benedetto XVI, no ve la ora de ir para mandarse a bendecir del mismo modo que bendijeron a Juan Pablo II y a Fidel Castro, sobre todo este último dizque gracias al potente tratamiento que le hicieron en las cuevas de Benín siempre anda sano. La tarde gris se nos esfumó conversando sobre Candomblé, santería cubana y sincretismo venezolano. Luego Lucio se devolvió a «Punto Oculto» a controlar que los hijos de la Pachamama no se emborracharan y causaran daños en las instalaciones del negocio y yo me devolví al parking. Al pasar por el frente de Palacio San Jorge no miré la mar gris sino los montes de Génova cubiertos de nieve y las casas coloradas del puerto que por lo blanco de la montaña resaltaban en el horizonte.

Cuatro días después de haber encontrado a los bolivianos en «Punto Oculto» me hallaba en Palazzo Rosso, tenía una cita con un fotografo y la representante italiana de la organización Frères des hommes, ya que en los sótanos de Palazzo Rosso organizaban una muestra fotográfica llamada «Un mundo de mujeres en camino». En el edificio de Strada Nuova conocí a Elena Pisano y Danilo De Marco. Ese día los ojos del fotógrafo me impresionan casi más que sus imágenes, pues trasmitían una profunda inquietud. Rápidamente, y muy entusiasta, Danilo me mostró las fotos de sus mujeres en blanco y negro: chinas, sri lankeses, colombianas, mexicanas, haitianas, ugandeses. Como un niño que muestra orgulloso sus juguetes recorría los sótanos de Palazzo Rosso, para hablarme, como un sultán, de sus concubinas, de sus mujeres que recogían agua, amasaban barro, araban, pesaban hojas de coca, hilaban, etc. Algunas de éstas son espectros, pues sus ojos se pierden en una vorágine de vomito y mareo, son las abuelas ugandeses, las que han perdido sus hijos por el SIDA y, sin esperanzas, están criando a sus nietos. Otras son alteras, como una abuela del Chiapas protegida por la sombra de Emiliano Zapata. Otras parecen viejas enloquecidas por el tiempo como algunas comadronas de Ecuador. Algunas indianas con sus cuerpecitos minúsculos y desnutridos están sentadas en cuclillas sobre la inmensidad de una piedra. Otras mamás de El Congo a través de sus miradas exhalan la misma tristeza que en la imagen de al lado expresa la muchacha de Haiti. Son insectos, libélulas, piedras duras, diosas. Sumas de espantos. Pero esa mañana Danilo me preguntó:

-¿Conoces a alguien de Bolivia?- y de entre un montón de cuadros extrajo una foto y me dijo -: te presento a Ester Morales, la hermana de Evo, el nuevo Presidente de Bolivia, ella va a ser ministra.

Sonrío y ensimismada recuerdo que cuatro días antes en «Punto Oculto» había probado el choclo y visto jugar «rayuela» a unos bolivianos de Cochabamba. La foto que le tomó Danilo a Ester Morales me conmovió, no chuletea o pide conmiseración, su grito es: «Estoy aquí y resisto, resisto a este desorden mundial que destruyó mi cosmogonía, pero hoy, si la suerte me asiste puedo aspirar a ser ministra». Rápidamente un fragmento del Evangelio Americano del chileno Francisco Bilbao apareció en mi memoria, «vago sobre la tierra con el espíritu hambriento de amor para tomar o coger el arado junto al rancho que me vio nacer: pero los ríos, climas, y la suerte que cabe a todos los pueblos, brillan en el cielo de mi memoria como las opacas o brillantes constelaciones de mi peregrinación».