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Marx sin ismos

Fuentes: El Viejo Topo

  PRÓLOGO I Karl Marx ha sido, sin duda, uno de los faros intelectuales del siglo XX. Muchos trabajadores llegaron a entender, a través de la palabra de Marx, al menos una parte de sus sufrimientos cotidianos, aquella que tiene que ver con la vida social del asalariado. Muchos obreros, que apenas sabían leer, le […]

 

PRÓLOGO

I

Karl Marx ha sido, sin duda, uno de los faros intelectuales del siglo XX. Muchos trabajadores llegaron a entender, a través de la palabra de Marx, al menos una parte de sus sufrimientos cotidianos, aquella que tiene que ver con la vida social del asalariado. Muchos obreros, que apenas sabían leer, le adoraron. En su nombre se han hecho casi todas las revoluciones político-sociales de nuestro siglo. En nombre de su doctrina se elevó también la barbarie del estalinismo. Y contra la doctrina que se creó en su nombre se han alzado casi todos los movimientos reaccionarios del siglo XX.

El siglo acaba. Prácticamente toda forma de poder que haya navegado durante estos cien años bajo la bandera del comunismo ha muerto ya. No sabemos todavía lo que darán de sí las «revoluciones pasivas» de este final del siglo XX, que han nacido del temor al espectro del comunismo y del horror que produjo la conversión de la doctrina comunista en Templo. Sería presuntuoso anticipar lo que se dirá en el siglo XXI sobre esta parte de la historia del siglo XX. 

Pero una cosa parece segura: en el siglo XXI, cuando se lea a Marx, se le leerá como se lee a un clásico.

A veces se dice: los clásicos no envejecen. Pero eso es una impertinencia: los clásicos también envejecen. Aunque, ciertamente, de otra manera. Un clásico es un autor cuya obra, al cabo del tiempo, ha envejecido bien (incluso a pesar de sus devotos, de los templos levantados en su nombre o de los embalsamamientos académicos).

Marx es un clásico. Un clásico interdisciplinario. Un clásico de la filosofía mundanizada, del periodismo fuerte, de la historiografía con ideas, de la sociología crítica, de la teoría política con punto de vista. Y, sobre todo, un clásico de la economía que no se quiere sólo crematística. Contra lo que se dice a veces, no fue Marx quien exaltó el papel esencial de lo económico en el mundo moderno. Él tomó nota de lo que estaba ocurriendo bajo sus ojos en el capitalismo del siglo XIX. Fue él quien escribió que había que rebelarse contra las determinaciones de lo económico. Fue él quien llamó la atención de los contemporáneos sobre las alienaciones implicadas en la mercantilización de todo lo humano. Leen a Marx al revés quienes reducen sus obras a determinismo económico. Como leyeron a Maquiavelo al revés quienes sólo vieron en su obra desprecio de la ética en favor de la razón de Estado.

II

Marx no cabe en ninguno de los cajones en que se ha dividido el saber universitario en este fin de siglo. Pero está siempre ahí, al fondo, como el clásico con el que hay que dialogar y discutir cada vez que se abre uno de estos cajones del saber clasificado: economía, sociología, historia, filosofía.

Cuando uno entra en la biblioteca de Marx la imagen con la que sale es la de que allí vivió y trabajó un «hombre del Renacimiento». Tal es la diversidad de temas y asuntos que le interesaron. Y eso que lo que él llamaba «la ciencia», su investigación socioeconómica de las leyes o tendencias del desarrollo del capitalismo, la hizo, casi toda, en una biblioteca que no era la suya: la del Museo Británico. Una obra que no cabe en los cajones clasificatorios de nuestros saberes es siempre una obra incómoda y problemática. Y ante ella hay dos actitudes tan típicas como socorridas.

Una es la de los devotos. Consiste en proclamar que el Verdadero y Auténtico Saber es, contra las clasificaciones establecidas por la Academia, el de Nuestro Héroe. La otra actitud consiste en agarrarse a los cajones y despreciar el saber incómodo, como diciendo: «si alguien no ha sido filósofo profesional, ni economista matemático, ni sociólogo del ramo, ni historiador de archivos, ni neutral teorizador de lo político, es que no es nada, o casi nada».

La primera actitud convierte al clásico en un santo de los que ya en su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes (aunque sea un santo laico). La segunda actitud ningunea al clásico y recomienda a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo (aunque luego éstos acaben revisitándolo casi a escondidas).

Si el clásico tiene que ver, además, con la lucha de clases y ha tomado partido en ella, como es el caso, la cosa se complica. Pues los hagiógrafos convertirán la Ciencia de Nuestro Héroe en Templo y los académicos le imputarán la responsabilidad por toda villanía cometida en su nombre desde el día de su muerte. Por eso, y contra eso, Bertolt Brecht, que era de los que hacen pedagogía desde la Compañía Laica de la Soledad, pudo decir con razón: Se ha escrito tanto sobre Marx que éste ha acabado siendo un desconocido.

¿Y qué decir de un conocido tan desconocido sobre el que se ha dicho ya de todo y todo lo contrario? 

Pues, una vez más, que lo mejor es leerlo. Como si no fuera de los nuestros, como si no fuera de los vuestros. Como se lee a cualquier otro clásico cuyo amor el propio Marx compartió con otros que no compartían sus ideas: a Shakespeare, a Diderot, a Goethe, a Lessing, a Hegel. Tratándose de Marx, y en este país en el que estamos, conviene precisar: leerlo, no «releerlo», como se pretende aquí siempre que se habla de los clásicos. Porque pare releer de verdad a un clásico hay que partir de una cierta tradición en la lectura. Y en el caso de Marx, aquí, entre nosotros, no hay apenas tradición. Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán hace ahora veintitantos años. Y ese bosquejo de tradición quedó truncado. Hablando de Marx, casi todo lo demás han sido lecturas fragmentarias e intermitentes, lecturas instrumentales, lecturas a la búsqueda de citas convenientes, lecturas traídas o llevadas por los pelos para acogotar con ismos a los otros o para demostrar al prójimo, con otros ismos, que tiene que arrepentirse y ponerse de rodillas ante eso que ahora se llama Pensamiento Único.

Marx sin ismos, pues. Tal es la intención de este libro: entender a Marx sin los ismos que se crearon en su nombre y contra su nombre.

III

Karl Marx fue un revolucionario que quiso pensar radicalmente, yendo a la raíz de las cosas. Fue un ilustrado crepuscular: un ilustrado opuesto a toda forma de despotismo, que siendo, como era, lector asíduo de Goethe y de Lessing, nunca pudo soportar el dicho aquel de todo para el pueblo pero sin el pueblo. Karl Marx fue un ilustrado con una acentuada vena romántica, en muchas cosas emparentado con el poeta Heine, pero que nunca se dejó llamar «romántico» porque le producía malestar intelectual el sentimentalismo declamatorio y añorante.

Karl Marx fue, de joven, un liberal que, con la edad y viendo lo que pasaba a su alrededor (en la Alemania prusiana, en la Francia li beral y en el hogar clásico del capitalismo) se propuso dar forma a la más importante de las herejías del liberalismo político del siglo XIX: el socialismo.

Karl Marx se hizo socialista y quiso convencer a los trabajadores de que el mundo podía cambiar de base, de que el futuro sería socialista, porque en el mundo que le tocó vivir (el de las revoluciones europeas de 1848, el de la liberación de los siervos en Rusia, el de las luchas contra el esclavismo, el de la guerra franco-prusiana, el de la Comuna de París, el de la conversión de los EE.UU. de Norteamérica en potencia económica mundial) no había más remedio que ser ya -pensaba él- algo más que liberales.

Desde esa convicción, la idea central que Marx legó al siglo XX se puede expresar así: el crecimiento espontáneo, supuestamente «libre», de las fuerzas del mercado capitalista desemboca en concentración de capitales; la concentración de capitales desemboca en el oligopolio y en el monopolio; y el monopolio acaba siendo negación no sólo de la libertad de mercado sino también de todas las otras libertades. Lo que se llama «mercado libre» lleva en su seno la serpiente de la contradicción: una nueva forma de barbarie. Rosa Luxemburg tradujo plásticamente esta idea a disyuntiva: socialismo o barbarie.

IV

Como Marx era muy racionalista, como aspiraba siempre a la coherencia lógica y como se manifestaba casi siempre con mucha contundencia apasionada, no es de extrañar que su obra esté llena de contradicciones y de paradojas. Y como usaba mucho en sus escritos la metáfora aclaratoria y abusaba de los ejemplos, tampoco es de extrañar que algunos de los ejemplos que puso para ilustrar sus ideas se le hayan vengado y que no pocas de sus metáforas se le hayan vuelto en contra. Así es el mundo de las ideas.

Algunas de esas contradicciones llegó a verlas él mismo. Una de ellas, la más honda, la menos formal, las más personal, la vió incluso con cierto humor negro: «Nunca se ha escrito tanto sobre el capital -dijo el autor de El capital– careciendo de él hasta tal punto». Otras de esas contradicciones le hicieron sufrir hasta el final de su vida. Él, que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la historia. Él, que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que hay que dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la explicación de todo.

V

Este Marx (sin ismos) tiene algo de paradójica grandeza y de conficto interior no asumido. Creyó que la razón de su vida era dar forma arquitectónica a la investigación científica de la sociedad, pero dedicó meses y meses a polemizar con otros sobre asuntos políticos que hoy nos parecen menores. Creyó que la historia avanza dialécticamente por su lado malo (e incluso por su lado peor), y tal vez acertó en general, pero no pudo o no supo prever que la verdad concreta, inmediata, de esa razón fuera a ser otra forma de barbarie. ¿Acaso podemos, entre humanos, hablar de progreso tan en general? 

Karl Marx amó tanto la razón ilustrada que se propuso, y propuso a los demás, un imposible: hacer del socialismo (o sea, de un movimiento, de un ideal) una ciencia. Hoy, cuando el siglo acaba, nos preguntamos si no hubiera sido mejor conservar para eso el viejo nombre de utopía, seguir llamando al socialismo como lo llamaban el propio Marx y sus amigos cuando eran jóvenes: pasión razonada o razón apasionada. Pero en un siglo tan positivista y tan cientificista como el que Marx maduro inauguraba tampoco podía resultar extraño identificar la ciencia con la esperanza de los que nada tenían. Hasta es posible que por eso mismo, por esa identificación, los de abajo le amaran luego tanto. Y es seguro que por eso casi todos los poderosos le odiaron y aún le odian (cuando no se quedan con su ciencia y rechazan su política).

VI

Marx quería el comunismo, claro está, pero no lo quería crudo, nivelador de talentos, pobre en necesidades; aunque su tono a veces profético, como el del trueno, parecía negar al epicúreo que había en él. ¿Será el escándalo moral que produce la observación de las desigualdades sociales lo que hace proféticos a los epicúreos? Sea como fuere, Marx estableció sin pestañear que la violencia es la comadrona de la historia en tiempos de crisis; pero al mismo tiempo criticó sin contemplaciones la pena de muerte y otras violencias. Marx postuló que la libertad consiste en que el Estado deje de ser un órgano superpuesto a la sociedad para convertirse en órgano subordinado a ella, aunque al mismo tiempo creyó necesaria la dictadura del proletariado para llegar al comunismo, a la sociedad de iguales.

Marx, el Marx que se leerá en el siglo XXI, nunca hubiera llegado a imaginar que un día, en un país lejano cuya lengua quiso aprender de viejo, sería objeto de culto cuasirreligioso en nombre del comunismo, o que en otro país, aún más lejano, y del que casi nada supo, se le compararía con el sol rojo que calienta nuestros corazones. Pero aquel tono profético con el que a veces trató de comunicar su ciencia a los de abajo tal vez implicaba eso. O tal vez no. Quizás el que esto haya ocurrido fue sólo la consecuencia de la traducción de su pensamiento a otras lenguas, a otras culturas. Toda traducción es traición. Y quien traduce para muchos traiciona más.

VII

Marx sin ismos, digo. Pero ¿es eso posible? Y ¿no será eso desvirtuar la intención última de la obra de Marx? ¿Se puede separar a Marx de lo que han sido el marxismo y el comunismo modernos? ¿Acaso se puede escribir sobre Marx sin tener en cuenta lo que han sido los marxismos en este siglo? ¿No fue precisamente la intención de Marx fundar un ismo, ese movimiento al que llamamos comunismo? ¿Y no es precisamente esta intención, tan explícitamente declarada, lo que ha diferenciado a Marx de otros científicos sociales del siglo XIX? 

Para contestar a esas preguntas y justificar el título de este libro hay que ir por partes. Marx fue crítico del marxismo. Así lo dejó escrito Maximilien Rubel en el título de una obra importante aunque no muy leída. Rubel tenía razón. Que Marx haya pretendido fundar una cosa llamada marxismo es más que dudoso. Marx tenía su ego, como todo hijo de vecino, pero no era Narciso. Es cierto, en cambio, que mientras Marx vivió hubo algunos que le apreciaron tanto como para llamarse a sí mismos marxistas. Pero también lo es que él mismo dijo aquello de «yo no soy marxista».

Con el paso del tiempo y la correspondiente descontextualización, esta frase, tantas veces citada, ha ido perdiendo el significado que tuvo en boca de quien la pronunció. Escribir sobre Marx sin ismos es, pues, para empezar, restaurar el sentido originario de aquel decir de Marx. Restaurar el sentido de una frase es como volver a dar a la pintura los colores que originalmente tuvo: leerla en su contexto. Cuando Marx dijo a Engels, al parecer un par de veces, entre 1880 y 1881, ya en su vejez, «yo no soy marxista», estaba protestando contra la lectura y aprovechamiento que por entonces hacían de su obra económica y política gentes como los «posibilistas» y guesdistas franceses, intelectuales y estudiantes del partido obre ro alemán y «amigos» rusos que interpretaban mecánicamente El capital.

Por lo que se sabe de ese momento, a través de Engels, Marx dijo aquello riendo. Pero más allá de la broma queda un asunto serio: a Marx no le gustaba nada lo que empezaba a navegar entre los próximos con el nombre de marxismo. Por supuesto, no podemos saber lo que hubiera pensado de otras navegaciones posteriores. Pero lo que sabemos da pie a restaurar el cuadro de otra manera. No querría engañar a nadie: hacer de restaurador tiene algunos peligros, el principal de los cuales es que, a veces, uno se inventa colores demasiado vivos que tal vez no eran los de la paleta del pintor, sino los que aman nuestros ojos. Tratándose de texto escrito pasa algo parecido. Pero afrontar ese riesgo vale la pena. Y afrontarlo no tiene por qué implicar necesariamente declararse marxista. Esa es otra cuestión. No hay por qué entrar en ella aquí. De la seria broma del viejo Marx sólo pueden deducirse razonablemente dos cosas. Primera: que al decir «yo no soy marxista» el autor de la frase no pretendía descalificar a la totalidad de sus seguidores ni, menos aún, renunciar a sus ideas o a influir en otros. Y segunda: que para leer bien a Marx no hace falta ser marxista. Quien quiera serlo hoy tendrá que serlo, como pretendía el dramaturgo alemán Heiner Müller, necesariamente por comparación con otras cosas. Y con sus propios argumentos.

VIII

Queda todavía la otra pregunta: ¿se puede escribir hoy en día sobre Marx sin entrar en el tema de su herencia política, es decir, haciendo caso omiso de lo que ha sido la historia del comunismo en el siglo XX? Mi contestación a esa pregunta es: no sólo se puede (pues, obviamente, hay quien lo hace), sino que se debe. Se debe distinguir entre lo que Marx hizo y dijo como comunista y lo que dijeron e hicieron otros, a lo largo del tiempo, en su nombre. Querría argumentar esto un poco.

La prostitución del nombre de la cosa de Marx, el comunismo moderno, no es ya responsabilidad de Marx. Mucha gente piensa que sí lo es e ironiza ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores. Yo pienso que no. Diré por qué. Las tradiciones, como las familias, crean vínculos muy fuertes entre las gentes que viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también sería una injusticia histórica cargar al autor del Manifiesto comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena o mala voluntad, su apellido.

Seamos sensatos por una vez. A nadie se le ocurriría hoy en día echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al General Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguridad, tildaríamos de sectario o insensato a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española. No sé si en el siglo XVI alguien pensó que Jesús de Nazaret tenía que pedir perdón a los indios de América por las barbaridades que los cristianos europeos hicieron con ellos en nombre de Cristo. Sólo conozco a uno que, con valentía, escribió algo parecido a esto. Pero ese alguien no dijo que el que tuviera que pedir perdón fuera Jesús de Nazaret; dijo que los que tenían que hacerse perdonar por sus crímenes eran los cristianos mandamases contemporáneos.

¿Comparaciones odiosas? No conozco otra forma más ecuánime de hacer historia de las ideas. Eso lo aprendí de Isaiah Berlin, con cuya obra sobre Karl Marx, muy conocida, discuto en este libro, precisamente porque en este caso Berlin no me parece ecuánime y porque discutiendo con los maestros se aprende. 

Y, puesto ya a las comparaciones odiosas, añadiré que también hay algo que aprender de la restauración historiográfica reciente de la vida y los hechos de Jesús de Nazaret, a saber: que ha habido otros evangelios, además de los canónicos, y que el estudio de la documentación descubierta al respecto en los últimos tiempos (des de los evangelios gnósticos a algunos de los Manuscritos del Mar Muerto) muestra que tal vez esas otras historias de la historia sagrada estaban más cerca de la verdad que la Verdad canonizada. En esa odiosa comparación me he inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores que no fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y Sacristán. Hay varias cosas que diferencian la lectura de Marx que hicieron estos tres. Pero hay otras, sustanciales para mí, en las que coinciden: el rigor filológico, la atención a los contextos históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia del comunismo. También ellos hubieran podido decir (y, de hecho, lo dijeron a su manera) que no eran marxistas. Y, sin embargo, pocas lecturas de Marx seguirán siendo tan estimulantes como las que ellos hicieron.

IX

Recupero ahora el final del punto primero de este escrito para concluir sobre la relación entre Marx y el comunismo moderno. No sólo me parece presuntuoso, sino manifiestamente falso, deducir de la desaparición del comunismo como Poder la muerte de toda forma de comunismo. Concluir tal cosa ahora, en 1998, es un contrafáctico, es una afirmación contra los hechos: en el mundo sigue habiendo comunistas, personas, partidos y movimientos que se llaman así. Los hay en Europa y en América, en África y en Asia.

Nuestros medios de comunicación, que han publicado numerosísimas reseñas del Libro negro del comunismo, apenas si se han fijado en ello, pero, con motivo del 150 aniversario de la aparición del Manifiesto Comunista, este mismo año se reunieron en París mil seiscientas personas, llegadas de Asia y de África, de las dos Américas y de todos los rincones de Europa, que coincidían en esto: la idea de comunismo sigue viva en el mundo. Tampoco es habitual ahora tener en cuenta la opinión de historiadores, filósofos y literatos que, como el ruso Alexander Zinoviev o el italiano Giorgio Galli, hacen hoy la defensa del comunismo, del otro comunismo, sin ser comunistas y después de haber cantado en décadas pasadas verdades como las del lucero del alba que les valieron la acusación de anticomunistas. Son los otros ex-, de los que casi nunca se habla, los que cambiaron de otra manera porque atendieron, contra la corriente, a las otras verdades.

Antes de ofrecerse como fiscal para la práctica, tan socorrida, de los juicios sumarísimos en los que, por simplificación, se mete en un mismo saco a las víctimas con los victimarios conviene ponerse la mano en corazón y preguntarse, sin prejuicios, por qué, como decía el título de una película irónica, hay personas que no se avergüenzan de haber tenido padres comunistas, por qué, a pesar de todo, sigue habiendo comunistas en un mundo como el nuestro.

Si sigue habiendo comunistas en este mundo es porque el comunismo de los siglos XIX y XX, el de los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres de los jóvenes de hoy, no ha sido sólo poder y despotismo. Ha sido también ideario y movimiento de liberación de los anónimos por antonomasia. Hay un Libro Blanco del comunismo que está por reescribir. Muchas de las páginas de ese Libro, hoy casi desconocido para los más jóvenes, las bosquejaron personas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en la lucha por la li bertad en países en los que no había libertad; en la lucha por la universalización del sufragio en países en los que el sufragio era limitado; en la lucha en favor de la democracia en países donde no había democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales de la mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados sólo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en España y en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal, y en tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despóticamente a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se mancharon las manos con la apropiación privada del dinero público.

Al decir que el Libro Blanco del comunismo está por reescribir no estoy proponiendo la restauración de una vieja Leyenda para arrinconar o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los Libros Negros. No es eso. Ni siquiera estoy hablando de inocencia. Como sugirió Brecht en un poema célebre, tampoco lo mejor del comunismo del siglo XX, el de aquellos que hubieran querido ser amistosos con el prójimo, pudo, en aquellas circunstancias, ser amable. La historia del comunismo del siglo XX tiene que ser vista como lo que es, como una tragedia. El siglo XX ha aprendido demasia do sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que uno se atreva ahora a emplear la palabra «inocencia» sin más. Hablo, pues, de justicia. Y la justicia es también cosa de la historiografía.

X

¿Qué historiografía se puede proponer a los más jóvenes? ¿Cómo enlazar la biografía intelectual de Karl Marx con las insoslayables preocupaciones del presente? Estas son preguntas que se pueden to mar como un reto intelectual hoy en día. 

Tal vez la mejor manera de entender a Marx desde las preocupaciones de este fin de siglo no pueda ser ya la sencilla reproducción de un gran relato lineal que siguiera cronológicamente los momentos claves de la historia de Europa y del mundo en el siglo XX como en una novela de Balzac o de Tolstoi. Durante mucho tiempo esa fue la forma, vamos a decirlo así, «natural», de comprensión de las cosas; una forma que cuadraba bien con la importancia colectivamente concedida a las tradiciones culturales y, sobre todo, a la transmisión de las ideas básicas de generación en generación. Pero seguramente ya no es la forma adecuada. El gran relato lineal no es ya, desde luego, lo habitual en el ámbito de la narrativa. Y es dudoso que pueda seguir siéndolo en el campo de la historiografía cuando la cultura de las imágenes fragmentadas que ofrecen el cine, la televisión y el vídeo ha calado tan hondamente en nuestras sociedades. El posmodernismo es la etapa superior del capitalismo y, como escribió John Berger con toda la razón, «el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir». Así ha sido.

Y así es. Y si así ha sido y así es entonces a quienes se han formado ya en la cultura de las imagenes fragmentadas hay que hacerles una propuesta distinta del gran relato cronológico para que se interesen por lo que Marx fue e hizo; una propuesta que restaure, mediante imágenes fragmentarias, la persistencia de la centralidad de la lucha de clases en nuestra época entre los claroscuros de la tragedia del siglo XX.

Imaginemos una cinta sin fin que proyecta ininterrumpidamente imágenes sobre una pantalla. En el momento en que llegamos a la proyección una voz en off lee las palabras del epílogo histórico a Puerca tierra de John Berger. Son palabras que hablan de tradición, supervivencia y resistencia, del lento paso desde el mundo rural al mundo de la industria, de la destrucción de culturas por el industrialismo y de la resistencia social a esa destrucción. Estas palabras introducen la imagen de la tumba de los Marx en el cementerio londinense presidida por la gran cabeza de Karl, según una secuencia de la película de Mike Leigh Grandes ambiciones en la que el protagonista explica, en la Inglaterra thatcheriana, «cuando los obreros se apuñalan a sí mismos por la espalda», por qué fue «grande» aquella cabeza. La secuencia acaba con un plano que va de los ojos del protagonista a lo alto del busto marmóreo de Marx mientras la protagonista, a quien va dirigida la explicación, se interesa por las siemprevivas del cementerio («y tuvimos que mirar la naturaleza con impaciencia», dice Brecht a los por nacer; «en casa siempre tengo siemprevivas», dice la protagonista de la película de Leigh).

La explicación de la grandeza de Marx por el protagonista de Grandes ambiciones enlaza bien con la reflexión de Berger y permite pasar directamente a la secuencia final de La tierra de la gran promesa de A. Wajda, la de la huelga de los trabajadores del textil en Lodz, que sintetiza en toda su crudeza las contradicciones del tránsito sociocultural del mundo rural al mundo de la industria en la épo ca del primer capitalismo salvaje. Entre el Lodz de Wajda y el Londres de Leigh hay cien años de salvajismo capitalista. Vuelve la imagen de Marx en el cementerio londinense. Pero en la cinta sin fin hemos montado, sin solución de continuidad, otra imagen: la que inicia la larga secuencia de La mirada de Ulises de Angelopoulos con el traslado de una gigantesca estatua de Lenin en barcaza por el Danubio.

Es esta una de las secuencias más interesantes del cine europeo de la última década, por lo que dice y por lo que sugiere. Presenciamos, efectivamente, el final de un mundo, una historia que se acaba: el símbolo del gran mito del siglo XX navega ahora de Este a Oeste por el Danubio para ser vendido por los restos de la nomenklatura a los coleccionistas del capitalismo vencedor en la tercera guerra mundial. Es una secuencia lenta y larga, de final incierto, que se queda para siempre en la retina de quien la contempla. La cortamos, de momento, para introducir otra. Estamos viendo ahora la secuencia clave de Underground de Emir Kusturica: la restauración del viejo mito platónico de la caverna como parábola de lo que un día se llamó «socialismo real». El intelectual burócrata ha conseguido hacer creer al héroe de la resistencia antinazi, en el subterráneo, que la vida sigue igual, que la resistencia antinazi continúa, y maneja los hilos de la historia como en un gran guiñol mientras un personaje secundario, pero esencial, repite, entre charangas y esperpentos, una sola palabra: «la catástrofe». 

Ninguna otra imagen ha explicado mejor, y con más verdad, que esta de Kusturica, el origen de la catástrofe del «socialismo real». Hay muchas cosas importantes en esta película en la que los simples sólo ven ideología proserbia. Pero fragmentamos Underground para volver a La mirada de Ulises, ahora con otra verdad a cuestas, la del pecado original del «socialismo real». La barcaza sigue deslizándose por el Danubio con la gigantesca estatua de Lenin también fragmentada. Lo hace lentamente, muy lentamente. Desde la orilla del gran río las gentes la acompañan, expectantes unos, en actitud de respeto religioso otros, asombrados los más. Da tiempo a pensar: el mundo de la gran política ha cambiado; una época termina; pero no es el final de la historia: las viejas costumbres persisten en el corazón de Europa. Tal vez no todo era caverna en aquel mundo. Cae la noche y la gran barcaza con su estatua de Lenin montada para ser vendida enfila la bocana del puerto fluvial. Cortamos la secuencia al caer la noche. Donde antes estaba el Danubio está ahora el Adriático, hay ahora otro barco, el Partizani: es la secuencia final de Lamerica de Gianni Amelio con la imagen, impresionante, del barco atestado de albaneses pobres que huyen hacia Italia mientras el capitalismo vuelve, gozoso, a sus negocios y nuestro protagonista ha conocido un nuevo corazón de las tinieblas. Premonición de lo que no había de ser el hegeliano Final de la Historia sino el comienzo de otra historia, por lo demás muy parecida a las otras historias de la Historia.

Cinta sin fin. Otra vez las palabras de Berger, la cabeza de Marx en el cementerio londinense, la gran estatua de Lenin navegando, lenta, muy lentamente, por el Danubio. ¿Llega realmente a su destino? Puede haber pensamiento en la fragmentación: la explicación de Leigh en Grandes ambiciones, que se repite: «Era un gigante. Lo que él [Marx] hizo fue poner por escrito la verdad. El pueblo estaba siendo explotado. Sin él no habría habido sindicatos, ni estado del bienestar, ni industrias nacionalizadas….». Lo dice un trabajador inglés de hoy que, además (y eso importa) no quiere rollos ideológicos ni ama los sermones. Y tampoco es la suya la última palabra. La cinta sigue. Cinta sin fin.

En esa cinta está Marx. Ha habido muchas cosas en el mundo que no cupieron en la cabeza de Marx. Cosas que no tienen que ver con la lucha de clases. Cierto. Pero de la misma manera que nunca se entenderá lo que hay en el Museo del Prado sin la restauración historiográfica de la cultura cristiana tampoco se entenderá el gran cine de nuestra época, el cine que habla de los grandes problemas de los hombres anónimos, sin haber leído a Marx. Sin ismos, por su puesto.

Barcelona, septiembre de 1998

Prólogo de Marx sin ismos. Texto ilustrado con imágenes de la obra del artista visual Donald Judd


Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/marx-sin-ismos/