A casi una década de haberse inaugurado el siglo XXI, la idea de «democracia» sigue erigiéndose como la panacea de la política. Cualquier propuesta que se pretenda seria o políticamente correcta tiene que estar enmarcada dentro del paradigma democrático. Ninguno de los polos del espectro político puede darse el lujo de omitir el ideal democrático […]
A casi una década de haberse inaugurado el siglo XXI, la idea de «democracia» sigue erigiéndose como la panacea de la política. Cualquier propuesta que se pretenda seria o políticamente correcta tiene que estar enmarcada dentro del paradigma democrático. Ninguno de los polos del espectro político puede darse el lujo de omitir el ideal democrático como fin último de todas sus propuestas, por más antagónicas que éstas se presenten. Por todos lados se desarrollan diálogos, debates, y reflexiones que presuponen la democracia como único marco referencial, a partir del cual se debe orientar todo desarrollo, toda transformación, toda reforma.
«Es necesario democratizar el país;» «Tenemos que luchar por la democracia;» «Tenemos que defender las instituciones democráticas;» Frases como estas son repetidas una y otra vez como si pudieran, por el sólo hecho de la repetición, traducirse en la realización del bienestar social que presupone el concepto en el imaginario social de quienes lo enuncian. No obstante, pocos son los que se detienen a reflexionar críticamente sobre el concepto mismo. ¿A qué se refiere esa democracia tan ampliamente pregonada? ¿Qué hay detrás de esa idea? ¿De dónde viene la democracia? ¿Cuál es el carácter fundamental del ideal democrático en relación con las nuevas realidades políticas y sociales?
Cada vez más, las sociedades modernas están siendo testigos del surgimiento y reforzamiento de las identidades colectivas y las fragmentaciones étnicas que demandan, ya no sólo su reconocimiento dentro del marco democrático sino una nueva forma de organización autonómica de la producción y reproducción de la vida social. Estas demandas no son fortuitas, sino que presuponen una contradicción en el modelo mismo de democracia y sus principales fundamentos, los cuales no corresponden ya al carácter amplio, diverso y heterogéneo del sujeto social.
La democracia moderna -léase «democracia liberal»- no es sino un producto histórico, un producto de la sociedad burguesa, por lo que su constitución no se puede entender sin los presupuestos básicos del capitalismo, como son el individuo y la propiedad. En otras palabras, el modelo democrático moderno es un producto de y para el capitalismo, cuya forma y contenido no se explican fuera de éste. En un mundo cada vez más fragmentado, con un modelo de sociedad que atraviesa una crisis económica y política, así como de legitimidad ante los millones de desposeídos, marginados y excluidos, la democracia se debería entender más como un residuo viejo y caduco de un modelo y una concepción de sociedad exhaustos.
En el presente trabajo nos proponemos defender la tesis del agotamiento del modelo democrático liberal como paradigma político, a partir de una crítica filosófica e histórica, que parte en primera instancia de los principios fundamentales de la democracia, como son el pacto social, la voluntad general, la igualdad, y la representación, examinando algunos de los filósofos de la democracia. En segunda instancia, discutimos críticamente la formación más actual de la democracia, aquello en lo que ha devenido, es decir, un sistema político cuyos principales supuestos son el sufragio universal, las asambleas representativas, y las libertades civiles.
I. CRÍTICA FILOSÓFICA
Como primer momento, debemos examinar críticamente y por sí mismos, algunos de los fundamentos filosóficos de la democracia, a partir de cuatro de los principales proponentes del ideal democrático, Locke, Rousseau, Kant y los más influyentes «Padres de la Constitución Estadounidense,» como son los autores del Federalista, Hamilton, Madison y Jay. Si bien al momento en que escribían estos autores ilustrados, el término «democracia» no era aceptado como algo favorable al interés público ni se asociaba necesariamente con los principios mencionados, también es cierto que no era preciso nombrarlo para saber que se estaba formando ahí lo que hoy conocemos como el ideal democrático. De cualquier modo, podemos observar ya desde su origen, una serie de contradicciones internas, que se fueron manifestando en los modelos democráticos «reales».
Es cierto que las democracias modernas son en extremo diferentes de muchos de los planteamientos de estos filósofos ilustrados; sin embargo, éstas no podrían entenderse si no es con relación a sus raíces filosóficas. En este sentido la crítica a los fundamentos de la democracia es esencial para entender los orígenes de las contradicciones de las democracias existentes.
El pacto social
El ideal democrático, tal como fue concebido por los grandes autores de la ilustración parte de una primera idea, la del contrato original, o pacto social, con la cual se fundamenta la legitimidad del modelo. Este supuesto acuerdo originario de constitución de la sociedad política presupone el consentimiento de todos los individuos, quienes al verse rebasados por su condición natural, deciden asociarse, y sacrificar su libertad natural a cambio de una libertad política.
Desde este punto de vista, el ser humano existía en un estado de naturaleza antes de conformarse en una comunidad política. Nos dice Locke que el estado natural es un estado de igualdad en el que «todo el poder y la jurisdicción son recíprocas y nadie tiene más que los demás» (Locke 1952: 4). Todos los seres humanos habrían vivido en un «estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y sus personas como lo crean conveniente, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso o depender de la voluntad de cualquier otro hombre» (Locke 1952: 4). Rousseau, por su parte, agrega que el contrato social comienza con «los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el Estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él» (Rousseau 1993: 21).
Si bien tanto Locke como Rousseau tenían concepciones diferentes del papel del pacto social en la constitución de las sociedades políticas -pues para Locke, el momento del contrato social fue un hecho histórico, y para Rousseau era algo más como un objetivo a lograr en la futura constitución de una sociedad política- el factor común en la idea del pacto social era que éste tenía que ser o haber sido un acto de voluntad, es decir, que tendría que constituirse con el consentimiento de todos los individuos. Nos dice Locke que nadie puede ser sacado del estado natural «y sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento. La única forma en la que uno se separa de su libertad natural y se somete a la sociedad civil es por medio de un acuerdo con otros hombres para juntarse y unirse en una comunidad, en la que puedan vivir cómodos, seguros y en paz con los demás, disfrutando sus propiedades y una mayor seguridad en contra de cualquiera que no sea parte del acuerdo» (Locke 1952: 55). En este mismo sentido, dice Rousseau que «sólo hay una ley que, por su naturaleza, exige el consentimiento unánime: la ley del pacto social, pues la asociación civil es el acto más voluntario de todos. Nacido todo hombre libre y dueño de sí mismo, nadie puede bajo ningún pretexto, sojuzgarlo, sin su consentimiento» (Rousseau 1993: 137). En ambos casos, el pacto social es concebido como un acto de voluntad individual y como la premisa de toda comunidad política. Si no hubiera esta convención anterior, en la que todos y cada uno de los individuos hubieran consentido someterse a la voluntad general, entonces no se podría presuponer la necesidad de obedecer y someterse a la comunidad política. Si no existiera un acuerdo voluntario, se pregunta Rousseau, «¿en dónde estaría la obligación, a menos que la elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más? Y ¿con qué derecho, cien que quieren un amo, votan por diez que no lo desean? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto de una convención que supone, por lo menos una vez, la unanimidad» (Rousseau 1993: 20 y 21).
Ya en este punto podemos ver inmediatamente el primer problema. La idea del contrato social en Locke es formulada no como un momento del ser humano histórico (a pesar de la afirmación en este sentido de Locke), sino como una hipótesis abstracta que por lo mismo se cree universal. Esto quiere decir que el individuo en estado natural que se presenta como premisa nunca existió. Por el contrario, ese individuo libre y con posesiones, en estado natural no es más que el prototipo fundamental del sujeto capitalista, aislado, en libertad y propietario (aquí nos referimos a la propiedad privada burguesa). En otras palabras, ese supuesto hombre naturalmente independiente es precisamente el individuo producto de la sociedad capitalista, puesto en un estado de naturaleza por la magia de la pluma de Locke, pero que lleva dentro de sí las fuerzas de la sociedad burguesa.
En el caso de Rousseau, es cierto que él no pretende otorgarle una inexistente historicidad al hecho del contrato social, y no lo presupone como algo ocurrido en algún momento anterior, sino como una necesidad para toda comunidad política, pero también es cierto que ese contrato social no podría ser simplemente la premisa de toda sociedad, pues la naturaleza del contrato implica individuos históricos. En Rousseau se encuentra muy clara esta contradicción pues no existe tal «estado natural» del que nos habla, habitado por el hombre «libre y dueño de sí mismo» (Rousseau 1993: 137), es decir, no existe ese hombre independiente en estado natural. Esto sería tanto como negar la esencia social de la especie humana y la historia que se desprende de ésta.
Ahora bien, debemos reconocer que Rousseau era más crítico de la propiedad, y estaba dispuesto a ceder en cierta medida la posesión individual a la voluntad general, pues el papel del soberano, según él, tendría que ser precisamente el de evitar las desigualdades, limitando el control total del individuo hacia su propiedad. Sin embargo, esto no cambia el hecho de que el individuo del que habla Rousseau, que necesita limitar su propiedad, es ya antes del pacto social un individuo con propiedad, y el «individuo con propiedad» no es más que el producto de una larga historia de lucha de clases.
Era en este sentido que Marx formulaba su crítica a los economistas burgueses, cuando decía que «el cazador o el pescador solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas del Siglo XVIII, las cuales no expresan en modo alguno, como creen los historiadores de la civilización, una simple reacción contra un exceso de refinamiento y un retorno a una malentendida vida natural. El contrato social de Rousseau, que pone en relación y conexión a través del contrato a sujetos por naturaleza independientes tampoco reposa sobre semejante naturalismo. Este es sólo la apariencia, apariencia puramente estética, de las grandes y pequeñas robinsonadas» (Marx 1982). Marx se daba cuenta de que no podía postularse el individuo liberal, burgués, (es decir indivisible, libre, propietario y con «derechos naturales») como un punto de partida de la historia, pues este mismo no era sino un producto de ella. «A los profetas del Siglo XVIII, sobre cuyos hombros aún se apoyan totalmente Smith y Ricardo, este individuo del Siglo XVIII -que es producto, por un lado de la disolución de las formas de sociedad feudales, y por el otro, de las nuevas fuerzas productivas desarrolladas a partir del Siglo XVI- se les aparece como un ideal cuya existencia habría pertenecido al pasado. No como un resultado histórico, sino como punto de partida de la historia. Según la concepción que tenían de la naturaleza humana, el individuo aparecía como conforme a la naturaleza en tanto que puesto por la naturaleza y no en tanto que producto de a historia» (Marx 1982).
Habrá quien diga que no era necesario que Rousseau o Locke tomaran en cuenta al individuo histórico, pues lo que pretendían era formular un ideal que sirviera para luego evaluar lo existente históricamente. Sin embargo, el problema es precisamente eso, que el «modelo ideal» que usan tanto Rousseau como Locke no es un «modelo ideal» sino que es un individuo histórico. No lo reconocen así, y por lo mismo pretenden hacerlo pasar como «ideal». Se trata de un «individuo histórico» disfrazado de «ideal». En otras palabras, pretenden evaluar lo que existe en un momento particular de la historia, ignorando su devenir histórico.
Es evidente que si el presupuesto primero de la democracia, es decir el pacto social, no se basa en el ser humano como especie (pues no podría ser así), sino en el individuo libre y con propiedades, producto de un punto en la historia, es decir, el individuo burgués, la democracia que se presupone producto de este pacto social no puede más que corresponder a ese modelo burgués de sociedad. En otras palabras, aun desde antes de su constitución, ya estaba determinado que el ideal democrático [1] sería parido desde el vientre del capitalismo, para el capitalismo y por el capitalismo.
Otro problema inmediato es que si este pacto social nunca sucedió, puesto que no es más que una hipótesis formulada a partir del individuo burgués construido como ideal, entonces nunca pudo haber existido ese supuesto consentimiento por el cual se hayan constituido las sociedades. Aquí sí apelamos a la historia. Si es cierto que aun en las sociedades europeas este pacto social no fue sino una hipótesis surgida en el marco de una ecuación burguesa, por medio de la cual se pretendía dar sentido a las sociedades políticas y sus gobiernos liberales (es decir no hubo tal consentimiento en las sociedades europeas), cuánto más no será una falacia la idea del pacto social en aquellas sociedades cuya génesis deriva de un pasado colonial (esas sociedades no pueden explicarse a partir del consentimiento voluntario de la formación de sus Estados).
En América Latina, por ejemplo, el sujeto social no puede entenderse históricamente con el esquema del individuo libre y poseedor, pues su historia es precisamente la del sujeto desindividulizado, despojado y sometido. Quien se atreviera a negar esto es porque desconoce la historia del sometimiento colonial de la región, los millones de masacrados, esclavizados, sometidos, despojados y excluidos, que presupone nuestra historia. Tampoco podríamos entender las sociedades latinoamericanas con el esquema del pacto social pues el sujeto colonial americano ha sido fundamentalmente un sujeto colectivo, es decir, la historia americana no es la del ciudadano, como se quiere presentar en la Europa liberal, sino la de los indios, los negros, los mestizos, los campesinos, los pobres, etc. Si en Europa el sujeto del siglo XVIII era el ciudadano, en América Latina, este sólo era el «pueblo» o la «indiada».
Se pudiera intentar refutar esta idea con el argumento de que las guerras de independencia y sus constituciones posteriores representaron este primer punto de conformación de la comunidad política en América, siendo concebidas éstas como los momentos históricos del pacto social americano. No obstante, este argumento presupondría un desconocimiento de la historia, puesto que lejos de haber sido un acto general de unanimidad, las guerras de independencia fueron precisamente expresiones de ese sujeto colectivo diverso, fragmentado y antagónico que encarnaba la América colonial. Se trató precisamente de la imposición de un grupo hegemónico que buscaba la ruptura con el imperio para poder ejercer su propia dominación frente a las colectividades subalternas otrora coloniales. La resolución de esta ruptura en una serie de repúblicas criollas no borró las contradicciones. Por el contrario, toda la historia independiente de América ha estado caracterizada por estos conflictos, los cuales se pueden identificar hoy en la ininterrumpida continuidad de los conflictos étnicos y armados en la historia contemporánea de América Latina.
La Voluntad General
Esta fragmentación del sujeto en intereses diversos, conflictivos e incluso antagónicos, sin la cual no se podría entender la historia de América, y por supuesto del mundo, nos da pie a la discusión sobre el segundo presupuesto democrático, es decir, la Voluntad General.
Desde su origen, la idea de la democracia presupone que existe un interés común a toda la sociedad, es decir, un interés que está más allá de los intereses particulares o de grupo. Los individuos, nos diría Locke, entran en la sociedad como un cuerpo político bajo un gobierno supremo al que autorizan «a hacer leyes para ellos según como el bien público y de la sociedad lo requiera» (Locke 1952: 50). Locke presuponía el «bien público» como algo común a todos los individuos, como ese bienestar que es generalizable a lo público, a lo común a todos los individuos, y por el cual se justifica la actividad legislativa.
Rousseau no presuponía el bien público, pues sabía que los intereses de grupo estaban demasiado presentes como para hablar de tal «bien público». Sin embargo, él sí presuponía la existencia del «interés común,» y a partir de este, la «voluntad general», es decir, la voluntad de la comunidad política, aquella que es más que el agregado de las voluntades particulares. Para diferenciar la voluntad general de la voluntad particular, nos dice Rousseau que «ésta sólo atiende al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una suma de las voluntades particulares; pero suprimid de estas mismas voluntades las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general» (Rousseau 1993: 37). En este sentido, para Rousseau la voluntad general no es necesariamente la que responde al interés de todos los individuos sino aquella cuyo interés es la permanencia y el bienestar de la comunidad política, en tanto entidad colectiva.
La voluntad general pues, presupone más que lo común entre los individuos, se trata del marco común que hace posible un bienestar general, sin el cual no podría haber convivencia. Ahora bien, esta voluntad general no puede coincidir con ninguna voluntad particular, pues ésta emana del agregado, en tanto cuerpo soberano. Aquí tenemos que recordar que el «soberano», en la concepción de Rousseau está compuesto por todos los individuos en la comunidad política, en tanto hacedores de leyes, mientras que el «Estado» serían todos los individuos en la comunidad política, en tanto sujetos de derecho. La asociación en una comunidad política «implica un compromiso recíproco del público con los particulares y […] cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se halla obligado bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como miembro del Estado para con el soberano» (Rousseau 1993: 24).
Esta doble relación, en la que se enmarca la voluntad general, es el fundamento de la «libertad» que subyace a la democracia. Todo individuo es libre en tanto sujeto de derecho, pues de esta forma no puede ser sometido a ninguna voluntad particular. El individuo sólo está sometido a la voluntad general. Hay que destacar que este sometimiento no puede ser un obstáculo para la libertad, sino la condición misma de ésta, pues la voluntad general no es más que el bien común, y el individuo, como ciudadano soberano forma parte del sujeto que formula la voluntad general. Nos dice Rousseau que «cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues tal es la condición que, otorgando cada ciudadano a la patria, le garantiza de toda dependencia personal, condición que constituye el artificio y el juego del mecanismo político y que es la única que legitima las obligaciones civiles, las cuales, sin ella, serían absurdas, tiránicas y quedarían expuestas a los mayores abusos» (Rousseau 1993: 26).
Tal es la noción de voluntad general que se presupone en el ideal democrático. Debe existir una voluntad general al colectivo por la cual se pueda justificar el sometimiento de los individuos. Pues bien, si reflexionamos un poco más sobre esta noción, nos daremos cuenta de que esa «voluntad general» está en abierta contradicción con el carácter diverso, conflictivo y antagónico de todas las sociedades humanas. Si el sujeto social no es un individuo abstracto, universal, ahistórico y homogéneo, entonces debemos cuestionar la existencia misma de una voluntad que se pretende general al conjunto de los individuos en una comunidad. Todas las comunidades humanas se caracterizan por una diversidad de intereses, formas, agrupaciones, fragmentaciones, conflictos y antagonismos. La historia de la humanidad ha sido, nos decía Marx, una historia de conflicto entre las diferentes clases (Marx 1961).
Esta fragmentación de intereses no es algo exterior al sujeto humano, es decir, no es el agregado de «individuos» el que entra en conflictos y antagonismos con otros agregados, sino que el sujeto humano en sí mismo, es un sujeto en constante conflicto. En este sentido, Foucault nos puede ayudar en el análisis. Foucault ha logrado entender este conflicto en términos de las relaciones de poder inmanentes a toda sociedad humana. Nos presenta «un sujeto que se constituyó en el interior mismo de [la historia] y que, a cada instante, es fundado y vuelto a fundar por ella» (Foucault 1983). El sujeto comienza a ser diferente en tanto que es construido históricamente. Éste se constituye dentro de una serie de relaciones de poder que están en constante tensión y conflicto. Esto quiere decir que toda sociedad humana se forma en una red de relaciones de poder, las cuales «no pueden existir más que en función de una multiplicidad de puntos de resistencia: éstos desempeñan, en las relaciones de poder, el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para una aprehensión. Los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de la red de poder» (Foucault 2006: 116). Podemos ver que toda relación de poder y resistencia es necesariamente de tensión y conflicto, y es precisamente esta tensión la que se materializa en todas las formas de relación social en una comunidad humana. Las relaciones de poder «no están en posición de exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son inmanentes: constituyen los efectos inmediatos de las particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y, recíprocamente, son las condiciones internas de tales diferenciaciones» (Foucault 2006: 114).
Pues bien, si como hemos visto, no puede existir una sociedad humana sin conflicto, sin lucha de clases, sin antagonismos e intereses diversos [2] , ¿cómo es posible pensar que puede existir una sola voluntad general? Esto se vuelve aun más claro cuando observamos cualquier ejemplo de «democracia» en la actualidad. No existe una sola democracia que integre a todos los diversos intereses en una sola voluntad general o bien común. De hecho, en el estado-nación moderno, lo que encontramos es «una yuxtaposición entre ideas de nación distintas» (López y Rivas 2005: 30). Por un lado, se encuentra la gran diversidad de «etnias históricas u originales con diversos grados de continuidad y ruptura tanto reales como míticas [y por otro] las naciones creadas o hegemónicas» (López y Rivas 2005: 30), es decir, «las que provienen de procesos de ruptura de las clases dominantes de territorios que fueron conquistados y colonizados respecto de las metrópolis» (López y Rivas 2005: 30).
Se puede comprender entonces la imposibilidad de tal «interés común» y por lo mismo, de la «voluntad general». Si las sociedades no son más que un cúmulo de diferencias, y éstas están caracterizadas por la conflictividad entre intereses contrapuestos, no será difícil deducir que aquello que los liberales han llamado el interés común, no es más que una interpretación hegemónica del «interés común» y lo que existe en realidad es una disputa por la interpretación del «interés común». En este mismo sentido, la voluntad general no puede entenderse más que como la voluntad de un grupo hegemónico que pretende universalizarse e imponerse como «voluntad general».
Un ejemplo de ello es América Latina. En este continente no se puede encontrar, ni pensar siquiera una «voluntad general» debido a la constitución histórica de nuestras sociedades. Los pueblos latinoamericanos están caracterizados por sujetos diversos, minorías étnicas y pueblos originarios, pobres y ricos, obreros y patrones, campesinos e industriales, poseedores y desposeídos, afrodescendientes y mestizos, todos inmiscuidos en una maraña de relaciones de poder, que se traduce en relaciones antagónicas de opresión y resistencia. ¿Cuál puede ser entonces la voluntad general, de un sujeto tan diverso y fragmentado? ¿Es que acaso se trata solamente del interés general que surge de compartir [3] un territorio? ¿Bajo qué lógica un tzeltal rebelde chiapaneco conforma una misma voluntad general con un hacendado de Sonora, y no con otro indígena maya de Guatemala? ¿Cuál es el elemento de bienestar común entre un obrero sindicalista electricista y un empresario como Carlos Slim? Evidentemente, la existencia misma de estos polos (no como individuos sino como sujetos colectivos) está en abierta contradicción y antagonismo, lo cual torna inmediatamente en una falacia a la idea de voluntad general, cuya única función remanente sería la de legitimar la sujeción de las diferencias bajo una sola voluntad particular (o de grupo) hegemónica.
Rousseau mismo no era tan ingenuo y se daba cuenta de este gran riesgo, por lo que advertía que cuando se forman intereses de grupo y «asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de cada una de ellas se convierte en general con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado… cuando una de estas asociaciones es tan grande que predomina sobre todas las otras, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular» (Rousseau 1993: 38). No obstante, el problema es que dicho planteamiento es más que un riesgo muy grande y como hemos visto, la voluntad general está en contradicción con el carácter fundamental de todas las sociedades humanas. Es por esto que, desde el inicio, la premisa es incorrecta y contradictoria.
La igualdad
Si la característica fundamental de las sociedades humanas es la diferencia, nos encontramos con que una vez más, el sujeto humano choca con otra de las premisas de la democracia, es decir, con la idea de la «igualdad».
Todos los hombres nacen libres e iguales. Esta idea hoy parece irrefutable. Nadie podría atreverse a negarla, a riesgo de sonar autoritario y políticamente incorrecto. No obstante, en medio del gran optimismo por la humanidad que pretendidamente se encierra en la idea, podemos hallar una vez más la contradicción entre sus fundamentos y la realidad social.
Comencemos por preguntarnos, ¿a qué se refiere esta igualdad? ¿qué quiere decir que todos los individuos sean iguales? Evidentemente, esta igualdad no se refiere a que todos los seres humanos nos parezcamos físicamente, o que todos pensemos igual o tengamos personalidades similares. Esto sería por demás ridículo. ¿Entonces? ¿Qué igualdad es esta? ¿Qué es lo que es igual en todos los seres humanos?
Pues bien, esta igualdad se refiere en primer lugar al hecho de la generalidad de la ley, es decir, al hecho de que ante las leyes, todos los individuos son «iguales». Todos están igualmente sujetos a las leyes, sin importar si se trata de un hijo de nobles o un hijo de campesinos, si se trata de alguien nacido en un palacio o en una casa de palo, si se trata de un sacerdote o de un simple obrero.
En su Tratado sobre la Paz Perpetua, Kant nos dice que toda constitución republicana tiene tres principios: «1. […] la libertad de los miembros de una sociedad (en cuanto hombres) 2. […] la dependencia de todos respecto a una única legislación común (en cuanto súbditos) y 3. [la] conformidad con la ley de igualdad de todos los súbditos (en cuanto ciudadanos)» (Kant 1985: 15). Es claro que Kant se refiere a esta igualdad ante la ley, es decir, a la existencia de una «única legislación común» que es aplicable a todos los «súbditos» sin excepción. La igualdad democrática pues, no significa en este sentido más que la no discriminación de un individuo ante la ley por razones de nacimiento.
La igualdad presupone la libertad de no ser sometidos a una voluntad ajena, es decir, la libertad que se contrapone al sometimiento personal, a las relaciones de sujeción «naturales». Esta igualdad no es más que el resultado de un proceso histórico, es decir, es la respuesta liberal al orden feudal basado en jerarquías y relaciones de servidumbre justificadas por la existencia de los supuestos privilegios naturales. La igualdad surgió como una forma de erigir el «mérito» frente al «privilegio». De esta forma, cada ser humano, independientemente de su nacimiento, sería tratado de igual manera y sin distinción ante la ley (de ahí que la representación gráfica de la justicia sea una mujer vendada de los ojos. Esta venda no es más que la incapacidad de la ley de distinguir privilegios).
Ahora bien, existe un segundo aspecto de la igualdad democrática un poco más soslayado que la igualdad que presupone la obligación de todos a ser súbditos. Se trata de la igualdad que resulta del derecho de todos los ciudadanos a ser hacedores de leyes. Esta igualdad fue defendida por Robespierre ante los girondinos, quienes buscaban excluir del proceso legislativo y electoral a aquellos «ciudadanos» que no tuvieran propiedades. Para los girondinos, el único privilegio legítimo era el de la propiedad, pues argumentaban que este privilegio era el resultado del mérito. Aquél que tuviera propiedades, razonaban, sería por sus propios esfuerzos. Desde este punto de vista, era válido tener dos tipos de ciudadanía, una en la que sus miembros tuvieran el derecho al voto, y al mismo tiempo, una segunda categoría de ciudadanos pasivos que eran igualmente sujetos a las leyes pero no tenían voz en el proceso legislativo ni derecho a voto. Robespierre y los jacobinos se opusieron a este concepto de igualdad (quizá se deba a esos primeros debates el hecho de que hoy se incluya el «sufragio universal» como uno de los principales pilares de las democracias modernas). La igualdad, decía Robespierre, se refiere al hecho de que cada individuo «tiene derecho a participar en la legislación por la cual es gobernado y en la elección de la administración que le pertenece. De otra forma, no es cierto que todos los hombres sean iguales en derechos y que todos los hombres [4] sean ciudadanos» (Robespierre en Duhn: 115).
La igualdad democrática es entonces, 1) igualdad como sujetos de la ley y 2) igualdad como soberanos. En otras palabras, se trata de una igualdad en las relaciones entre el ciudadano y el Estado, y no la igualdad de los sujetos diversos que componen la comunidad política.
Pues bien, si comenzamos a leer entre líneas y a explorar más a fondo esta «igualdad» democrática, no tardaremos mucho en darnos cuenta de que más que una idea inocente de legalidad y universalidad, la igualdad siempre fue un concepto necesario para el capitalismo. Esta igualdad es la misma a la que se refería Marx cuando en su análisis del devenir capitalista postulaba al «obrero libre» como prerequisito para la relación de trabajo asalariado, base fundamental del capitalismo. Marx se daba cuenta de que no era posible entrar en relaciones contractuales patrón-obrero si todos los hombres (obreros) no fueran libres e iguales ante la ley. No podría un obrero vender su propia fuerza de trabajo si ésta no le perteneciera legalmente a él mismo. Un plebeyo, por ejemplo, le debe obediencia a su señor feudal, y no puede por lo tanto considerarse libre, es decir, libre para vender su propia fuerza de trabajo a quien él elija. En el capitalismo, entonces, «el poseedor de dinero tiene, pues, que encontrarse en el mercado, entre las mercancías, con el obrero libre; libre en un doble sentido, pues de una parte ha de poder disponer libremente de su fuerza de trabajo como de su propia mercancía, y, de otra parte, no ha de tener otras mercancías que ofrecer en venta» (Marx 1987).
Asimismo, la igualdad democrática es igual de necesaria que la «libertad» capitalista para el florecimiento de la sociedad burguesa, es decir, el hombre (individuo) igual ante la ley, es una condición necesaria para el capitalismo. En su momento, la existencia de los privilegios feudales llegó a convertirse en obstáculo para el florecimiento del capital, pues la clase burguesa estaba sujeta a las voluntades aristocráticas que podían operar el Estado en contra de quienes comenzaban a ganar poder a partir de sus riquezas. Era necesario destruir las relaciones de sometimiento personal para que todos los burgueses tuvieran la libertad de multiplicar sus capitales sin que ninguna voluntad aristocrática lo impidiera.
Podría argumentarse que la igualdad y la libertad no son condiciones necesarias para el capitalismo porque han existido ejemplos históricos de capitalismos que han florecido en sociedades con regímenes autoritarios, como es el caso de la Alemania Nazi, o de las dictaduras militares latinoamericanas. Sin embargo, esto no es difícil de refutar en tanto que 1) esas sociedades no se han podido sostener en el marco del capitalismo global, pues han tardado más en florecer que en ser transformadas en «democracias» burguesas, y principalmente, 2) no hay que olvidar que los conceptos democráticos originales de «libertad» e «igualdad» no tienen que ver con las definiciones comunes actuales en el imaginario social, que tienen que ver con justicia social, o con sociedades horizontales, y con respeto a las garantías individuales. Recordemos que la igualdad y la libertad liberales no son más que la contraparte de los privilegios feudales, y aún en los países capitalistas autoritarios, se ha mantenido en las leyes esta igualdad burguesa, independientemente de las formas de gobierno particulares [5] .
Finalmente, aún si no hubieran existido casos de gobiernos capitalistas despóticos y autoritarios, y las sociedades burguesas fueran congruentes con su tan pregonada igualdad, seguiría existiendo una contradicción principal. No olvidemos que, como ya se ha discutido anteriormente, el sujeto humano (en su condición de sujeto histórico) no puede ser «igual» y «libre» universalmente. Por el contrario, el sujeto hemos visto que es diverso, fragmentado, y sumergido en relaciones de poder (y por ende, en relaciones de dominio y opresión).
Es por esto que una supuesta universalidad de la ley contradice de hecho la realidad del sujeto humano. ¿Cómo es posible que dos sujetos se pretendan iguales ante la ley, cuando uno, es un sujeto colonial, con derechos históricos, a la tierra, a la cultura, a sus reivindicaciones étnicas, etc., y otro, puede ser un poseedor de bienes, de derechos políticos, que puede comprar y vender su dominio? ¿Por qué tiene necesariamente que haber un a misma legislación para los sujetos diversos? ¿Cómo se justifica que las diferencias sean incorporadas a un sólo esquema homogeneizante de derecho?
Es en este sentido que la «igualdad» democrática llega a crear relaciones de opresión en tanto que niega las diferencias existentes y pretende homogeneizar la diversidad de sujetos en una comunidad política.
La Representación
Finalmente, nos encontramos con otro de los elementos básicos de la democracia moderna, la representación. La idea de la representación surge a partir de la necesidad de incorporar un modelo democrático a una sociedad política de grandes dimensiones que van más allá de la posibilidad de asambleas en donde los ciudadanos podrían deliberar personal y directamente.
Esta idea fue mejor acabada por Hamilton, Madison y Jay, quienes pensaban que en una comunidad política amplia, y dividida por las desigualdades en la posesión de la propiedad, era inevitable que se formaran facciones, lo cual impediría el ejercicio democrático. Las facciones, decían los autores del Federalista, han sido la causa del fracaso de los gobiernos populares, y lo eran de las inestabilidades y «calamidades» de la Unión Americana en el siglo XVIII. Según ellos, las facciones se forman cuando un «cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría (…) actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto» (Hamilton et al 2001: 36).
Según estos autores, sólo podían existir dos formas de evitar los males del espíritu de partido: 1) suprimir las causas, y 2) reprimir los efectos. Sin embargo, la primera solución resultaba peor que el mal mismo, pues sólo se podían suprimir las causas de la formación de facciones, destruyendo la libertad y asumiendo la homogeneidad de opinión en todo el agregado de ciudadanos. Esto sería prácticamente irrealizable, pues en una sociedad capitalista, «la fuente de discordia más común y persistente es la desigualdad en la distribución de las propiedades» (Hamilton et al 2001: 37). Hamilton y cia. se daban cuenta de que no se podían reconciliar los intereses antagónicos en una sociedad de clases. Admitían que «los propietarios y los que carecen de bienes han formado siempre distintos bandos sociales» (Ibidem). Era evidente que no se podía evitar que, por ejemplo, una facción obrera decidiera de modo diferente respecto a los impuestos o las restricciones a las manufacturas extranjeras, que una facción de propietarios.
La solución, entonces, no consistía en suprimir las causas de las facciones, sino en suprimir sus efectos. Estos autores argumentaban que la manera de hacer esto era lograr que ningún bando tuviera la mayoría, y si así ocurriera, entonces debería imposibilitarse a esa mayoría para imponer su voluntad. Esto se podría llevar a cabo por medio de la representación. Decían nuestros autores que «una república, o sea, un gobierno en que tiene efecto el sistema de la representación, ofrece distintas perspectivas y promete el remedio que buscamos» (Hamilton et al 2001: 38).
Así, en una república, se podía comprender un número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio, en tanto que la facultad de gobierno no era ejercida directamente por los ciudadanos sino que recaía en un número pequeño de ciudadanos electos, que serían personas con mayor habilidad para la política y aptos para representar los intereses del pueblo. Decían los federalistas que así sería «más posible que la voz pública, expresada por los representantes del pueblo, esté más en consonancia con el bien público que si la expresara el pueblo mismo» (Hamilton et al 2001: 38).
Hamilton y cia. también preveían que en este grupo reducido de políticos profesionales pudieran colarse hombres «de natural revoltoso, con prejuicios locales o designios siniestros» (Hamilton et al 2001: 39), que buscarían ser elegidos por medios corruptos y a través de intrigas. Esto se convertiría en un verdadero problema, pues estas personas no buscarían el bien común sino defender sus intereses particulares. La solución que preveían era ampliar el esquema de representación a números mayores de electores. Según ellos, sería más difícil para un representante convencer de forma corrupta a un número amplio de electores que a uno pequeño: «Si la proporción de personas idóneas no es menor en la república grande que en la pequeña, la primera tendrá mayor campo en que escoger y consiguientemente más probabilidad de hacer una selección adecuada. En segundo lugar, como cada representante será elegido por un número mayor de electores en la república grande que en la pequeña, les será más difícil a los malos candidatos poner en juego con éxito los trucos mediante los cuales se ganan con frecuencia las elecciones» [6] (Hamilton et al 2001: 40).
He ahí la solución de los federalistas al problema de las facciones, una representación a escalas amplias de ciudadanos. Pues bien, cabría aquí recordar al renegado Rousseau, quien advertía desde Francia que la democracia no podía ser compatible con el esquema de la representación. Ya desde el Contrato Social, Rousseau señalaba que «no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, jamás deberá enajenarse, y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado sino por él mismo: el poder se transmite, pero no la voluntad» (Rousseau 1993: 33). Esto quería decir claramente que no se podía depositar la decisión soberana del pueblo en la voluntad particular de un individuo, o de un grupo reducido de representantes, pues estas voluntades particulares entrarían directamente en conflicto con la voluntad general.
Aun si obviamos la discusión sobre la inexistencia de la voluntad general, podemos fácilmente darnos cuenta de que esta contradicción entre la representación y la democracia, como la entendía Rousseau, subsistió hasta las democracias modernas. Baste ver la manera en que hoy se entiende una elección de representantes, no como aquellos mensajeros de la soberanía popular, sino como aquellos que una vez elegidos pueden hacer prácticamente lo que su voluntad particular (o de partido) les dicte, aun a despecho de los intereses de aquellos sujetos colectivos que los eligieron.
II. CRÍTICA PRÁCTICA
Como hemos visto, los fundamentos más básicos de la democracia, como son el contrato social, la voluntad general, la igualdad y la representación, son contradictorios en sí mismos, en tanto que surgen como representaciones de la visión burguesa que pretende naturalizarse y universalizarse, buscando así despojarse de su historicidad. A más de dos siglos de distancia, hoy podemos observar claramente cómo se han desarrollado esas contradicciones primeras, y cómo se han materializado en modelos opuestos a los intereses del pueblo, modelos cuyos efectos son mantener la continuidad del sistema capitalista a través de la imposición de la dominación política a través del consenso democrático.
La democracia se ha desarrollado como una forma de enajenación política que crea la ilusión de universalidad y ahistoricidad en el imaginario colectivo. Mientras se esconden las desigualdades estructurales de la sociedad burguesa, la democracia no se cuestiona y se mantiene como el fin único y el marco absoluto dentro del cual se debe ejercer la política; todos buscan ser democráticos; se llevan a cabo guerras en contra de países que no son democráticos; como el cristianismo en su tiempo, hoy la democracia se exporta a los lugares más bárbaros y salvajes que se rehúsan a ser democráticos. La igualdad y la libertad han sustituido a la cruz, la virgen y los santos.
Pero… ¿cómo funcionan realmente estas democracias? ¿Qué forma tienen realmente? ¿En qué se han convertido las ideas originales de la democracia?
Hoy la democracia moderna se puede reducir a tres elementos necesarios. Cuando se habla de los países democráticos no se alude más que a la existencia de 1) sufragio universal, 2) asambleas representativas, y 3) libertades civiles. Como por arte de magia, todas las bondades de la democracia se reducen a estos tres elementos incuestionables. Sin embargo… ¿qué pasa cuando nos detenemos más a fondo en cada uno de ellos?
Sufragio Univeral
El derecho al voto universal es la característica de la democracia por excelencia. Todos tienen el derecho de elegir a sus representantes. He ahí el carácter «popular» de la democracia. ¡Todos eligen!
Efectivamente, hoy está reconocido legalmente en los países democráticos el derecho a «votar» para grandes sectores de la población. Después de muchos años de luchas históricas, hoy votan no sólo los propietarios, sino también los obreros, los campesinos, algunos indígenas, las mujeres, e incluso en algunos países, los ciudadanos que residen fuera del territorio nacional.
Sin embargo, una mirada un poco más atenta nos quitará enseguida el optimismo. Aun si excluimos del análisis a los migrantes, a los niños, a los no empadronados, a los desencantados, y a los sectores en pobreza extrema y en condiciones de indigencia que son normalmente excluidos del sufragio, enseguida nos daremos cuenta de que el hecho del sufragio universal no ha logrado representar en lo absoluto las aspiraciones del pueblo, y que de hecho, se ha convertido en una forma de enajenación política, que logra neutralizar el descontento social creando la ilusión de empoderamiento, y al mismo tiempo construyendo un aura de legitimidad al rededor del grupo en el poder.
El voto en las democracias contemporáneas se ha convertido en una forma de enajenación política en tanto que separa a los sujetos de su capacidad de decidir verdaderamente sobre el destino de su vida. Hoy los ciudadanos no tienen el poder de tomar las decisiones que repercuten directamente sobre las condiciones de su vida, como la economía, la salud, la educación, etc. Sin embargo, cada cuatro o seis años se le entrega un cheque en blanco a un representante (normalmente un político de profesión) para que sea él quien decida «legítimamente» sobre los impuestos, el presupuesto, las leyes, la producción, la educación, la salud, la cultura, etc.
La participación política en la democracia, entonces, no incluye la construcción cotidiana de los espacios de producción y reproducción de la vida, sino que se reduce al proceso de facultar a un representante cada determinado tiempo para que sea esta persona quien tenga el control sobre la vida de un amplio sector de individuos y grupos sociales.
A esto se redujo la soberanía de Rousseau y la igualdad de Robespierre. Sin importar las formas particulares de los sistemas electorales, la característica principal de éstos es que cada determinado número de años, los electores votan entre dos o tres posibles candidatos de profesión diferentes, que gastarán grandes porciones del tesoro público en promover sus imágenes en pomposas campañas políticas. Por supuesto, todos estos candidatos son parte de la clase política, y saben el arte de la demagogia por profesión, lo que será determinante en el resultado electoral. Los votantes probablemente ni siquiera conocían al candidato hasta unos meses antes de las elecciones, es decir, desde el tiempo de las campañas. En ocasiones los votantes llegan a conocer los planteamientos del candidato, aunque lo más normal es que el pueblo desconozca realmente estos planteamientos, porque en realidad, cada vez más, esos planteamientos se reducen al interés del partido y no a verdaderas propuestas políticas.
Finalmente, llega el día de la votación en el que se ratifica la decisión tomada por los medios de comunicación y los círculos de poder. Quien haya tenido el favor del capital y de los grandes aparatos de dominación ideológica será quien sea ratificado en las urnas. A partir de ese momento, el candidato electo cobrará su cheque en blanco y podrá imponer su voluntad particular legítimamente a todo el cuerpo de sus representados. ¡Esta es la cotidianidad del sufragio universal!
Pero… aun si nada de esto sucediera. Si el proceso electoral no fuera decidido en los medios de comunicación, si cada votante tuviera un conocimiento profundo de las propuestas políticas de sus candidatos, si cada candidato representara intereses diferentes, si no existiera la clase política como tal, aun así, el hecho del sufragio seguiría siendo la enajenación del poder político. Aun así, el resultado sería que una voluntad particular terminaría imponiéndose al cuerpo social, y recaerían en esta voluntad particular el cúmulo de intereses diversos y contrapuestos de los representados.
En este sentido, no sólo se seguiría enajenando el poder de decisión directa, sino que al imponerse un representante se negaría automáticamente la diversidad de intereses subsumidos a una voluntad particular.
Asambleas Representativas
La segunda característica práctica de las democracias modernas, que deriva de la discutida en el apartado anterior, tiene que ver con el hecho de la existencia de asambleas representativas. Esto quiere decir que en las repúblicas democráticas todo el poder no se ejerce únicamente desde el nivel ejecutivo, sino que existe una separación de poderes gubernamentales, dejando fundamentalmente el poder soberano de legislar en manos de los «representantes» electos del pueblo. Estos poderes se presuponen independientes y autónomos, de forma tal que pueda manifestarse la competencia de intereses en la diversidad de representantes. En el Federalista 51, los constitucionalistas argumentaban que «con el fin de fundar sobre una base apropiada el ejercicio separado y distinto de los diferentes poderes gubernamentales, que hasta cierto punto se reconoce por todos los sectores como esencial para la conservación de la libertad, es evidente que cada departamento debe tener voluntad propia y, consiguientemente, estar constituido en forma tal que los miembros de cada uno tengan la menor participación posible en el nombramiento de los miembros de los demás» (Hamilton et al 2001). De esta forma se aseguraba que cada poder sería independiente de la influencia de los demás, y así podría ejercerse libremente la voluntad de los representados.
No obstante, este principio, como ya hemos analizado anteriormente, lejos de funcionar como garantía de libertad, es en principio y en hechos una forma de legitimar el dominio político del Estado. Si el sistema de representación no es más que la forma de enajenación de las voluntades particulares, las cámaras de representantes no serán más que la materialización del proceso de enajenación. Hamilton y Madison no pudieron prever cómo evolucionaría el sistema de representación. Hoy los congresos y cámaras de representantes están conformadas y controladas por el sistema de partidos, que lejos de ser un instrumento que pudiera estructurar los intereses variados que componen a la sociedad, se convirtieron en verdaderas fuentes de poder.
Hoy únicamente se puede acceder a los puestos de representación a través de los partidos políticos. Ya sea que esté sancionado o no por la normatividad vigente de un país en particular, los partidos políticos cuentan con el poder y los recursos necesarios para monopolizar el proceso de representación, de forma tal que todo individuo o colectivo, toda subjetividad o voluntad particular que no se supedite a la hegemonía partidista queda fuera de toda posibilidad de acceso a la cámara de representantes.
Ahora bien, este sistema de partidos no sólo se ha convertido en la única forma de acceder al control del aparato de gobierno, sino que ha dejado de ser una manifestación de las facciones como las entendían Hamilton y Madison. Por el contrario, hoy casi la totalidad de los candidatos de los partidos políticos representan a las clases propietarias y dominantes, como es el caso de México o Estados Unidos. Cada vez más, las diferencias políticas dejan de ser de fondo y se reducen a la disputa por el control del presupuesto y los privilegios que supone el acceso al poder. Lejos de ser ideológicas, las diferencias sólo existen en forma, permitiendo a los candidatos saltar de partido en partido, de color en color, y de puesto en puesto. La representación dejó de ser siquiera una enajenación velada de la soberanía popular, para dar paso a la disputa cínica por el poder entre los partidos políticos, cuyos intereses son tan particulares y mundanos como lo serían los intereses de un grupo de delincuentes.
Pero no perdamos de vista el problema, aun si existieran verdaderos partidos políticos que pudieran materializar las aspiraciones de las clases populares, o que al menos no emanaran de las clases pudientes, como en el caso de Bolivia o Venezuela. El hecho mismo de las asambleas representativas presupone la concentración de los poderes enajenados del pueblo en un congreso, con voluntades particulares e intereses corporativos, que se viste de una legitimidad democrática, y cobra el poder de imponer su voluntad a todo el cuerpo de la comunidad política. Los representantes se vuelven en realidad los únicos soberanos. Recordemos que Rousseau advertía que la soberanía residía en el hecho de poder hacer las leyes a las que uno está sometido. En el esquema actual, los ciudadanos sólo tienen el derecho de obedecer las leyes que son impuestas por las asambleas de representantes que imponen su voluntad, y la de su grupo (partido político, clase, etc.) haciéndola pasar mágicamente, gracias al hecho de las elecciones, por la voluntad del pueblo.
Libertades civiles
Finalmente, ya que hemos mencionado la idea del «derecho», veamos la tercera característica de los gobiernos democráticos. Hoy se pregona ampliamente la superioridad de la democracia porque ésta contempla la existencia y el respeto de las garantías individuales y los derechos humanos. Se ataca a un gobierno tildándolo de antidemocrático cuando éste no respeta los derechos humanos y suprime las garantías individuales. Sin embargo, si examinamos esta idea y práctica de las libertades civiles, nos daremos cuenta de que en realidad, éstas no son más que otra magnifica ilusión enajenante del discurso democrático.
Aun si dejamos de lado la evidencia empírica de las violaciones a los derechos humanos que son hoy por hoy la norma y no la excepción [7] , no es muy difícil descubrir el carácter histórico y burgués de los derechos humanos como existen en la actualidad. La idea misma de «derechos universales» o «derechos del hombre» surge en el momento histórico de ruptura con el sistema feudal y del sistema de relaciones de sujeción personal, y por lo mismo, aparecen como declaraciones del individuo, libre e igual, como lo hemos definido anteriormente. En este sentido, los derechos del hombre surgen como derechos de la clase burguesa, instrumentados a manera de contraposición al poder feudal. Como argumentaba Marx, «ninguno de los llamados derechos humanos va (…) más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta» (Marx 2004). El «humano» de los derechos humanos no es más que el individuo que encarna las fuerzas de la sociedad capitalista. «Los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad»
(Marx 2004). No es coincidencia que los primeros derechos del hombre reconocidos se referían a la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad, principios básicos del capitalismo.
Ahora bien, es cierto que las garantías individuales han ido evolucionando y se han extendido con base a las demandas que han surgido de sectores populares. Esto ha resultado en el reconocimiento de los derechos civiles y políticos, así como de los derechos económicos, sociales y culturales, el derecho de los pueblos, etc. Sin embargo, (y obviando el hecho de que estos últimos no se cumplen) en su conjunto, todo el marco y contenido de los derechos humanos han sido desde sus principios contradictorios, pues no son más que el reflejo de la contradicción inherente al capitalismo mismo. Mientras que los derechos humanos, por ser parte de la superestructura burguesa son funcionales al sistema capitalista, al mismo tiempo nacen como derechos irrealizables dentro del capitalismo.
En el modelo de sociedad actual, no se pueden cumplir estas garantías porque el modo de producción necesita concebir a los individuos, no como sujetos, sino como depósitos potenciales de mano de obra, es decir, como maquinas productoras de valor. El capitalismo despoja a los hombres y mujeres de su humanidad convirtiéndolos en obstáculos o apéndices de la producción. En el campo, los grupos indígenas son vistos como obstáculos para el desarrollo de la producción, de la extracción de recursos, de la explotación de los subsuelos, los ríos, etc. El sistema capitalista necesita eliminar a las comunidades indígenas que reclaman su derecho a la tierra, pues requiere para su sobrevivencia la explotación masiva y desenfrenada de los recursos naturales, de las aguas y ríos, de los subsuelos ricos en oro, plata, cobre, hierro, uranio, etc. La producción campesina se vuelve un obstáculo para el desarrollo de la producción agrícola capitalista, la cual se la come junto con la vida y la existencia misma de los campesinos. Los jornaleros agrícolas a su vez pasan de ser personas fuertemente arraigadas a su tierra con fuertes vínculos culturales y sociales, a ser simples elementos movibles de producción. Estos son desplazados y forzados a migrar en condiciones denigrantes de acuerdo a las exigencias y necesidades de la producción agrícola capitalista, que los deshecha en cuanto ve satisfecha su necesidad de producción y los vuelve a desplazar cuando vuelve a precisar de su mano de obra. En la ciudad, hombres, mujeres y niños se convierten en simples objetos de producción, en fríos números, en estadísticas, en las manos que producen la riqueza mientras que se desangran y son sacrificadas en nombre del desarrollo económico. Al mismo tiempo, con la capitalización de la producción aparecen en las ciudades masas cada vez más grandes de desposeídos, verdaderos ejércitos de desempleados diría Marx.
El desarrollo del capitalismo necesita de la acumulación acelerada de capital, la cual sólo se puede conseguir con la explotación constante y desenfrenada de los recursos naturales y la mano de obra. Esto deriva en un aumento de la desigualdad económica, de la pobreza y del hambre. Vemos pues que la violación sistemática a los derechos humanos no es simplemente una política del capitalismo sino que es una necesidad estructural del capitalismo, pues este se caería si verdaderamente se respetaran los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales, ambientales, etc., de los pueblos.
He ahí la contradicción, la democracia es el producto del capitalismo, y existe desde y para el capitalismo; los derechos humanos, uno de los fundamentos del modelo democrático, también son producto del capitalismo; pero el capitalismo, como hemos visto, necesita de la violación sistemática de los derechos humanos.
III. CONCLUSIÓN Y NUEVAS REALIDADES
Pues bien, hemos visto claramente cómo los fundamentos de la democracia están en abierta contradicción con el carácter diverso, fragmentado y conflictual del Sujeto humano, que es un sujeto colectivo, social e histórico. Hemos visto que la democracia por sí misma no puede corresponder sino a un ideal, es decir, a la premisa del capitalismo, que es el individuo como átomo indivisible, desvinculado y poseedor de mercancías.
Esta perspectiva sería suficiente para sostener una fuerte crítica al modelo democrático, sin embargo, en los últimos años hemos visto que la tendencia ha sido hacia la deificación de la democracia como panacea política. La democracia totalizante y homogeneizante se ha convertido en la ilusión de bienestar compartida por todos los contendientes políticos. Irónicamente, al mismo tiempo, la realidad ha visto surgir una mayor fragmentación de los sujetos, y lejos de consolidarse una sola ciudadanía, lo que hemos visto en las últimas décadas, es la aparición de nuevas identidades colectivas que entran en conflicto con el estado-nación y su tendencia democrática-liberal homogeneizante.
A partir de los años 60, las minorías étnicas comenzaron a tomar conciencia de sí mismas como identidades colectivas en resistencia. Según Natividad Gutiérrez, es entonces cuando la etnicidad se construyó como categoría [8] , es decir, surgieron las identidades colectivas como sujetos políticos (Gutiérrez Chong 2001). Héctor Díaz Polanco argumenta que a partir de los años 80, se multiplicaron las luchas étnicas, mientras que sus reivindicaciones comenzaron a tomar un carácter diferente. «No se trata de que las luchas indígenas hayan hecho acto de presencia durante esta década o de que su número haya aumentado sensiblemente. No puede ignorarse que el movimiento indígena tiene en América Latina un largo trayecto (que se inicia prácticamente con la instauración del régimen colonial) y que en las recientes décadas pasadas se advierte un enorme caudal de luchas y un gran número de movilizaciones de los grupos étnicos. Lo novedoso no es, pues la presencia misma o el número de los movimientos indígenas, sino el cambio que comienza a manifestarse en la calidad o la naturaleza de los mismos en algunos países, con las consecuentes repercusiones en otros» (Díaz Polanco 1996: 111).
Ese cambio es, precisamente, la sintonización de las reivindicaciones de las luchas étnicas, con el carácter heterogéneo del Sujeto. En otras palabras, es a partir del surgimiento de las identidades colectivas como conciencia política, que comienzan a demandar ya no una integración en el Estado democrático-liberal, sino la construcción de espacios autonómicos. El ejemplo zapatista es uno de los más cercanos y conocidos. La máxima zapatista del «mundo en donde quepan muchos mundos» es muestra de esta visión que busca trascender la democracia totalizante.
En los Acuerdos de San Andrés, firmados por la comandancia zapatista y el gobierno federal en 1995, se puede ver claramente que lo que demandan los zapatistas es «el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas.» En seguida señalan que «[…] podrán en consecuencia, decidir su forma de gobierno interna y sus maneras de organizarse política, social, económica y culturalmente. El marco constitucional de autonomía permitirá alcanzar la efectividad de los derechos sociales, económicos, culturales y políticos con respeto a su identidad.» Habiendo tomado conciencia de su identidad colectiva e histórica, los zapatistas no buscan ya una entrada a la vida democrática-liberal, sino el reconocimiento de su derecho a ser diferentes, su derecho a no ser «individuos» sino «pueblos», su derecho a no compartir la voluntad general del Estado totalizante, su derecho a no ser «representados» sino a autogobernarse.
Otro ejemplo más reciente lo podemos encontrar en el histórico, aunque poco conocido por la mirada dominante de la academia y la oficialidad, Manifiesto de Ostula. El 14 de julio del 2009, pueblos y comunidades indígenas de nueve estados de la república se reunieron en Santa María Ostula, Michoacán, para participar en lo que fue la 25 Asamblea del Congreso Nacional Indígena. En el manifiesto final, declararon que: «hemos agotado todas las vías legales y jurídicas para la defensa y reconocimiento de nuestras tierras y territorios y sólo hemos recibido negativas, moratorias, amenazas y represión por parte del Estado, como es el caso de esta comunidad de Santa María Ostula. El camino que sigue es continuar ejerciendo nuestro derecho histórico a la Autonomía y libre determinación.»
La autonomía demandada en ambos casos se refiere, como dice Héctor Díaz Polanco, a algo más que un «dejar hacer» (Díaz Poanco 1996: 151), es decir, a algo más que una cierta permisividad del Estado totalizante para reproducir la práctica democrática en un nivel más regional, algo más que una simple «pluralidad» en la que las diferencias son integradas al sistema democrático, en la forma de asociaciones o individualidades-colectivas. En este sentido, las demandas de autonomía que comienzan a multiplicarse son la materialización de esa tensión histórica entre la génesis de la democracia y la realidad del Sujeto diverso. Lo que implica es algo más que una integración. Estas nuevas realidades no pueden resolverse sino en un momento de ruptura, que convierta el sistema democrático en algo diferente, en algo más que una democracia, en un modelo que surja desde la diferencia y para la diferencia.
Esto recuerda la respuesta de Guillermo Bonfil a la pregunta de si «¿es posible la democracia en los Estados actuales?» a la cual responde que «depende de qué modelo de democracia, qué esquema de democracia estamos planteando. Pienso que un proyecto democrático para América Latina consiste fundamentalmente en un nuevo modelo de relaciones entre los pueblos que forman nuestros países…» (Bonfil en Gabriel 2005) El argumento que he tratado de exponer es que no es necesario con buscar modelos democráticos, sino que debemos comenzar a pensar más allá de la democracia, puesto que, así como el régimen de privilegios pertenecía invariablemente a la sociedad feudal y no podía sino trascenderse al agotarse este modelo de relaciones sociales, así mismo, la democracia pertenece a un modelo de relaciones sociales que hoy está más que agotado. Busquemos y construyamos pues, eso que está más allá de la democracia.
BIBLIOGRAFÍA
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ROUSSEAU, Jean Jacques1993 El Contrato Social, Gernika, México.
Documentos:
Acuerdos de San Andrés,http://zedillo.presidencia.gob.mx/pages/chiapas/docs/sanandres.html
Manifiesto de Ostulahttp://enlacezapatista.ezln.org.mx/varios/1989
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[1] Cabe aclarar aquí que nos referimos al «ideal» democrático, pues podría haberse dado el caso de que las formaciones democráticas realmente existentes hubieran seguido otro camino diferente al burgués. Aunque esto no es así tampoco. Sin embargo, de esto nos ocuparemos más adelante.
[2] Si bien Marx presuponía que la sociedad comunista sería la sociedad sin clases, sin conflictos y antagonismos, y por lo mismo, sería el principio de la historia, también es cierto que el análisis marxista ha ignorado tradicionalmente la diversidad de los sujetos y la fragmentación de estos en diferentes intereses. Es en este sentido que Chantal Mouffe defiende la tesis de que no puede existir una sociedad sin antagonismos, por lo que el objetivo de la democracia no debería ser el de desaparecer los antagonismos (como lo ha buscado hacer el liberalismo), sino el de reconocer los conflictos y lidiar con ellos en un modelo «agonístico» de democracia (Mouffe 1999). Por supuesto, Mouffe sigue creyendo que es posible rescatar la democracia, cambiando su carácter liberal. El problema es que la democracia, como argumentamos aquí, es por definición liberal.
[3] La palabra «compartir» en todo caso es un eufemismo para otras que representarían mejor la historia latinoamericana, como «ocupación» «sometimiento» «despojo» etc.
[4] Por supuesto, era demasiado pronto en la historia para que se pensara en el derecho de las mujeres a ser ciudadanas completas también.
[5] Puede tratarse de monarquías parlamentarias, en donde se mantiene la igualdad burguesa y las «familias» reales no son más que simbólicas sin ningún poder político real y sin que amenacen la igualdad burguesa, o puede tratarse de dictaduras o gobiernos despóticos en los que se persigue y se masacran grandes grupos de personas, pero la igualdad burguesa se mantiene, en tanto que los obreros tienen el derecho a ser igualmente explotados por patrones que son iguales ante las leyes (aunque sea letra muerta).
[6] Evidentemente estos autores no podían prever los medios de comunicación masivos actuales, los cuales hacen que no sólo subsista el problema, sino que se magnifique al grado de que la elección por medios fraudulentos y por intrigas deja de ser la excepción.
[7] Baste ver la continuidad de las guerras impulsadas por los EEUU en Afghanistan o Irán, o en México mismo, la existencia de la tortura como método sistemático de combate a los luchadores sociales y grupos rebeldes, las detenciones arbitrarias, las represiones masivas a las expresiones populares de descontento social, como en el caso de Atenco o Oaxaca, el uso de las fuerzas armadas en contra de la población civil, etc.
[8] Podría pensarse que la etnicidad es bastante más vieja, en tanto que la diversidad cultural, geográfica, y «racial» ha existido desde tiempos prehistóricos, sin embargo, el concepto en sí, como autoconciencia de la identidad colectiva, y su entrada al ámbito de la política y la filosofía es un producto de la modernidad. Antes del siglo XX se hablaba del «hombre» (la historia del hombre, los derechos del hombre, el desarrollo del pensamiento del hombre, etc.) , como si fuera un sólo sujeto universal. No es sino hasta las últimas décadas que se comenzó a cuestionar significativamente esta noción de universalidad, y se comenzaron a conformar corrientes de pensamiento e identidades marcadas ya no por la universalidad, sino por la diferenica.
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