El sentido común pacientemente construído a lo largo de varias décadas por los medios de comunicación de masas y, más recientemente, por las redes sociales, proclama que el liberalismo es el padre de la democracia, y que tanto uno como la otra son excelsas creaciones de la sociedad capitalista. Verdad a medias porque si bien es cierto que el liberalismo es hijo de aquella, la democracia nace precisamente como reacción al carácter insanablemente injusto de la sociedad burguesa dado que esta se constituye sobre una ruptura clasista que separa a los propietarios de los medios de producción de una enorme y creciente masa de personas que solo pueden subsistir si tienen la suerte de que a algún propietario le resulte rentable comprar su fuerza de trabajo. Pese a la rotunda evidencia que sustenta esta interpretación, muchos teóricos y publicistas del pensamiento convencional repiten que liberalismo y democracia son dos caras de una misma moneda. En consecuencia, dicen, quien quiera la democracia deberá aceptar al liberalismo, pues solo este aporta los requisitos que requiere el funcionamiento de la democracia. Y quién repudie al liberalismo abre las puertas al despotismo.
Pero la verdad es bien otra: el liberalismo, como la ideología que nació con –y legitima a– la sociedad burguesa y el capitalismo, está en una contradicción radical e irresoluble con la democracia. Los teóricos del liberalismo, tanto el clásico como sus variantes posteriores: el «anarcocapitalismo» o la escuela austríaca pretenden hacer creer a los pueblos que solo aceptando la injusticia incurable del liberalismo económico podrán disfrutar de las mieles de la democracia política. El argumento es falso, y en un doble sentido: es incoherente en el plano de la teoría e insostenible a la luz de la experiencia histórica. Los actuales cultores del liberalismo, entre ellos el presidente Javier Milei, son los atribulados apóstoles de un credo cuyo objetivo no declarado es proteger desde el Estado (más allá de que nuestro presidente se proponga ser el topo que lo destruirá) la opulencia de una minoría cada vez más pequeña y más rica mientras deja en manos de los mercados la prosperidad de las clases y capas subalternas, invariablemente condenadas por aquellos a la pobreza, la miseria y la exclusión social. Este es el inapelable veredicto de la historia, algo que no puede ser silenciado con las estridencias presidenciales.
No es un dato menor que a lo largo de su extensa historia, el liberalismo no haya producido un solo pensador que se declarase partidario de la democracia. Ni un solo partidario de este régimen político surgió de las filas del liberalismo. El único que se desvía muy levemente de esta corriente, con una mirada un poco más condescendiente hacia la democracia, es John Stuart Mill. Pero ni John Locke, ni Immanuel Kant, ni Benjamin Constant, ni Alexis de Tocqueville, para hablar de las principales figuras del liberalismo político, escribieron una sola línea en defensa de la democracia, entendida según la feliz fórmula acuñada por Abraham Lincoln como «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Todos ellos examinaron cuidadosamente a la democracia como régimen político, pero subrayando los mortales peligros que encerraba para el imperio de la libertad; ninguno hizo una defensa del poder que brota del protagonismo popular. Stuart Mill llegó a aceptar a regañadientes a la democracia, pero con los reaseguros oligárquicos del voto calificado y fuertes restricciones al derecho al sufragio (para trabajadores manuales, campesinos, analfabetos y la mayoría de las mujeres). Ese era su límite, hasta allí llegaba su adhesión a la democracia.
Objetivos innegociables
La historia de Estados Unidos ofrece valiosas enseñanzas que apuntan a la misma dirección. Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de Estados Unidos y uno de los padres fundadores de ese país, desconfiaba visceralmente del pueblo de las Trece Colonias. En línea con las ideas liberales, Hamilton llegó a decir que aquel era una suerte de «gran bestia» que debía ser domada y sometida. Por eso aconsejaba enseñar a los farmers de las rebeldes colonias que las ideas radicales contenidas en los panfletos revolucionarios de Tom Paine no debían ser considerados seriamente. En suma: la gente común debía dejar que la aristocracia, los comerciantes, los abogados y otros de probada responsabilidad y patriotismo asumieran la representación de sus intereses.
La misma tesitura expresa otro de los Padres Fundadores: James Madison, presidente entre 1809 y 1817 y uno de los principales redactores de la Constitución de Estados Unidos que en los debates que precedieron su aprobación advertía que si en Inglaterra no hubiesen existido eficaces restricciones al ejercicio del sufragio, la propiedad de los grandes terratenientes habría sido atacada por una legislación expropiatoria impulsada por los legisladores de origen popular. No sorprende que doscientos cincuenta años más tarde, todavía la elección del presidente de Estados Unidos sea indirecta. Es decir, no surge del voto popular, sino de los colegios electorales, lo que constituye un indudable menoscabo a la gramática de la democracia. En la elección del 2016, por ejemplo, Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos más que Donald Trump, pero los colegios electorales votaron mayoritariamente por este último y lo ungieron como presidente.
Sintetizando: para Madison, un refinado diseño constitucional inspirado en el liberalismo debe tener por objetivo supremo e innegociable asegurar la intangibilidad de los derechos de propiedad, aunque esta registre exorbitantes niveles de concentración monopólica. De lo anterior se desprende que la responsabilidad principal de todo Gobierno inspirado en las ideas del liberalismo es poner a la minoría ultrarrica a salvo de las pretensiones, la envidia y el rencor del «populacho», aunque para ello sea necesario arrojar por la borda el mensaje emancipatorio de la democracia, manteniendo apenas una fachada totalmente vaciada de contenido. La acelerada transición desde una democracia liberal hacia una descarnada plutocracia evidenciada en los Estados Unidos de Donald Trump y Elon Musk agrega una nueva y contundente prueba a nuestra argumentación. En pocas palabras: más liberalismo, menos democracia.
Fuente: https://accion.coop/opinion/mas-liberalismo-menos-democracia/
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