La masacre en las tres prisiones regionales del Ecuador el pasado 23 de febrero develó, una vez más, la precariedad de las condiciones carcelarias donde se hallan recluidas cerca de 39 mil personas –dentro del para nada actualizado reporte oficial de la SNAI–.
Pero, más allá de la repudiable y espeluznante muerte de 81 personas podría haber un fenómeno más complejo que la misma situación carcelaria. La masacre debe ser leída desde un carácter bifronte. Junto al estado de las prisiones, intentaré entonces describir la emergencia de un posible enclave alrededor de este impactante derroche de violencia. Por ende, cárcel y crimen organizado son fenómenos que no deben ser leídos como las dos caras de una misma moneda.
I. El estado de las prisiones
a) ¡A la cárcel se va a ser castigado!
El estado de las prisiones se sustrae a la tensión entre las condiciones de los presos –quizás como el verdadero término que no esconde su constrictiva realidad detrás del pseudodignificante neologismo de “persona privada de la libertad”– y la administración carcelaria. Mientras mis colegas se desgastan en evangélicos debates sobre la filosofía de la finalidad y utilidad de la prevención penológica, lo cierto es que en el lenguaje de las convenciones la pena se asume como “rehabilitación”. Con ello, la reproducción de las arcaicas teorías “re” para reeducar, resocializar y reinsertar a una persona concebida socialmente como delincuente, cuyas bases están latentes en el principal instrumento internacional que “protege” los Derechos Humanos de los presos: las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos de 1955, bautizadas hoy en día por las Naciones Unidas como las “Reglas Nelson Mandela”. En su aparente discurso humanitario hay dos principios que no se le pueden controvertir ni mucho menos desafiar: i) la pena es rehabilitación; y, ii) la pena no es tortura.
La rehabilitación como concepto político-criminal implanta en el Estado una falacia, una metáfora médica imposible en el plano social, toda vez que –y para desencanto una vez más de mis puritanos amigos juristas– desde los orígenes de la modernidad el derecho penal fue pensado por médicos y naturalistas. Diría que fueron ellos los parteros de nuestra “ciencia”; por ende, hubo un mandil antes que toga. De este modo, la rehabilitación considera al infractor penal cual enfermo que encuentra en la pena su cura. Pero, fácticamente, se rehabilita quien se rompe una pierna o necesita de terapia para recobrar su estado de salud tras sufrir una alteración orgánica o física, mas no quien es descrito y castigado por incumplir una norma jurídica.
La pena como rehabilitación esconde su propia realidad: el encierro como castigo. El castigo es dolor deliberado e impuesto estatalmente sobre quien comete un delito. Y aunque un servidor esté convencido del abolicionismo, la pena de encierro es lamentablemente un hecho político y social. Por ello, a la cárcel se va simple y llanamente a ser castigado, tanto en el tiempo como en el espacio. Todo lo demás es retórica e ilusión académica. Una política criminal sensata debe reconocer entonces en cada preso un marco legal inviolable y posible. La tarea de cualquier ordenamiento jurídico y social democrático consistirá en preparar intramuros las condiciones sociales del progresivo desencierro; en consecuencia, brindar la estructura de oportunidades que fue negada y no sirvió de motivación para quien es rotulado como delincuente. Insertar por ende la perspectiva de la inclusión social en el locus del castigo y la exclusión.
b) Despolicializar las prisiones: el trabajo social como núcleo
Las cárceles ecuatorianas sufren una institucional suerte de corsi e ricorsi. Antes de ser creado el Ministerio de Justicia en 2007, las prisiones estaban a cargo del Ministerio de Gobierno a través de la Dirección Nacional de Rehabilitación Social. Haber fundado la cartera de justicia implicó otorgarles a las prisiones –y a los prisioneros– la debida relevancia como cuestión de Estado. Para muestra, el indulto a las denominadas “mulas del narcotráfico” en 2008, conmemorado en la misma fecha de Independencia de los Estados Unidos que produjo la liberación de más de dos mil trescientas personas, muchas de ellas mujeres castigadas en nombre de la war on drugs. Hubo por tanto un interesante proceso de descarcelización que ninguna investigación ni reporte puede negar.
Pero con Lenin Moreno se consteló la catástrofe. A pocos meses de iniciar su mandato, la cartera de justicia fue desmantelada. En su lugar, la administración de las cárceles –y con ello de la vida y los cuerpos de los prisioneros– pasó a manos de una secretaría reducida al fondo a la derecha dentro del reaparecido Ministerio de Gobierno o Policía. Como lo hiciera frente a los problemas sociales –desde las protestas de 2019 hasta el manejo de la pandemia en 2020–, Moreno otorgó una respuesta policial para la conducción del órgano encargado de las prisiones, la SNAI (abreviatura de una ritual nomenclatura neologista). Si bien formalmente éste ente no forma parte de la policía, basta con echar un vistazo a las hojas de vida de subdirectores, director y ministro para constatar que la “filosofía” de las prisiones parte del ortodoxo enfoque policial.
Aquel desmantelamiento institucional implicó además un significativo recorte presupuestario, esto es de más de 160 millones de dólares a menos de 100. Simplemente, las cárceles y los presos no son de interés del primer mandatario. De este modo, fueron frenados los procesos para nuevas contrataciones, de formación de personal penitenciario, de mejoramiento infraestructural. Todo esto dentro de un inusitado reporte estadístico que parecería haber quedado congelado en el tiempo, pues dentro del portal electrónico de la SNAI no se conoce de la cifra actual de presos al menos en lo que va del 2021. Y como haber lanzado arena en los ojos, no existe tampoco institución alguna que reclame la actualidad estadística y fiscalice los números con las personas de carne y hueso. El mecanismo de prevención contra la tortura también parecería estar al fondo a la derecha de la Defensoría del Pueblo.
El enfoque policial tiene que ver con la primacía de la seguridad. El eje desde donde se articula la “política carcelaria” se supedita a la contradictoria relación entre “captores” y “capturados”, es decir, entre policías y delincuentes. Una abrupta cosificación del sujeto para tan sensible política pública. Cualquier politólogo podría definir esta situación como la normalización del fascista código “amigo-enemigo”. No obstante, la cárcel como el lugar donde se administra la pena de seres humanos es una institución demasiado sofisticada para las policías. Ellas simplemente no cuentan con las destrezas ni las habilidades para esta tarea.
Por ello, la cárcel debe ser pensada desde el trabajo social. No se trata de ninguna categoría abstracta, sino de la ciencia que acompaña, precisamente, la vida de los presos para ser levantados metodológicamente en el entorno de una estructura social de oportunidades. La conversión del aterrador “índice de peligrosidad” por el estudio de sus “energías” alrededor de la indagación biográfica. Por ende, dejar de ver al preso como un objeto vigilado para asistirlo como sujeto social.
Lamentablemente, el trabajo social como el núcleo desde donde debería articularse la política penitenciaria es casi ausente y no menos marginal, porque de los cerca de 1.500 agentes de seguridad penitenciaria, la SNAI cuenta con apenas 62 personas dedicadas nominalmente al trabajo social a nivel nacional. Si se suman los centros de detención municipal destinados al encierro de contraventores –y que curiosamente no forman parte de las prisiones administradas por la SNAI–, en Ecuador habría más cárceles que trabajadores sociales.
II. La nueva era criminal
a) La definición de “crimen organizado”
La definición de crimen organizado sigue siendo controversial. Las delimitaciones generales de la ciencia política, la criminología o el derecho penal son insuficientes; y, en algunos casos, decepcionantes. Depende en todo caso del entorno político en que son debatidas. Para la criminología norteamericana de la mitad del siglo pasado, organized crime servía para señalar las maniobras de las empresas que defraudaban al Estado; mientras que para la dogmática penal alemana de los años sesenta, un Machtapparat engloba a la cadena de mando delincuencial que puede desarrollarse en el propio Estado. Más allá del acento en la depresión económica y en los crímenes del nacionalsocialismo, así como de la ausencia de un marco criminológico para imputar a las trasnacionales y los complejos sistemas financieros que esquilman vidas y recursos naturales a través de la generación de miseria y destrucción de los derechos sociales, las Naciones Unidas parten de una lineal perspectiva global del crimen organizado: la Convención de Palermo del 2000 y la guerra contra la mafia. Para lo demás hay tratamiento como terrorismo.
Pero, si se revisa el preámbulo de la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas de 1988 –que proyectó a la Convención de Palermo doce años más tarde–, podría llegarse a la conclusión que las bases normativas y policiales para la lucha contra la criminalidad organizada están en la guerra contra las drogas. Por ende, que la definición universal de crimen organizado es el resultado del testimonio de las muertes ocasionadas por los carteles colombianos y la mafia italiana. Sin embargo, no se trata de una simple definición en cuanto a la sensibilización de un fenómeno que adquirió dimensiones globales. La definición de crimen organizado tiene que ver con la creación de otro rostro en el sistema mundial de las Naciones Unidas. En consecuencia, la supuesta coexistencia de un orden que legitima la individualidad de la dignidad humana y de un orden que, así mismo, legitima a la autoridad y existencia del Estado.
Cual Two-Face Harvey Dent, el sistema mundial de las NNUU no sólo consagra la evitación de cualquier forma de tortura para la garantía del debido proceso. También consagra la intrusiva intervención policial, la flexibilización de las reglas procesales, la cooperación militar –donde el más poderoso impone sus bases y prioridades bajo la lógica de “el que pone manda”–, la extradición de nacionales –algo nada extraño en los proconsulados del sur–, entre otras figuras que podrían aproximarse a lo que delirantemente se llama como derecho penal del enemigo. En materia penitenciaria, este rostro tiene que ver además con la eliminación de muchísimos de los derechos universales de los presos. Así, el aislamiento celular, la aflictiva restricción de visitas, la videovigilancia de la intimidad, la grabación de las conversaciones con la defensa; en otras palabras, ¡cárcel dura!
b) La técnica de machacar la sustancia humana
La masacre del 23 de febrero pone en discusión el papel del Estado en cuanto a garantizar la vida y seguridad de los presos. Una inminente responsabilidad a la luz de algunos instrumentos internacionales como el Protocolo de Minnesota, donde quedan en el ambiente interrogantes que van más allá de las precarias condiciones del encarcelamiento, sino también la duda sobre posibles ejecuciones extrajudiciales por omisión.
Pero la forma y modo en que se produjeron los asesinatos tienen similitudes con las prácticas de terror de los carteles. Revistas como Procesos de México dan cuenta del método de machacar la sustancia humana como un mensaje para aterrorizar a la población y doblegar la moral y ética del Estado, en especial de sus agencias de seguridad. Se trata por ende de una “práctica” que también ha sido aplicada por los carteles colombianos y el paramilitarismo, tal como ocurrió patentemente en el 2000 con la masacre de El Salado en el departamento de Bolívar en Colombia, cuya población se halló curiosamente desprovista de guardia policial y militar, esperando nada más la llegada de sus asesinos.
A este atípico amotinamiento caracterizado por expresar signos de crueldad y horror, surgen las declaraciones del ex ministro del Interior, José Serrano. Según su intervención ante la Asamblea Nacional el pasado viernes 26 de febrero, la anticipada excarcelación del líder de “Los Choneros” se habría producido con lugar de un pacto para, por un lado, brindar información de las nuevas bandas criminales; y, por otro, promover la paz en las cárceles del país. El tamaño de las declaraciones de Serrano sienta una duda mucho más compleja: la posibilidad de que se haya producido una especie de pax mafiosa con el Estado.
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¿Una encrucijada?
Si bien la actual situación carcelaria del país y la emergencia de una tenebrosa criminalidad organizada bajo la forma de las BACRIM colombianas (bandas criminales organizadas) no deben ser tratadas como dos caras de una misma moneda, existe un elemento estructural que las hace comunes: la pobreza agudizada por el neoliberalismo. Un gobierno con perspectiva social debe saber que la forma éticamente responsable para combatir este fenómeno está en la eliminación de la base social del crimen organizado. Hay que superar las condiciones de marginalidad que vuelven a decenas de jóvenes en ejércitos de las nuevas bandas criminales, a invertir en una efectiva estructura social de oportunidades desmantelada por quienes adoran el libre mercado.
Parte de la salida estructural y del enfoque social contra el crimen organizado se encuentra también en la urgente regulación del mercado de las drogas, dado que en la prohibición se halla no sólo la descomposición del trabajo de nuestras agencias de seguridad, sino también la emergencia de disputas y violencias en las calles. Y, sin lugar a dudas, la urgente reforma policial mediante una policía ciudadana comprometida con las transformaciones sociales y la pluralidad de formas de vida, capaz de renovar su confianza con la sociedad –más allá de los gobiernos– a través de una nueva doctrina que se ocupe de la seguridad ciudadana con inteligencia y sagacidad; por ende, que deje a los órganos científicos civiles hacer su trabajo en la investigación del delito y la administración penitenciaria. Sus atribuciones formales e informales en gran medida no sólo se han desbordado, sino también que han fracasado.
Sin embargo, si la conducción de la política penitenciaria parte del rostro duro del sistema universal de las NNUU, es decir, de los mecanismos anti-mafia, contaminamos cualquier perspectiva de Derechos Humanos en el proceso penal y en la prisión. Las diferencias entre clases y tipos de encarcelamiento y las formas de clasificación de presos se rinden a la lógica de la guerra. No lejos estarían las nefastas propuestas que relativizan las garantías constitucionales a partir de jueces sin rostro, testigos de identificación reservada y extradición de nacionales, supeditadas aún más a la idea de que Ecuador no puede administrar sus propias cárceles –donde aparece también el mercado carcelario a partir de su privatización–. En otras palabras, la renuncia de nuestra jurisdicción y soberanía y el regreso formal de la colonia ante un Estado que resulta autoritario.
De otra parte, está el peligroso mensaje que podría estar detrás de la masacre carcelaria. El miedo y la pérdida de cualquier ética superior del Estado que llena los pantalones de nuestros policías, encomendados a Dios por oración de su comandante general. Una pésima señal que podría denotar al menos una infiltración de orden psicológico. Pero al margen del carácter religioso, la paz pactada con organizaciones criminales es una guerra a cuenta gotas. De ello da testimonio la geografía del dolor latinoamericano, donde las vacunas no significan la posibilidad de ser salvado, sino de ser extorsionado a vista y paciencia de todos. El Estado simplemente perdería su principal rol como Leviatán, habría nada menos que fallado o caído en manos del hampa.
En definitiva, el 23 de febrero pudo haberse inaugurado una nefasta era en la vida republicana del Ecuador, algo que va más allá del estudio de su precaria situación carcelaria que tanto ocupa la atención de medios, políticos, académicos y activistas de Derechos Humanos. Si no se trabaja en una urgente concepción social de las prisiones y, sobre todo, en la efectiva eliminación de la base social del crimen organizado, habríamos caído entonces en una terrible encrucijada, es decir, entre llegar a ser un Estado fascista o convertirnos de una vez por todas en un Narcoestado.
Profesor de la Universidad Central del Ecuador. Artículo publicado originalmente en www.desalineados.com (01.03.21)