El androcentrismo se funda en -y reproduce- un sistema de estereotipos que legitiman la dominación de un modelo de hombre (adulto, blanco, occidental, heterosexual), sobre todos los demás sujetos sociales. La forma principal de esa legitimación es la masculinidad hegemónica, en la que se construye la identidad del hombre a partir de la vulneración sistemática […]
El androcentrismo se funda en -y reproduce- un sistema de estereotipos que legitiman la dominación de un modelo de hombre (adulto, blanco, occidental, heterosexual), sobre todos los demás sujetos sociales. La forma principal de esa legitimación es la masculinidad hegemónica, en la que se construye la identidad del hombre a partir de la vulneración sistemática del otro u otra como forma de reafirmarse como sujeto. En ese proceso de reafirmarse a partir de la eliminación o disminución del otro u otra, se da una destrucción o disminución del yo mismo. Ello se comprende en tanto que la ética del sujeto no puede separar la identidad propia de su vínculo social e histórico.
La acumulación capitalista, que es también un proceso de eliminación del sujeto, elimina al sujeto concreto en función del valor de cambio de las mercancías. El fetiche de la mercancía convierte al sujeto en individuo, en hombre económico, carente de necesidades. Cuando la economía neoclásica pone al hombre económico como centro de su estudio, elimina la diversidad del género humano, supeditando lo femenino y después convirtiéndolo en objeto de dominación funcional a la valorización del capital.
El capitalismo supone la realización del fetiche de la masculinidad hegemónica; ello debido a que las relaciones de producción capitalistas suponen la dominación y enajenación de la corporeidad misma del sujeto. El trabajo es un proceso de desgaste; en ese proceso, la fuerza de trabajo crea valores materiales a costa del desgaste de sus fuerzas corpóreas; al ser ese producto del trabajo enajenado por el capitalista, al menos en la parte correspondiente al trabajo excedente de la jornada de trabajo, éste hace suya la corporeidad misma del obrero. Es, en ese sentido, la apropiación del otro u otra como objeto, como realidad cosificada, como indignidad.
Igualmente, el capital asume una forma fálica. El capital penetra, viola y rompe la producción de valores de uso, la domina, condiciona y supedita como producción de valor y, particularmente, de plusvalor. Marx señala: «en la producción [capitalista] de mercancías los valores de uso se producen pura y simplemente porque son y en cuanto son la encarnación material, el soporte del valor de cambio» [1] . Y como la acumulación no es una transformación cualitativa sino un proceso que regresa a sí mismo (D – M – D’), la valorización se presenta como un proceso cerrado, una forma típicamente fálica que penetra en el ciclo de la vida humana que es dialéctica, y, por tanto, abierta.
Entonces, la apropiación de la subjetividad es una apropiación no sólo del producto del trabajo sino de la personalidad misma, esa apropiación es, además, una violación fundante. Es el poder fálico que domina, el reinado de la patriarcalidad que se consagra por las relaciones sociales de producción del capital. Cabe mencionar que esa violación fundante (la acumulación originaria, por ejemplo) se reproduce y se concreta en el proceso de explotación, que es una apropiación perenne de la humanidad de la fuerza de trabajo, la cual se realiza por la violencia. Al ser fundante, esa violación exige redimirse violentamente (al menos en la exigencia macho-individualista); pero como el sujeto concreto es eliminado y se busca rencontrarlo, su eliminación por la violencia sólo puede subvertirse por la emancipación solidaria y la redimensión de la faceta femenina de la vida. Es decir, negando la praxis del opresor con una praxis revolucionaria cualitativamente distinta.
Pero la apropiación capital-machista se niega a sí misma. La tecnificación creciente del proceso de producción determina que en el mediano-largo plazo aumente la composición orgánica del capital, que no es más que la encarnación en el ámbito del valor de la relación técnica de producción, con ello, y con el tope económico y político que puede tener la tasa de explotación, la tasa de ganancia tiende a disminuir secularmente. Esa tendencia, legalidad del desarrollo capitalista, reduce la rentabilidad de la inversión al presentar un escaso margen para la reproducción en escala ampliada.
Esta situación traba los mecanismos de la reconversión de plusvalía en capital, negando la viabilidad in crescendo de la economía capitalista. La crisis de valorización implica que el ansia de tener más, expropiando más a la clase trabajadora, se ve truncada; la dimensión económica del fetiche de la masculinidad hegemónica encuentra así un obstáculo para su realización.
Por ello la crisis del capital se enlaza con una crisis de la masculinidad hegemónica. Son procesos paralelos que se van determinando mutuamente. El capitalismo como modo falocéntrico de producción, al entrar en una fase en que la tasa de ganancia se ralentiza, es decir, cuando, por una parte, se rompe el ciclo D – M – D’ (la forma fálica), mientras que, por otra parte, se socializan, se abren real o potencialmente, las formas unidimensionales y cerradas de la valorización (patrones de acumulación), devela su naturaleza de crisis permanente, de inhumanidad, de negación negada y, por tanto, sujeta de cambio. Es el violador vulnerado.
Cuando el capital entra en crisis, la masculinidad hegemónica personificada en la burguesía -como expresión del poder fálico del capital- entra en una crisis de su identidad como sujeto dominante. Es una crisis de identidad económica y genérica al mismo tiempo. Es el poder que se devela omnipotente, pero cuyo poder ya no sirve de nada [2] . Ello no significa que sus mecanismos de defensa no sean igualmente violentos. Para reafirmarse como sistema, el capital se aligera mediante la destrucción de las fuerzas productivas; fenómeno que se expresa en la ampliación del ejército laboral de reserva, la aceleración de la rotación del capital, la destrucción -literal- de capital constante mediante guerras, entre otros fenómenos. Fenómenos que, no está de más decir, recobran su costo de las espaldas de las clases oprimidas y, particularmente, de las mujeres como miembros de esas clases [3].
El capitalismo y el patriarcadoson estructuras que se determinan mutuamente, aun cuando el capitalismo juegue el papel de determinante de última instancia. Para romper el hilo conductor de la ideología del capital, la masculinidad hegemónica debe ser superada como praxis; la liberación de hombres y mujeres del yugo de la explotación capitalista, pasa por la liberación de las estructuras que coadyuvan a mantener el capital como norma.
Una sociedad nueva exige hombres nuevos, no sólo en términos generales, sino precisamente en su identidad de género. Hombres nuevos. Una nueva forma de asumir las relaciones entre los géneros y, sobre todo, de asumirlas en el contexto de la lucha de clases. La reivindicación que desde siempre ha llevado a cabo el movimiento feminista no puede ser un ideal aislado de las luchas revolucionarias; hay que recordar que no se trata de reconsiderar a las mujeres, en su carácter de sujetos históricamente oprimidos, sino de reconsiderarnos también como hombres, en nuestro carácter, lastimosamente generalizado y vigente hasta hoy, de sujetos opresores.
[1] Marx, K. El capital. FCE. 1964. Pág. 138.
[2] «Es el poder, aislado en su misma potencia, sin relación ni compromiso con el mundo exterior. Es la incomunicación pura, la soledad que se devora a sí misma y devora lo que toca». Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. FCE. 2010.Pág. 90.
[3] El aligeramiento de los sobrecostos del capital en un periodo de crisis, tiende a aumentar el trabajo del cuidado y, con ello,a fomentarfenómenos como la doble jornada de trabajo para las mujeres, el trabajo infantil, el incremento de la edad de jubilación, entre otros.
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