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Testimonio sobre el Museo de la Memoria

Matucana 501

Fuentes: La Nación

Iñaki, nuestro hijo de 7 años, insistió en venir luego de ver la noticia en la tele. Fuimos en Metro hasta la estación Quinta Normal. En el trayecto conversamos sobre la película «Avatar» y que los n’avis de Chile eran los mapuches. Al salir a Matucana, inmediatamente se nos apareció un rectángulo de cemento color […]

Iñaki, nuestro hijo de 7 años, insistió en venir luego de ver la noticia en la tele. Fuimos en Metro hasta la estación Quinta Normal. En el trayecto conversamos sobre la película «Avatar» y que los n’avis de Chile eran los mapuches.

Al salir a Matucana, inmediatamente se nos apareció un rectángulo de cemento color verde-cobre, rodeado por interminables filas de personas. Por fin, teníamos Museo de la Memoria, espacio propicio para preguntas y respuestas.

Recordé ese martes 11, hace más de 36 años, cuándo desde el Liceo Amunátegui y con asombro de «estudiante pingüino», vimos pasar por Matucana soldados con brazaletes blancos que apuntaban sus fusiles hacia enemigos invisibles, sólo pocas horas antes del holocausto de Allende.

Cruzamos el semáforo tomados de la mano. Iñaki me hablaba de su tío Gastón y de cómo pintaba y que él había heredado su ADN de pintor. Avanzamos lentamente por la explanada, con la sensación de estar viviendo un día especial.

Por fin, llegaba el momento en que todas esas conversaciones en la mesa familiar, atrapadas en esa síntesis básica de niño, «Pinochet era muy malo», tendrían una sala de clases, un sitio para ver, un espacio para sentir y explicarse cómo había sido la vida en el Chile bajo dictadura.

Y siguieron las preguntas: ¿También en Sudáfrica, el país del Mundial? ¿Acaso están aquí los que mataron a mi tío y te pegaron? Eran sólo algunas de las interrogantes que comenzaron a brotar desde Iñaki.

Avanzamos escuchando los bandos militares, mientras este «loco bajito», mirando una foto del 11, demandaba «si ese tanque quería aplanar a los que estaban en el suelo», para concentrarse luego en lecturas propias y titubeantes de titulares de diarios y pies de fotos como sólo podía hacerlo «uno que pasó a segundo básico».

Posiblemente, algún día vendría aquí el hijo o la nieta del «Burro», mi torturador del cuartel Borgoño de la CNI, o del teniente coronel (R) Franz Bauer Donoso -condenado como homicida de mi hermano-, buscando juntar todas las piezas de su propio rompecabezas, hasta tener toda la historia de su padre o abuelo.

Luego nos detuvimos frente a un muro gigantesco tapizado de cuadritos en blanco y negro. Y el Iñaki se puso a buscar a su tío. Luego de darse por vencido expresó que «era más difícil que buscar a Wally». Yo estaba en otra. Allá estaba el «Bauchi», Bautista Van Shouwen, del ’73; y más acá el «Dos Metros» Hernán Correa; «el Paine» Miguel Cabrera, del ’81; y antes «Leonidas», Luis Valenzuela, del ’74; el «Loncón», Nelson Herrera del ’84…; y la Tatiana Fariña del ’85. Y de pronto… el Iñaki no estaba.

Lo encontré de inmediato, a la vuelta en otro corredor del segundo piso, sentado en el suelo interrogando con la mirada a su «tío Gastón». Y se reanudaron las preguntas: ¿Qué es un Estado de sitio? ¿Y para qué sirve un toque de queda?… Mientras nos enfrentábamos a las fotografías del «Pepone», José Carrasco, y del «Mao», Felipe Rivera, los amigos de mi tío Gastón.

En ese momento, rememoré la figura frágil, fuerte e incansable de esa jueza bajita llamada Yolanda Manríquez, la abuela de Iñaki, que a sus 90 años no había podido aún estar aquí, y que no tenía nada que envidiar a la «Naytiri» de Avatar como guerrera tras la verdad y la justicia.

Y luego, como película, se sucedieron los fotogramas. Las arpilleras, «la parrilla-somier», las siniestras páginas de La Segunda y los 119, y me encontré con el incansable hermano de Roberto D’Orival, las protestas, las acciones de resistencia, los afiches de solidaridad desde todo el mundo, el viejo mimeógrafo Gestetner, las canciones de Ubiergo y el rostro acusador de la Carmen Quintana. Y los «soporopos» y las cartas de presos y presas a sus hijos. En el ambiente se sentía el recuerdo de tanto hombre y mujer dignos y valientes, «más que Spiderman».

Porque esa telaraña clandestina aparece invisible, como singular fragua, y sus rostros multiplicados por miles son el testimonio de esa otra historia, no suficientemente divulgada ni reivindicada. Tan única como las agrupaciones de familiares, mujeres que tan temprano y en descampado denunciaron esa larga noche de lobos.

Y se hizo tarde y el «tengo la guatita vacía» fue más fuerte que todas las preguntas restantes. Y nos apresuramos a retornar de nuevo al Metro para calmar esa tripas de niño. El «hambre» de la memoria, al parecer se había ordenado, tenía un relato, traspasaba la conversación familiar y ahora referenciaba en un espacio público de pedagogía y sanación.

En el viaje de retorno, mientras lo veía atragantado con nachos y un jugo, imaginaba el día en que sin buscar simetrías, ni reclamar contextos de «presuntos empates», los dirigentes de la derecha, los que se enriquecieron al amparo de secuestros, ejecuciones y torturas, se atrevan por fin a renegar de verdad del pinochetismo y puedan realizar en paz y junto a sus hijos o nietos este recorrido.

Entre tanto, Chile tiene un buen regalo de bicentenario para que ese futuro de niños sea efectivamente un Nunca Más.

* El autor es periodista. Su hermano fue arrestado en su casa la noche del 8 de septiembre de 1986 y asesinado a tiros en la calle, menos de 24 horas después del atentado en contra del general Pinochet.