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Mayo del 68, la memoria y el olvido

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Traducido por Caty R.

«No conozco ningún episodio de la historia de Francia con semejante grado de sentimentalismo irracional» (Raymond Aron, 1968)

«Lo importante es que la acción haya existido cuando todo el mundo la creía imposible. Si ha pasado una vez, puede volver a ocurrir… « (Jean-Paul Sartre, 1968)

Extractos de la introducción del libro de Kristin Ross, Mai 68 et ses vies ultérieures, editado por Complexe y Le Monde Diplomatique. El libro acaba de ser publicado también en castellano en Acuarela & Machado con el título «Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización de la memoria», traducción de Tomás González Cobos (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=66553)

El objetivo de esta obra no es aportar un ladrillo suplementario al inmenso edificio de las representaciones de mayo del 68. Se ocupa más de la Francia de los años 2000 que de la de 1968, se interesa más del eco que del ruido y la furia. Su objetivo es demostrar cómo el evento en sí mismo ha sido sobrepasado por sus representaciones sucesivas y cómo su estatuto de acontecimiento ha resistido los a intentos de aniquilación, a la amnesia social y a los asaltos combinados de los sociólogos y los ex líderes estudiantiles que, unos tras otros, quisieron interpretarlo o reclamar su monopolio.

Mi intención no es hacer inventario de los errores y logros de mayo del 68 ni exponer las «lecciones» que se podrían extraer. Utilizo la expresión «vidas posteriores» para indicar claramente que lo que denominamos actualmente «los acontecimientos de mayo del 68» no se puede considerar al margen de la memoria y el olvido colectivos que lo rodean. Lo que deseo reconstruir en este libro es el relato de las manifestaciones concretas de ese tándem memoria/olvido. Treinta años después, la gestión de la memoria de mayo del 68 -o dicho de otro modo, la forma en que los comentarios y las interpretaciones terminaron por despojar al acontecimiento de sus dimensiones políticas-, está en el mismo centro de su percepción histórica.

Como cualquier movimiento «desconcertante» o «acontecimiento oscuro» -la expresión es de Sylvain Lazarus-, mayo del 68 ha conocido diversas fortunas durante los últimos treinta años; sucesivamente ha sido enterrado, cribado, trivializado y también presentado como una monstruosidad. Paradójicamente es la ingente literatura que se ha publicado sobre el tema, y no su ocultación, lo que ha favorecido el olvido de los acontecimientos en Francia. Efectivamente, no se puede decir que mayo del 68 haya sufrido una falta de atención; la riada de memorias, celebraciones, negaciones, conmemoraciones televisadas, tratados filosóficos y análisis sociológicos que se le han consagrado lo demuestra. Esta asombrosa proliferación de comentarios comenzó en el mes de junio de 1968, o sea, apenas unos días después del final de los acontecimientos. Y desde entonces no se ha agotado nunca, aunque con flujos y reflujos bien reconocibles. Se elaboró un discurso, ciertamente, pero con el objetivo de liquidar (parafraseando una fórmula de la época), borrar o, en el mejor de los casos, enturbiar la historia de mayo del 68.

Aunque en realidad eso no es totalmente cierto. El periódico diario publicado por la novelista canadiense Mavis Gallant durante los meses de mayo y junio en París ofrece, gracias a la agudeza de sus observaciones, una imagen muy viva de la naturaleza del acontecimiento. La autora señala, por ejemplo, que la venta de libros en la capital aumentó un 40% durante esos dos meses. No es sorprendente. En una ciudad donde no funcionaba ninguna escuela, nadie podía enviar una carta, adquirir un periódico, enviar un telegrama, cobrar un cheque, tomar un autobús o un metro, circular en coche, encontrar cigarrillos, comprar azúcar, ver la televisión o escuchar la radio pública, donde no se recogían las basuras, ya no era posible tomar un tren para salir de la ciudad, escuchar un boletín meteorológico o pasar la noche en ciertas partes de la ciudad porque los gases lacrimógenos invadían los apartamentos hasta el quinto piso, en una ciudad así, la lectura podía ser un buen pasatiempo. Son este tipo de detalles los que permiten comprender qué ocurre en la vida cotidiana cuando nueve millones de personas (si tenemos en cuenta Francia entera), todos los sectores profesionales, públicos y privados en conjunto, desde los vendedores de grandes almacenes hasta los obreros de la construcción, simplemente dejan de trabajar.

Mayo del 68 fue el mayor movimiento de masas de la historia de Francia, la huelga más importante de la historia del movimiento obrero francés y la única insurrección «general» que han conocido los países occidentales superdesarrollados desde la Segunda Guerra Mundial. Se extendió más allá de los centros tradicionales de producción industrial para ganar a los trabajadores del sector terciario (servicios, comunicaciones, cultura), es decir, todo el ámbito de la reproducción social. Ningún sector profesional ni ninguna categoría laboral se libraron; no hubo región, ciudad o pueblo de Francia que escapase de la huelga general.

Ese momento fuera del tiempo que constituye precisamente la huelga general, lo mismo que el amplio campo de posibilidades que se abría entonces, en la vitalidad de la acción, realmente no encuentra su reflejo en los textos y documentos, ni en 1968 ni después.

El tribunal de la sociología

En mayo de 1968, una sucesión de paros laborales por todo el país siguió inmediatamente a las violentas manifestaciones organizadas por los estudiantes durante los primeros días del mes. Durante cinco a seis semanas, Francia estuvo totalmente paralizada. Entre las insurrecciones que se produjeron en el mundo durante los años sesenta -México, Estados Unidos, Alemania, Japón u otros lugares- Francia, y en menor medida Italia, son los únicos países en los que coincidieron el rechazo intelectual de la ideología dominante y la rebelión de los trabajadores. La rápida expansión de la huelga general, tanto en el plano geográfico como en el profesional, rebasó todos los marcos de análisis; se pusieron en huelga, en Francia, el triple de trabajadores que durante el Frente Popular en 1936, y además en un lapso de tiempo excepcionalmente corto.

La singular amplitud de este acontecimiento, que según se desarrollaba superó las expectativas y el control de sus protagonistas más vigilantes, constituye, en mi opinión, un factor importante en dos de las «confiscaciones» posteriores que describo en este libro: la versión biográfica (personalización) y la versión sociológica. Estas dos estrategias de desfiguración no tienen nada de inéditas. El olvido, como el recuerdo, procede de la interacción de distintas configuraciones narrativas que modelan la identidad de los protagonistas de una acción a la vez que delimitan sus contornos.

Reducir un movimiento masivo a las aventuras de algunos de sus supuestos líderes, portavoces o representantes (y especialmente de quienes renegaron de «sus errores del pasado»), constituye una vieja táctica de confiscación de eficacia probada. Así circunscrita, cualquier rebelión colectiva se desactiva y, en consecuencia, se reduce a la angustia existencial de destinos individuales. Así, se encuentra confinada en el círculo de un reducido número de «personalidades» a quienes los medios de comunicación ofrecen innumerables oportunidades para revisar o reinventar sus motivaciones originarias.

La sociología, por su parte, siempre se presenta como el tribunal ante el cual lo real, es decir el acontecimiento, debe comparecer para ser medido, categorizado y circunscrito. En el caso de mayo del 68 esta tendencia se acentuó todavía más. En efecto, los profesores franceses especialistas en historia contemporánea que pueblan, como todos y cada uno, la memoria colectiva de mayo del 68, hasta hace poco han mostrado una gran indiferencia frente al acontecimiento como tema de investigación, indiferencia que ellos mismos han señalado rápidamente. «¿Por qué los historiadores del presente -especie entonces realmente poco prolífica- cedieron voluntariamente el terreno a una sociología que peroraba a su antojo desde todas las tribunas?», se preguntaba Jean-Pierre Rioux en 1989. En la misma época otro historiador, Antoine Prost, señalaba la «pobreza» de la investigación en Francia desde 1972 y condenaba la «actitud mayoritariamente cautelosa» de los historiadores, que abandonaron gravemente el estudio y la valoración de la documentación ya disponible, un síntoma que calificó de negligencia intelectual (1). Puede ser, sin embargo, que frente a un acontecimiento tan ambiguo, la sociedad no sienta la necesidad de saber más.

Bien sea porque están más preocupados por Vichy, poco proclives, o incluso aturdidos ante la idea de afrontar las dificultades específicas que plantea una cultura militante, todavía reciente, que ha desembocado en una economía liberal, o reticentes a la idea de acabar con los fantasmas de su pasado, los historiadores han renunciado a sus responsabilidades y han abandonado este acontecimiento, más que cualquier otro, a todas las manipulaciones mediáticas y políticas. Esta abdicación creó un vacío interpretativo que otros, sociólogos o izquierdistas reformados, se apresuraron a colmar. Beneficiándose de una credibilidad creciente en los medios de comunicación, estos dos grupos de «autoridad» o «guardianes de la memoria» se adueñaron del discurso de mayo del 68 y desde mediados de los años setenta trabajaron en tándem para elaborar una historia oficial, un dogma evidente. El conjunto relativamente sistemático de palabras, expresiones, imágenes y relatos que prepararon el terreno de lo que se puede pensar con respecto a mayo del 68, deriva en gran parte de su trabajo. Y el grueso de esa producción, en la cronología que establezco, está entre 1978 y 1988, es decir entre el décimo y el vigésimo aniversarios de mayo del 68.

La historia oficial que se estableció, celebrada después públicamente por numerosos espectáculos conmemorativos producidos por los medios de comunicación de masas, y que ha llegado hasta nosotros, es la de un drama familiar o generacional totalmente desprovisto de violencia, de asperezas o de una dimensión política explícita, una transformación benigna de las costumbres y estilos de vida inherente a la modernización de Francia y al paso del orden burgués autoritario a una nueva burguesía moderna y económicamente liberal.

No contenta con proclamar que algunas de las ideas y prácticas más radicales de mayo del 68 se han recuperado y reciclado en beneficio del «mercado», la historia oficial afirma que la sociedad capitalista actual, muy lejos de simbolizar el descarrilamiento hoy oy o el fracaso de las aspiraciones del movimiento, representa, por el contrario, la realización de sus aspiraciones más profundas. Estableciendo una teleología del presente, borra el recuerdo de alternativas pasadas que buscaban o imaginaban resultados distintos de los que se produjeron realmente.

Según esta perspectiva, mayo del 68 se debería entender como la afirmación del statu quo, una revolución al servicio del consenso, una rebelión generacional de la juventud contra la rigidez estructural que bloqueaba la necesaria modernización cultural de Francia. Al insertar la ruptura en una lógica de dicho statu quo y reforzando la identidad de los mecanismos y grupos que permitían la reproducción de las estructuras sociales, la versión oficial del post 68 ha servido los intereses de los sociólogos, así como los de los militantes arrepentidos deseosos de exorcizar su pasado, aunque la autoridad reivindicada por cada uno de los dos grupos difiere radicalmente. Los ex líderes pretenden fundamentar el discurso en sus experiencias personales y se basan en esos datos para negar o deformar ciertos aspectos claves del acontecimiento. Los sociólogos, al contrario, recurren a estructuras y métodos abstractos, a medidas y cuantificaciones, y construyen tipologías sobre oposiciones binarias -todo está, obviamente, basado en una desconfianza visceral frente a las investigaciones sobre el terreno-. A pesar de sus pretensiones contrarias, los dos grupos trabajaron en conjunto para establecer los códigos «deshistorizados» y despolitizados que sirven para interpretar el mayo del 68 en nuestros días.

Desde esta perspectiva, me interesa menos hacer un revisionismo de la «historia oficial» -ya se trate de la gran rebelión de los jóvenes encolerizados contra las restricciones de sus padres o de su corolario, la aparición de una nueva categoría social denominada «juventud»-, que la forma en que esta particular versión de la historia se impuso poco a poco y en la que los dos métodos o tendencias opuestas, subjetiva y estructural, convergieron para formular, a largo plazo, las categorías («generación», por ejemplo) a efectos de despolitizarla.

La paradoja de la memoria de mayo del 68 puede enunciarse simplemente: ¿cómo un movimiento masivo que sobre todo pretendía impugnar la apropiación de la política por los expertos, es decir, cuestionar la idea de esferas competentes «naturales» (especialmente en el ámbito de la política), pudo reducirse, durante los años siguientes, a un simple «conocimiento» del 68, sobre el que una generación entera de especialistas o autoridades autoproclamadas pudo sentar su valoración? El movimiento barrió las categorías y las definiciones sociales, estableció alianzas y conjunciones imprevisibles entre sectores sociales y personas de origen heterogéneo que lucharon juntas para solucionar sus problemas colectivamente. ¿Cómo un movimiento semejante se pudo reclasificar en categorías «sociológicas» tan estrechas como «medio estudiantil» o «generación»?

En este libro, en primer lugar, quise concentrar la mayor parte de mis esfuerzos en la forma en que la historia oficial consiguió adquirir su autoridad. El resto es el modo en el que formulé el proyecto inicialmente: ¿cómo se ha conmemorado mayo del 68 en Francia diez, veinte, treinta años después del acontecimiento? Pero durante el trabajo un segundo objetivo, no menos importante, se impuso progresivamente: recordar, o más bien resucitar, un clima político del que no quedan más que rastros; en otras palabras, dar una «segunda vida» a mayo del 68 distinta, tanto del aspecto social de los sociólogos como del testimonio de los que pretendieron, a toro pasado, encarnar la memoria oficial del movimiento.

Si mi objetivo era revelar de qué manera se impuso la historia oficial progresivamente, para ello debía no sólo liberar los años post 68 de la tutela de sus antiguos protagonistas, los que formaron la «generación» de estrellas de los años ochenta, sino también de un conjunto de categorías sociales dominantes, como «jóvenes rebeldes», por ejemplo.

Capitalismo, imperialismo y gaullismo

Los acontecimientos del 68 fueron, sobre todo, un rechazo masivo de miles, o incluso de millones de personas, a seguir concibiendo la sociedad de manera tradicional, es decir, como un conjunto de categorías delimitadas y separadas. Por lo tanto, me pareció que escribir la historia de ese rechazo, de su establecimiento en la memoria y de su olvido, exigía una forma distinta, otro tipo de relato que, como el propio movimiento, estaría al mismo tiempo más acá y más allá de la sociología, que se esforzaría por reanudar la crítica filosófica de los escritores y activistas que realizaron, durante la época del 68, un esfuerzo constante para comprender qué ofrecía la política posible y para pensar la acción histórica.

Mi elección, pues, recayó en los intelectuales y militantes para quienes mayo del 68 constituyó un momento clave, o incluso el acto fundador, de su trayectoria intelectual y política: los filósofos Jean-Paul Sartre, Alain Badiou, Jacques Rancière, Maurice Blanchot y Daniel Bensaid; el activista y editor francés François Maspero; y los militantes y escritores Martine Storti y Guy Hocquenghem. Después, en una segunda fase, me dirigí al lenguaje específico de la época y a las prácticas de protagonistas, generalmente anónimos, que formaban los comités de barrios y fábricas: obreros, estudiantes, campesinos y todos los demás que se unieron para cuestionar el sistema en su conjunto, no en función de sus propios intereses, sino en nombre de los intereses de toda la sociedad.

Mi investigación con respecto al lenguaje político del movimiento de mayo del 68 no se satisfizo con la inestimable compilación de documentos realizada por Alain Schnapp y Pierre Vidal-Naquet en 1969. Consideré que las películas documentales, las pequeñas publicaciones, los numerosos folletos fotocopiados, las revistas, a menudo efímeras, y también los comentarios escritos en directo, me resultaban más útiles que las interpretaciones -de Edgar Morin, Claude Lefort o Michel de Certeau, entre otros- tan admiradas después. Efectivamente, basta con dirigirse a los panfletos y octavillas recopilados por Schnapp y Vidal-Naquet para identificar claramente los objetivos ideológicos del movimiento de mayo del 68 en Francia, que se formularon, en realidad, contra tres cuestiones: capitalismo, imperialismo y gaullismo.

Entonces, ¿cómo hemos llegado, treinta años después, a este consenso en torno a mayo del 68, que ya sólo se percibe como una simpática «rebelión juvenil» con acentos poéticos, o como un cambio del estilo de vida? La respuesta se halla en las formas narrativas adoptadas por la historia oficial que, en general, cercan estrechamente el acontecimiento reduciéndolo entonces al mínimo. La primera de estas estrategias, la reducción temporal, interpreta literalmente la expresión «mayo del 68» como «lo que ocurrió durante el mes de mayo de 1968», reduciendo considerablemente, de esta forma, la cronología de los acontecimientos. Según esta óptica, «mayo del 68» habría empezado el 3 de mayo, cuando las fuerzas del orden enviadas a la Sorbona efectuaron las primeras detenciones de estudiantes, lo que desencadenó violentas manifestaciones populares en las calles del barrio Latino durante las semanas siguientes. Y terminaría el 30 de mayo cuando De Gaulle, esgrimiendo la amenaza de una intervención armada, anunció que no dimitiría de la presidencia y disolvió la Asamblea Nacional.

Por lo tanto, mayo del 68 se limita exclusivamente al mes de mayo, ni siquiera se extiende al de junio, durante el que, sin embargo, cerca de nueve millones de trabajadores de todos los ámbitos geográficos y sociales sin distinción, prosiguieron su huelga. Así, la mayor huelga general de la historia de Francia se encuentra relegada al último plano, igual que la génesis de la insurrección, cuyos brotes ya se podían encontrar al final de la guerra de Argelia, es decir a principios de los años sesenta. Ni la violenta represión del Estado que puso fin a los acontecimientos de mayo-junio, ni la violencia izquierdista que duró hasta principios de los años setenta se mencionan. Así se ocultan entre quince y veinte años del radicalismo político cuyos síntomas ya eran evidentes en la emergencia progresiva de una oposición, limitada pero significativa, a la guerra de Argelia y en la adhesión de numerosos franceses, a raíz de la enorme sacudida de las revoluciones anticoloniales, a un análisis «tercermundista» de la política global.

Dicho radicalismo político también fue obvio en las revueltas recurrentes, hacia mediados de los sesenta, de los obreros de las fábricas francesas, así como en la emergencia de un marxismo crítico, antiestalinista, reflejado en los innumerables periódicos que florecieron entre mediados de los años cincuenta y de los sesenta. En realidad, la coyuntura política francesa estaba dominada por un marxismo muy dinámico, tanto en el movimiento obrero como en la universidad -a través de las ideas de Althusser- y en los pequeños grupos maoístas, trotskistas y anarquistas, así como en la investigación como marco del pensamiento filosófico y humanista dominante desde la Segunda Guerra Mundial. Todo eso se desvanece, sin embargo, en favor de un relato en el que mayo del 68 brota repentinamente de la nada, de manera totalmente espontánea. Este olvido seguramente es el precio que hay que pagar para «salvar» el lindo mes de mayo en el que nació la «libertad de expresión».

Esta restricción de los acontecimientos exclusivamente al mes de mayo tiene repercusiones importantes. El encogimiento temporal no sólo establece, sino que además refuerza, la reducción geográfica del escenario de las actuaciones únicamente a la ciudad de París y, más específicamente todavía, al barrio Latino. Una vez más se echa una cortina sobre los trabajadores en huelga en los suburbios de la capital y en todo el país. Las pruebas de la solidaridad que se estableció entre obreros, estudiantes y agricultores en la provincia y en otros lugares se dejan en la sombra. Según algunas fuentes la provincia conoció, durante los meses de mayo y junio, manifestaciones más constantes y más violentas que París, pero la historia oficial no dice nada al respecto. Ni una palabra sobre lo que se vivió en las fábricas de Nantes, Caen y lejos de París, ni sobre la constelación de prácticas e ideas en cuanto a la igualdad que no pueden integrarse posteriormente en el actual paradigma liberal/libertario adoptado por numerosos ex protagonistas de mayo del 68. Como ejemplo significativo está el nacimiento, en la región del Larzac, de un nuevo movimiento campesino antiproductivista, a principios de los años setenta, que conocería una «vida posterior» en el radicalismo rural igualitario de la Confederación campesina con sus ataques contra McDonald y los productos modificados genéticamente (OGM), que no dejó ningún rastro en el discurso oficial de mayo del 68.

La historia oficial, para disimular su reducción narcisista de mayo del 68 exclusivamente a los límites del barrio Latino, intenta darle una cierta dimensión internacional. Haciéndolo oculta el único factor internacional en el que se puede afirmar con certeza el papel principal, en los acontecimientos franceses como en el resto -en las insurrecciones surgidas en Alemania, Japón, Estados Unidos, Italia y otros lugares-, de la crítica del imperialismo estadounidense y la guerra de Vietnam-. La importancia de Vietnam disminuyó considerablemente en las representaciones francesas de mayo del 68 hasta el punto, por ejemplo, de desaparecer completamente en las conmemoraciones televisadas de los años ochenta, únicamente en beneficio del asunto de la revolución sexual. Esta ocultación fue compensada con la creación de otra dimensión «internacional», la de toda una serie de rebeliones, a menudo informes y mal definidas, de jóvenes de los cuatro puntos cardinales del planeta, en nombre o a la búsqueda de la libertad y autonomía personales que Sarga July había definido como «la gran revolución cultural liberal/libertaria».

Después de reducir mayo del 68 a una búsqueda individualista y espiritual, los ex líderes estudiantiles y otros portavoces autorizados, en el momento de su vigésimo aniversario, ampliaron esta búsqueda a una generación global, a todo un sector de edad de todo el mundo, para el que la consigna de los años ochenta, «libertad», definitivamente (y de manera anacrónica) ha sustituido lo que considero que fue la aspiración profunda de los años sesenta: la igualdad.

El obrero y el militante anticolonialista

Esas reducciones elaboradas por la historia oficial permitieron a los estudiantes y al mundo universitario adquirir la exclusividad del papel de representantes de los acontecimientos de mayo del 68. No hay que sorprenderse. Las barricadas, la ocupación de la Sorbona y el teatro del Odéon, las pintadas, sobre todo poéticas, se han vuelto tan inevitables como las caras de tres o cuatro ex líderes estudiantiles a quienes vemos envejecer al compás de las conmemoraciones difundidas cada diez años por la televisión francesa.

Sin embargo, en los años sesenta, la politización masiva de la juventud de las clases medias francesas se desarrolló sobre un fondo de relaciones polémicas e identificaciones increíbles con dos figuras completamente ausentes de este cuadro: el obrero y el militante anticolonialista. Estas dos figuras, los «otros» de la modernidad política, son el hilo conducto de mi investigación, tanto en los «años de mayo», que extendí en este libro desde mediados de los años cincuenta a mediados de los setenta, como después. Entiendo el término «figura» en el sentido de protagonistas históricos y teóricos que reivindican sus derechos y se convierten en objetos de deseo político y en representantes ficticios y teóricos y, finalmente, en el sentido de participantes, de interlocutores en un diálogo frágil, efímero y fijado en un punto concreto de la historia.

El «tercermundismo» francés, de alguna manera, no era más que el reconocimiento, desde finales de los años cincuenta, del hecho de que los antiguos colonizados, gracias a las guerras de independencia, ya formaban una nueva figura del «demos», el pueblo, en el sentido político del término («los condenados de la tierra»). Por la universalización o la denuncia de un mal político que a su vez movilizaba, entre otros, a los estudiantes del mundo occidental, eclipsaba cualquier manifestación de la clase obrera europea. El tercermundismo de principios de los años sesenta se mantuvo hasta después de la guerra de Argelia, antes de beneficiar, a mediados de la misma década, el endurecimiento del compromiso estadounidense en Vietnam.

Es el maoísmo el que, según numerosos militantes de la izquierda francesa, certificó la transición al desviar la atención que hasta entonces se prestaba al campesino que luchaba contra la colonización, hacia el obrero de la metrópolis para reconocer, con los huelguistas de las factorías automovilísticas de Turín, que «Vietnam está en nuestras fábricas». Así, el obrero francés se convierte, literalmente, en la figura central de los movimientos sociales de mayo del 68. Aunque el maoísmo no fue el único responsable. En Francia, durante los años sesenta, el anticapitalismo se ejercía al mismo tiempo que antiimperialismo, y sus discursos se enredaban en una trama compleja. En esa época, el lema «¡todos en pie, compañeros, por la Bolivia socialista!» bastaba para movilizar a 3.000 trotskistas, cualquier noche de la semana, en la Mutualité de París.

La fuerza intelectual de mayo del 68 residía en la unión de la protesta intelectual con la lucha de los trabajadores. En otras palabras, la subjetividad política que surgió en mayo era de tipo relacional, construida en torno a un debate sobre la igualdad; una experiencia cotidiana de identificaciones, aspiraciones comunes, encuentros más o menos exitosos, reuniones, decepciones y desilusiones. La igualdad, tal como se experimentó masivamente en aquel momento -es decir, como una práctica inscrita en el presente y probada como tal, y no como un objetivo a conseguir- constituye un enorme reto para toda la representación futura. Ya se trate de la creación de modos de actuación dirigidos a poner fin a las formas tradicionales de representación y delegación políticas eliminando las divisiones entre líderes y militantes básicos, o de la instauración de prácticas sintomáticas del compromiso masivo no reservadas únicamente a los especialistas, sino objeto de preocupación de todos, tal experiencia no puede más que amenazar los escasos métodos de los que disponemos para describir la vida diaria y sus representaciones sociales.

El problema pasa a ser todavía más espinoso veinte años más tarde, durante los años ochenta, en un clima ideológico fomentado con el pretexto de una crítica del igualitarismo. El ataque ambiciona hacer de la igualdad un sinónimo de uniformidad, control o alineación, o también de adversario feroz de la libre competencia. Cuando la idea misma de unión entre contestación intelectual y lucha de los trabajadores viene a esfumarse o a caer en el olvido, apenas subsiste ya de mayo del 68 nada más que el preludio de una contracultura «emancipadora», una metafísica del deseo y la liberación, la repetición general de un mundo constituido por «máquinas que desean» e «individuos autónomos» irremediablemente arraigados en su experiencia subjetiva.

A partir de mediados de los años setenta, nuevas figuras toman el relevo del obrero y el militante anticolonialista y movilizan la atención de los medios de comunicación. La imagen abstracta de una «plebe» que encarnaba el desamparo y la impotencia, ha servido de modelo para diseñar la figura emblemática del sufrimiento, actualmente en el centro del discurso de los derechos humanos. Y la figura del «disidente» enfocó de nuevo la atención de los franceses en la Guerra Fría más que sobre la problemática Norte-Sur que dominó los años sesenta. La víctima humana pasa a ser el centro de las representaciones, los «condenados de la tierra» se convierten simplemente en los «condenados», privados de cualquier subjetividad política, incapaces de universalizar la culpa de sus sufrimientos, reducidos a una figura de pura alteridad: víctimas o bárbaros. Al menos en Francia, como demuestro en el capítulo «Diferentes ventanas, los mismos rostros», el nuevo discurso ético en torno a los derechos humanos, formulado principalmente por ex izquierdistas deseosos de poner distancia con su pasado militante y huir de las desilusiones de mayo del 68, desempeñó un papel principal en el olvido de mayo del 68.

La necesidad del rechazo

En otros términos se puede decir que la necesidad de rechazar mayo del 68, que comienza a manifestarse hacia 1976, implica un repliegue de la esfera política hacia la esfera ética, lo que deforma no sólo la ideología del movimiento, sino también lo esencial de su herencia. Los ex izquierdistas que reivindicaron la custodia estaban entonces especialmente bien situados para revisar el significado de los acontecimientos a la luz de su «transformación espiritual». Mientras que la cultura de 1968 se había opuesto radicalmente, a veces incluso con violencia, al discurso moralizante que prevalecería a partir de finales de los años setenta, aquí se encuentra redefinido, no por la política, sino por la moral personal.

Una nueva etapa se cruzaría con la llegada de lo que Guy Hocquenghem denomina el «moralismo belicista» de los Nuevos Filósofos. En la segunda mitad del libro, expongo cómo la necesidad de enterrar mayo del 68 fue servida por los discursos sobre el totalitarismo suministrados por dichos Nuevos Filósofos y por las dos figuras del nuevo régimen de representación a partir de las cuales el final de los años setenta va a distinguir el bien del mal, a saber, los derechos humanos y el par gulag/holocausto.

«Nadie murió en el 68». En realidad esta frase que se ha oído a menudo, es falsa. Se debe interpretar su recurrencia casi obsesiva como una voluntad de dar a la insurrección, al igual que a los militantes y al Estado, una dimensión inofensiva, casi de «niños buenos». ¿Se debe medir la importancia de un acontecimiento según sus muertos? Cuando se trata de un acontecimiento cultural, ciertamente no; y está claro que la historia oficial de finales de los ochenta clasificó a mayo del 68 con esta etiqueta ya que, desde un punto de vista político, no pasó absolutamente nada -sus efectos no fueron más que puramente culturales-, o al menos es lo que afirma la versión consensual que la historia fijó, autorizó, impuso, celebró y conmemoró en los libros y programas televisados de los que hablo en el capítulo «Diferentes ventanas, los mismos rostros».

Se empleaba comúnmente el adjetivo «cultural» para hacer referencia a las numerosas transformaciones que se operaron al mismo tiempo en el estilo de vida y en la vida cotidiana, y también para designar los nuevos comportamientos que aparecieron en los años setenta, por ejemplo la generalización del uso de pantalones por las mujeres o el tuteo. Sin embargo, ¿en qué medida se puede establecer una relación causa-efecto entre el acontecimiento en sí mismo y su presunto impacto cultural? Como señaló anteriormente Jean-Franklin Narot, todo lo que originó una apertura durante esos meses, así como todo lo que pasó más tarde, no era forzosamente imputable al movimiento. La mayoría de las convulsiones de la vida cotidiana que figuran con la etiqueta de «consecuencias culturales de mayo del 68» se produjeron de manera similar en todos los países occidentales sometidos a una aceleración de la modernización capitalista, tuvieran o no su mayo del 68 (2).

¿Y si una expresión tan vaga como «efectos culturales» fuera comparable a lo que se llama en los países anglosajones «contracultura»? Al contrario que en Estados Unidos o Gran Bretaña, que conocieron durante los años 60 y 70 la evolución contracultural, tan floreciente como imaginativa, especialmente en el ámbito musical, la Francia post 68 lo único que hizo fue importarla. En Gran Bretaña o Estados Unidos, como señaló Peter Dews, era totalmente concebible que el acceso a la cultura política se hiciera a hurtadillas a través de la contracultura; en Francia e Italia, en cambio, la «contracultura» de los años setenta, generalmente, no era más que los restos de una militancia política más radical que la que surgió en Estados Unidos (3).

Por supuesto los acontecimientos del 68, igual que la filosofía y las ciencias humanas en general, tienen una gran parte de responsabilidad en la llegada a Francia, durante los años setenta, de un período de innovación y creatividad sin precedentes. En los años que siguieron a 1968 parecía que no había límites a los proyectos y empresas de propagación de las ideas; nacieron numerosos diarios y fórmulas editoriales. Todos con la preocupación común de prolongar el acontecimiento u orientar la acción política en esa dirección. En el capítulo «Maneras y prácticas» ilustro este punto con varios ejemplos, especialmente de revistas que germinaron repentinamente en el campo de historiografía.

Esas revistas se inscriben en un marco más amplio, amplitud que podemos comprobar gracias al inventario elaborado por Françoise Proust, demasiado largo para citarlo aquí de manera exhaustiva. Entre algunos ejemplos de innovaciones editoriales, cita la creación de 10/18 (1968), Lattès (1968), Champ libre (1968), Points, Seuil (1970), Galilée (1971), Folio, Gallimard (1972), les Editions des Femmes (1974), Actes Sud (1978); y en el ámbito de las revistas culturales, la creación de Change (1968), L’Autre Scène (1969), Nouvelle revue de psychanalyse (1970), Actuel (1970), Tel Quel (1972), Afrique-Asie (1972), Actes de la recherche en sciences sociales (1975), Révoltes logiques (1975) y Hérodote (1976). Finalmente, en la prensa, hacen su aparición Hara-Kiri Hebdo (1969), L’Idiot international (1969), Tout (1970), Libération (1973) y Le Gai Pied (1979). Según Proust, la afirmación de un pensamiento innovador no puede dejar de suscitar una reacción. Por ello el período 1976-1978, que coincide con la llegada al escenario mediático de una nueva clase de intelectuales, los Nuevos Filósofos, señala el principio del fin de la efervescencia creativa de mayo de 68 (4).

La conjunción de los acontecimientos

Mayo del 68 apenas tuvo influencia en las esferas de la alta cultura francesa, más concretamente en la literatura. Patrick Combes demostró que sólo la novela, muy tímidamente, intentó reflejar la dimensión política del acontecimiento. La aplastante mayoría de las novelas posteriores a 1968, simplemente copió el planteamiento de los medios de comunicación eligiendo, por ejemplo, presentar los acontecimientos a través de la conciencia atormentada de un héroe, a menudo caricaturizado, en plena crisis existencial, sobre un fondo de barricadas; y eso a pesar del hecho, como no he dejado de comprobar durante mis investigaciones, de que en sus recuerdos, los individuos que vivieron el mayo del 68, todos hicieron hincapié en su pertenencia activa a un grupo social. Sólo a principios de los años ochenta en las páginas de obras más populares, como novelas policíacas, pude encontrar intentos reales de comprender el sentido de esa voluntad de hacer tabla rasa de un pasado reciente -la guerra de Argelia o mayo del 68- y la dimensión política de una nueva sociabilidad que se manifestaba en esos momentos.

Con este libro he querido oponerme a la corriente dominante desde los años ochenta que sólo concede a mayo del 68 dimensiones culturales, cuando no morales y espirituales. La posición que adopto es la contraria: mayo del 68 fue, desde mi punto de vista, sobre todo un acontecimiento político -empleo aquí «político» en un sentido muy diferente de la actual «política partidista»-

Mayo del 68 no tenía en sí nada de acontecimiento artístico. Por otra parte ha dejado muy pocas imágenes ya que, después de todo, la televisión francesa también estaba en huelga. En cambio proliferaron las caricaturas e ilustraciones políticas -firmadas por Willem, Siné, Cabu y otros-; también hay muchas fotos. Parece que sólo los medios artísticos más rudimentarios pudieron seguir el ritmo de los acontecimientos. Y eso demuestra de qué forma la política ejercía una irresistible fuerza de atracción sobre la cultura, hasta el punto de hacerla renunciar a cualquier autonomía. ¿Cómo se explica, si no, que de repente el arte considerase que debía no sólo seguir los acontecimientos de cerca, sino además fusionarse con ellos y convertirse en un todo con la actualidad del momento?

Mayo del 68 vuelve a confirmar la asimetría y la estanqueidad que parece dominar en Francia la relación entre cultura y política. En realidad, la falta de relación está en el mismo corazón del acontecimiento: el fracaso de las soluciones culturales para dar una respuesta, la creación y el desarrollo de formas políticas completamente opuestas a las formas culturales ya existentes o la exigencia de prácticas políticas frente a las prácticas culturales.

La experiencia que llevaron a cabo los estudiantes de Bellas Artes ilustra esta tendencia mejor que cualquier otra: durante mayo del 68, dichos estudiantes ocuparon su escuela, que rebautizaron como «Taller popular de las Bellas Artes», y se dedicaron a producir, a un ritmo infernal, los carteles de apoyo a la huelga que en aquellos momentos empapelaban los muros de París. El «mensaje», contundente y directo, de la mayoría de esos carteles era afirmar, a veces de manera perentoria, que la lucha continuaba: «Sigamos luchando», «la huelga continúa», «contraofensiva: sigue la huelga», «conductores de taxis: sigue la lucha», «Maine Montparnasse: la lucha continúa». La ambición de estos carteles no era «representar» lo que estaba pasando, sino propagar los acontecimientos fusionándose con ellos. Para eso había que ser rápidos. Los estudiantes no tardaron en comprenderlo y rápidamente abandonaron la litografía que, a razón de diez a quince impresiones por hora, era muy lenta para cubrir semejante movimiento masivo. La serigrafía, ligera y fácil de usar, permitió producir hasta 250 ejemplares por hora.

Pero si la utilización de un medio rápido y flexible hubiera hecho posible, gracias a los carteles, la fusión del arte y el acontecimiento, esto no era, sin embargo, el factor esencial. Treinta años después Gérard Fromanger, uno de los militantes activos del Taller popular, recuerda la forma en que se realizaron los carteles. El título de su ensayo, «L’art c’est ce qui rend la vie plus intéressante que l’art» (El arte es lo que hace que la vida sea más interesante que el arte, N. de T.), ya dice mucho sobre el abanico de posibilidades que se abre cuando el arte se niega a aislarse de la sociedad o cuando ambiciona participar más que representar: «¡Mayo del 68, fue eso! Los artistas ya no estaban en sus talleres, ya no trabajaban, ya no podían pintar porque la realidad era mucho más potente que todas sus invenciones. Naturalmente se convirtieron en militantes, yo el primero. Se creó el Taller popular de las Bellas Artes y hacíamos carteles. Todo el país estaba en huelga y nosotros no hemos trabajado tanto en nuestra vida. Era necesario» (6).

Pero hace poco el nuevo reparto político francés ha permitido mirar de otra manera a mayo del 68. Las huelgas masivas del invierno 1995 en Francia, seguidas algunos años después por los acontecimientos de Seattle, han contribuido ciertamente a la formación, en Francia como en otras partes, de una nueva coyuntura política y de sus capacidades de innovación. Otros dos cambios en el clima político e intelectual francés tuvieron una importancia capital para mi investigación. En los últimos años ha aparecido años una serie de relatos políticos alternativos consagrados a los últimos treinta años, mayoritariamente escritos por personas activas durante la época del 68, que quieren encontrar un pasado -ya se trate del suyo o del de los otros- que consideran que se ha deformado, o incluso tergiversado, durante los años de Giscard y Mitterrand. Paralelamente, por primera vez en Francia, jóvenes investigadores, la mayoría historiadores, comenzaron a interesarse seriamente por la guerra de Argelia y por mayo del 68. Los esfuerzos combinados de estos trabajos permiten abrir un nuevo capítulo en la historia de la memoria del 68. Gracias a ellos, mi trabajo ahora está menos solo.

(1) Jean-Pierre Rioux, «A propos des célébrations décennales du Mai français», en Vingtième siècle, n° 23 (junio-septiembre de 1989), p. 49-58; Antoine Prost, «Quoi de neuf sur le Mai français», in Le Mouvement social, n° 143 (abril-junio de 1988), p. 91-97.

(2) La adopción de los franceses y otros europeos de prácticas de consumo de inspiración estadounidense se extiende sobre un período más amplio de la posguerra. Estudié la versión francesa de este fenómeno en Aller plus vite, laver plus blanc. La culture française au tournant des années 1960, Paris, Flammarion. Los acontecimientos de mayo del 68 constituyen una interrupción, y no una aceleración, en el desarrollo de este proceso.

(3) Peter Dews, «The Nuevo Filosofía and Foucault», en Economy and Society, n° 8, 2 (mayo de 1979), p. 168.

(4) Françoise Proust, «Débattre ou résister», en Lignes, 32, octubre de 1998, p. 106-120. Para Proust, que es filósofo, el final definitivo de este período de abundancia intelectual utópica se produjo en 1980 con el primer número de la revista de Marcel Gauchet y Pierre Nora, Le Débat, que consagró varios números a apoyar la obra de Luc Ferry y Alain Renat, La Pensée 68 (en el capítulo «Le consensus et sa ruine»), que desempeñó un papel importante en la construcción de la «historia oficial» del 68. Según Proust, esta revista marcó la vuelta definitiva a un diálogo limitado a los «intelectuales y técnicos (léase expertos), a través del cual el intelectual interioriza la democracia: renuncia a los inútiles deseos de cambiar el mundo y asume que la democracia representativa, sus instituciones y sus normas, es el último horizonte de cualquier grupo político; por lo tanto su función es el debate constante con los responsables a quienes trata de ayudar a pensar racionalmente las realidades, los problemas y las crisis políticas y culturales que encuentra una democracia. Al editor de la revista Le Débat, Pierre Nora, le gustaba destacar la coincidencia de la aparición de esta nueva revista con la muerte de Sartre, como declaró en una entrevista en la que definió Le Débat como lo contrario de Temps modernes y su filosofía del compromiso».

(5) Gérard Fromanger, «L’art c’est ce qui rend la vie plus intéressante que l’art», en Libération, 14 de mayo de 1998, p. 43. Ver también Adrian Rifkin, «Introduction», Photogenic Painting, Sarah Wilson, Londres, Black Dog Press, 1999, p. 21-59.

Original en francés: http://www.monde-diplomatique.fr/2008/04/ROSS/15843

Kristin Ross es profesora de Literatura Comparada en la New York University. Estudió en la Universidad de California y obtuvo su doctorado de Literatura Francesa en Yale en 1981. Es autora de varios libros sobre la cultura política francesa, como Aller plus vite, laver plus blanc, Flammarion, 2006, sobre la modernización de Francia en los años 60. También ha traducido al inglés la obra de Jacques Rancière Le Maître ignorant (The Ignorant Schoolmaster), Stanford, 1990.

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y la fuente.