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Ponencia para la II Conferencia Internacional La Obra de Carlos Marx y los desafíos del Siglo XXI, La Habana, del 4 al 8 de mayo de 2004

Melena blanca, bigote negro, traje oscuro

Fuentes: Cuba Siglo XXI

En la penumbra gris y opaca del anochecer, sólo se alcanzaba a vislumbrar el contorno de su barba blanca y su espeso bigote negro. Su larga cabellera se mantenía medio despeinada. Parecía exhausto, agotado, casi desilusionado. Estaba muy solo y bastante triste. Vestía un saco antiguo, totalmente fuera de moda, de colores oscuros. Tenía apoyada […]

En la penumbra gris y opaca del anochecer, sólo se alcanzaba a vislumbrar el contorno de su barba blanca y su espeso bigote negro. Su larga cabellera se mantenía medio despeinada. Parecía exhausto, agotado, casi desilusionado. Estaba muy solo y bastante triste.

Vestía un saco antiguo, totalmente fuera de moda, de colores oscuros. Tenía apoyada la mano en el estómago y, sobre ella, un pequeño reloj con cadena. Permaneció sentado sobre una silla de madera, tieso, con una mirada enigmática, como preguntándose. Así quedó, petrificado, cuando la noche se volvió oscura.

Paulatinamente corrió el rumor. Era el año 1989. Muchos lo dieron por muerto. Como tantas otras veces. Habían esperado ese momento desde un tiempo sin memoria. Festejaron con un entusiasmo desbocado y grosero. ¡Ahora sí!, se codeaban mutuamente, mientras acariciaban, entre risotadas y exabruptos, sus tarjetas de crédito y sus acciones bursátiles. Esos años inmediatos fueron crueles, despiadados, inmorales. Ellos no tuvieron escrúpulos. Ni una pizca de lástima. Los aprovecharon bien, con una obscenidad y un cinismo sin límites.

Pero al poco rato regresó. Estaba anonadado. Aunque los conocía de cerca, porque los había estudiado durante décadas, le costaba asimilar la tremenda frivolidad de sus enemigos.

Ahora ya no estaba en penumbras. Se lo veía sonriente, enérgico, decidido. Como quien retorna en la mañana con ganas de recuperar el tiempo perdido. Venía caminando con movimientos rápidos y pasos cortos. Tampoco estaba solo. Lo acompañaban muchos jóvenes, un nutrido racimo de muchachos y muchachas de diversas nacionalidades y culturas, vestidos de una manera muy distinta a la suya. Sus peinados contrastaban con la larga cabellera canosa del viejo. Conversaban animadamente sobre las nuevas estrategias del capital, la globalización y la lucha contra el imperialismo.

Él les hablaba gesticulando, enfatizando cada palabra con un gesto de la mano. Ellos lo interrogaban y escuchaban sus respuestas con atención. Lo observaban con una expresión de asombro que no terminaba nunca de apagarse. Estaban impresionados. Después de casi dos décadas de discursos fragmentarios, monocordes y «realistas», volver a encontrarse con los conceptos totalizantes del viejo generaba una emoción difícil de disimular. Sus preguntas siempre apasionadas provocaban una inmediata aceleración de las palpitaciones.

Cuando lo vieron aparecer de nuevo, asomando su melena blanca en medio de tantos jóvenes, sus enemigos no lo podían creer. Se les cayó la mandíbula. ¡Era imposible que el fantasma hubiera resurgido de las cenizas!

Tratando de explicar ese repentino regreso, durante el año 1999 la BBC News On line de Londres realizó una votación por Internet en la que preguntaba quiénes eran «los diez pensadores más grandes del milenio». El resultado confirmaba lo que se temía. Esos jóvenes no se habían equivocado. Había vuelto.

La compulsa de la BBC culminó de la siguiente manera: primero Carlos Marx, segundo Alberto Einstein, tercero Isaac Newton, cuarto Carlos Darwin, quinto Santo Tomás de Aquino…décimo Federico Nietzsche.

Con la boca abierta y sin argumentos, algunos periodistas de medios de comunicación «independientes» y «serios» sólo atinaron a explicar el sorprendente resultado de la encuesta británica afirmando que «Fidel Castro ordenó votar por Internet a todos los cubanos y por eso ganó Marx…». Fue cómico. Y también patético.

Obviamente, la importancia y la justeza de las ideas de un pensador no pueden medirse en términos cuantitativos. Y menos que nada a través de encuestas, instrumento de análisis sociológico que se ha convertido en uno de los elementos privilegiados para reforzar el consenso y la dominación política durante los simulacros de elecciones desarrolladas periódicamente en las «democracias» capitalistas de nuestros días.

La encuesta de la BBC debería ser tomada entonces con pinzas y cuentagotas. No define nada. Sin embargo, que el nombre de Marx deje de estar asociado, como ocurrió en los primeros años ’90, a los escombros del Muro de Berlín y al derrumbe -sin dignidad ni decoro- de las burocracias de los regímenes eurorientales y comience, nuevamente, a ser símbolo de la rebelión juvenil contra la mundialización del capital constituye todo un síntoma de época.

El Moro (como lo llamaban cariñosamente su familia y sus amigos) dejó una obra monumental. Por el contenido, por el brillo y también por el tamaño. Todavía hoy, en la madrugada del siglo XXI, restan materiales de Marx que aún no han sido traducidos a nuestro idioma. Sus papeles y manuscritos póstumos son casi tan extensos como los libros editados en vida. Muchos de esos papeles vieron la luz gracias a su inseparable amigo y compañero Federico Engels. Otros, fueron publicados hacia fines del siglo XIX por la socialdemocracia alemana, corriente que le introdujo no pocos cortes y mutilaciones. Más tarde, durante el primer tercio del siglo XX, la edición estuvo a cargo de uno de los máximos estudiosos mundiales del marxismo, conocido por el seudónimo de David Riazanov. Un entrañable compañero, trágicamente asesinado en tiempos de Stalin. De la mano de Riazanov (quien llegó a tener como «ayudantes» y «colaboradores» de su trabajo editorial a pensadores de la talla de György Lukács) pudimos conocer los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y La ideología alemana, sin mencionar numerosos escritos históricos y políticos de los fundadores de la filosofía de la praxis.

De esa impresionante acumulación de escritos, a los que Marx subordinó su felicidad personal, el bienestar de su familia y hasta su salud física, El Capital sigue siendo una obra fundamental. «Un cañonazo» y «un misil contra la burguesía», como lo describió su autor sin haber exagerado en lo más mínimo.

Cuando a inicios de la revolución cubana Fidel y el Che se pusieron a estudiar en forma colectiva El Capital, seguramente deben haber tenido por delante una serie inimaginable de urgencias que resolver. Lo mismo le debe haber ocurrido a Lenin y a sus compañeros bolcheviques cuando lo estudiaban en las catacumbas de la autocracia zarista. Y a Rosa Luxemburg, cuando se puso a repasar los análisis de El Capital sobre la reproducción mientras alentaba el surgimiento de una corriente revolucionaria en Alemania. En Argentina, ocultos y clandestinos, entre una y otra dictadura militar, Santucho y sus compañeros se esforzaron por estudiar a Marx y también llegaron, con la ayuda de Lenin, hasta la Ciencia de la Lógica de Hegel. ¿Por qué todos ellos le dedicaron tiempo y esfuerzo, a pesar de condiciones tan poco propicias, a la lectura y al estudio de esta obra tan compleja?

¿Y nosotros? ¿No tenemos acaso otras demandas más urgentes?

Cada quien responderá a su manera. En nuestra opinión no todo lo que hay que saber en la vida se encuentra en El Capital. Grave equivocación la de aquellos que nos sugieren leer únicamente textos marxistas y dejar de lado el resto del pensamiento social, clásico y contemporáneo.

Sin embargo, si uno pretende acompañar y legitimar la rebelión cotidiana contra el modo de vida capitalista con herramientas teóricas y conceptuales, conviene no desconocer ni olvidar El Capital. En esta obra de escandalosa actualidad Marx hunde el cuchillo de la crítica en el corazón del modo de producción capitalista. No le tiembla el pulso ni la mano. Allí descubre un entramado de relaciones sociales en el cual la explotación viene entrecruzada por relaciones de dominación.

A contrapelo de la mirada economicista (que el neoliberalismo instaló como sentido común durante los años ’80 y ’90), Marx vuelve observable algo que está oculto para el fetichismo de las apariencias donde se mueve cómodamente la economía neoclásica. El valor, el dinero y el capital no son cosas ni «factores de producción» -como dicen los manuales de economía de la Universidad argentina-, sino relaciones. Relaciones de producción, atravesadas por la lucha de clases, por lo tanto, relaciones sociales de poder y de fuerza. No hay economía «pura» sin política, sin poder y sin relaciones de fuerza. La política no es algo externo a las relaciones sociales. Algo así como un aditamento «superestructural». Un epifenómeno que se derivaría de manera lineal del «factor económico». Por eso El Capital no es un manual (izquierdista) de economía, sino una Crítica de la economía política.

Sospechamos que esa crítica de la economía política tiene mucho que aportar a la hora de replantearnos la lucha contra el capitalismo globalizado de nuestros días.

Durante demasiado tiempo, el marxismo oficial en los países del Este -difundido a todo vapor en América Latina a través de una extendida serie de manuales de divulgación- depositó sus esperanzas en un supuesto desarrollo autónomo de la economía. Se subestimó la lucha contrahegemónica. La batalla cultural por la creación de hombres y mujeres nuevos, el gran sueño del Che Guevara, a pesar de los elogios formales y de compromiso, fue recluida en la buhardilla de los trastos viejos. Ese proyecto por la creación de una nueva subjetividad histórica no entraba en el lecho de Procusto del archicitado «reflejo superestructural».

De este modo, en aquella ideología oficial el mercado se transformó en el demiurgo mágico cuyo desarrollo y expansión posibilitaría, supuestamente, «alcanzar al capitalismo» y disputarle en su mismo terreno. La competencia capitalista fue reproducida al interior de las sociedades del Este europeo, cambiando solamente el término de «competencia» por el de «emulación», como si esa simple sustitución nominalista pudiera impedir o frenar el deterioro de la conciencia socialista en las masas populares. El proyecto comunista y las aspiraciones radicales de los primeros tiempos de la revolución bolchevique fueron trágicamente reemplazados por la razón de Estado, el oportunismo político y el pragmatismo economicista, acompañados, como suele ocurrir, por el más feroz dogmatismo ideológico. Todo en nombre del «realismo». Hoy en día ha quedado más que claro a qué conducen los cantos de sirena del «realismo»… cuyos susurros vuelven periódicamente a merodear en los oídos de los revolucionarios.

En América Latina, esa codificación otrora oficial desconoció todo lo original aportado por la experiencia política y cultural de nuestro continente. Desde ese estrecho marco que cerraba caprichosamente el ángulo de la mirada, la Reforma Universitaria nacida en Córdoba, Argentina, en 1918 (es decir, 50 años antes que el mayo francés…) y extendida rápidamente hasta Cuba y México, pasando por el Perú y el Brasil, se convirtió en «una corriente idealista de ideología confusa, pequeñoburguesa y reaccionaria». José Carlos Mariátegui, a pesar de su crispada polémica con Haya de la Torre, se transformó por arte de prestidigitador en apenas un simple «populista» (Miroshevski dixit). José Martí en un demócrata progresista, pero… pequeñoburgués. El Che Guevara en un ingenuo «aventurero ultraizquierdista y foquista». Etc, etc, etc. Todo proceso cultural que no encajara en los moldes pretendidamente «clásicos» de Europa, quedaba por decreto fuera de la historia. Si América Latina tenía un desarrollo económico atrasado (con supuestas reminiscencias «feudales»…), y si la economía determinaba de manera unívoca a la superestructura, pues entonces necesariamente toda la cultura política latinoamericana debía ser ineluctablemente un reflejo de ese atraso. Era inconcebible cualquier desarrollo autónomo y original que se adelantase al orden establecido.

Desde ese patrón eurocéntrico de medida, la cultura radical que acompaña a la Reforma Universitaria, y años más tarde, la pedagogía del oprimido, la teoría de la dependencia, la teología de la liberación y todo el proceso insurreccional que la revolución cubana alienta en el continente son clasificados, sin mayores trámites, como herejías (en clásico lenguaje religioso a pesar del «ateísmo científico») o revisionismos (en la jerga tradicional, no menos religiosa). Para ese marxismo unilateral y rudimentario, lo real maravilloso que Alejo Carpentier definió como una característica de nuestra América resultaba incomprensible y sospechoso. Tan sospechoso -o incluso más- que aquella imaginación libertaria reclamada por el 68 europeo.

Pero esa metafísica brutalmente economicista que tanto daño hizo al marxismo no desapareció con el hundimiento de los países del Este. Al contrario. El pensamiento burgués de nuestros días, a pesar de su anticomunismo galopante, la reproduce a un grado infinitamente mayor. Al resquebrajarse la contención del capital que obligó a los empresarios y teóricos occidentales a desarrollar una revolución pasiva para prevenir la indisciplina de los trabajadores -Henry Ford y John Maynard Keynes fueron emblemáticos, en este sentido-, el fetichismo economicista se multiplicó hasta el paroxismo, ahora de la mano de la economía neoclásica. «Los Mercados», como si tuvieran vida propia, se engulleron el planeta. El neoliberalismo de Milton Friedman, von Hayek, Karl Popper, Thatcher y Reagan, hegemónico durante los años ’80 y ’90, fue la expresión ideológica de este proceso.

¿Por qué el marxismo de los países del Este no pudo enfrentar esa ofensiva ideológica? Resulta demasiado simplista y caricaturesco responsabilizar únicamente a un burócrata desideologizado como Gorbachov por esa derrota. Las raíces que la explican son mucho más antiguas y profundas. ¿Cómo podría contrarrestar el aluvión neoliberal aquel marxismo que postulaba, ya desde los tiempos de Stalin (mucho antes que Gorbachov) que «la conciencia siempre atrasa frente a la economía». La llamada ley del «retardo de la conciencia» depositaba el motor de la historia exclusivamente en el desarrollo tecnológico. La lucha por la hegemonía, la ética y los valores, la cultura y la ideología, en suma, la batalla de las ideas (para utilizar una expresión de Martí tan cara a Fidel) se encontraba completamente desdibujada. No casualmente nuestro entrañable Roque Dalton, con su filosa ironía humorística de siempre, se preguntó: «¿ Qué le dijo el Movimiento Comunista Internacional a Gramsci? No tengo edad, no tengo edad para amaaaaaarte….»

Desgastada esa pretendida ortodoxia economicista, el marxismo del siglo XXI deberá poner en el eje de su reflexión y de sus prácticas la lucha cultural, la batalla de las ideas, la confrontación de los valores, la insubordinación como una ética de vida y la creación de una nueva subjetividad (de hombres nuevos y mujeres nuevas).

¡Debemos aprender de nuestros enemigos! Ya en el año 1987, en la Conferencia de Ejércitos Americanos de Mar del Plata (Argentina), las Fuerzas Armadas norteamericanas y sus sirvientes locales, definieron al marxismo gramsciano y a la teología de la liberación como los enemigos estratégicos de nuestros días. En este registro de pensamiento, uno de los estrategas del Ejército argentino e ideólogo de varias dictaduras militares, el general Osiris Villegas, sostuvo en varios de sus libros que la lucha cultural y la batalla por la conciencia constituye uno de los núcleos fundamentales de la guerra revolucionaria de nuestros días.

El Marx del siglo XXI, nuestro Marx, será precisamente aquel que prioriza como eje de su monumental obra la crítica del fetichismo. No sólo en el terreno económico de la economía globalizada, que él ya describió y pronosticó en El Manifiesto Comunista, sino también en aquella otra esfera menos visible y ruidosa, pero no menos importante: la metafísica de la vida cotidiana y el mundo de la seudoconcreción, como los llamaba Karel Kosik. Es decir, el terreno del sentido común, donde se desarrolla día a día la batalla por el corazón, la mente y los sueños de nuestros pueblos.

El marxismo, entendido como teoría crítica y no como razón de Estado, concebido como filosofía política de la praxis y no como una cosmología evolucionista de la naturaleza, tiene mucho que ofrecer a las y los jóvenes de hoy que en todo el mundo se hacen nuevas preguntas y ya no se conforman con las respuestas mediocres del neoliberalismo, la resignación del posmodernismo ni con la impotencia política elevada a metafísica por el posestructuralismo. Si las resistencias mundiales pretenden triunfar contra la dominación imperialista del capital globalizado, no podrán prescindir de su legado.

¿Tiene entonces sentido insistir, una vez más, con el viejo de melena blanca, bigote negro y traje antiguo? Creemos que sí. Vale la pena hacer el esfuerzo por desaprender los lugares comunes, bastardeados hasta el límite, que hasta ayer nomás monopolizaban la palabra en el campo revolucionario. Carlos Marx, viejo pero joven, canoso pero enérgico, crítico pero entusiasmado, con el pesimismo de su reflexión pero con el optimismo de su voluntad, seguirá dando batallas junto a nosotros. Y nosotros junto a él.

(febrero, 2004)