Cuenta Azar Nafisi que en los años noventa poblaba las calles de Teherán una consigna de Jomeini que aseguraba que la república islámica sobrevivía gracias a sus ceremonias fúnebres, por lo que llamaba a participar en ellas como el mayor acto político y social que podían realizar los ciudadanos. Y añadía la escritora, hoy exiliada, […]
Cuenta Azar Nafisi que en los años noventa poblaba las calles de Teherán una consigna de Jomeini que aseguraba que la república islámica sobrevivía gracias a sus ceremonias fúnebres, por lo que llamaba a participar en ellas como el mayor acto político y social que podían realizar los ciudadanos. Y añadía la escritora, hoy exiliada, que ella podía testificar la verdad indiscutible de aquella afirmación que le hizo abrir los ojos y comprender cuál era uno de los mecanismos más importantes de fidelidad política y participación social.
No es necesario estar muy al caso para darse cuenta de que la actividad pública sobre la memoria política mantiene casi siempre su vida alrededor de lo muerto. Es como si la memoria tuviese una vida especialmente fúnebre. Simposios, reuniones, exposiciones, y tantos otros emprendimientos populares, efectuados con esfuerzo, sobre hombres y mujeres ejecutados y mal enterrados para humillar a hijos, a padres o a hermanos, constituyen el empuje y estímulo primordial en todo aquello relativo a la memoria política del pasado. Siempre, o casi siempre, lo muerto, o la evocación a lo muerto, es el eje de la acción memorial. Las fosas, los osarios, las ejecuciones… Por su parte, la Administración establece recursos nada desdeñables destinados a calcular el «coste humano» de la guerra con unos resultados contradictorios y pobres, que en muchos casos no resistirían una evaluación independiente -por ejemplo, el mapa de fosas elaborado por el Gobierno de Catalunya-. Por lo demás, esa expresión histórico administrativa -«coste humano de la guerra»- ha servido para consolidar los consensos sobre el sujeto-víctima, establecidos en una suerte de positivismo funerario cuyo principio establece que el conocimiento de la represión generada por la dictadura está explicado, y empíricamente informado, por el número de muertes, que resumen, concentran y encierran el daño efectuado a la sociedad. El resto es ganga.
Esa contracción de la represión al dato de lo muerto, o a la técnica de matar, ha condicionado la manera de proceder en las políticas de reparación y memoria de los gobiernos, que han hallado así la posibilidad de soslayar las preguntas, consecuencias y responsabilidades que tienen sobre el único coste real posible, el «coste social», que, además del «coste humano», incluye otros efectos que no aparecen de inmediato en una sociedad. El «coste humano», tomado en solitario, no trae mayores problemas; es un subterfugio pacífico, piadoso, cuenta o recuenta cadáveres, y permite el consuelo de las administraciones por medio de la práctica de extender certificados que acreditan (y agradecen) el tormento, como quien despacha diplomas de buena conducta escolar para embellecer el salón de cada hogar separado del resto de los hogares, cada uno con su diploma y su tresillo.
No recuerdo monumentos o espacios dedicados a un éxito colectivo como no sea relativo a una victoria militar, o a una derrota considerada como un éxito por la Administración que amuebló el espacio, por ejemplo, el conjunto escultórico relativo a los héroes del 2 de Mayo en Madrid, una masacre convertida en éxito nacional -cuando nadie hablaba de nación en España, porque no la había-. La frontera entre derrota y victoria, entre héroe y mártir, es una débil membrana en el extraño territorio de la evocación. Mafalda decía que el mártir es un héroe con mala suerte, una afirmación brutal y sincera como la niña misma.
¿Queremos la memoria del desastre y del abuso como referente que otorga identidad a los pilares democráticos? ¿Queremos los valores del sufrimiento como ejemplares? ¿O queremos como eje patrimonial el proyecto de vida, el proyecto social, el proyecto político del que era portador el sujeto, el sentido que para su vida tenía aquel proyecto, sus resistencias y transgresiones a la injusticia, aun a costa de perder su seguridad?
En un libro espléndido que Carme Molinero y Pere Ysàs han puesto en las librerías este otoño –Els anys del PSUC. El partit de l’antifranquisme (1956-1981)-, sus autores plantean una pregunta universal relativa a las insurrecciones éticas de los humanos en contra de la injusticia y a favor de la esperanza: ¿por qué alguien ingresaba en un partido comunista en los años cincuenta, sesenta o setenta? La respuesta procede de muchos autores, que coinciden en que los comunistas eran los únicos que no aceptaban que algo no humano fuese inevitable, por lo que siempre defendieron que otro mundo era posible; pero por encima de todo eran quienes tenían la determinación de oponerse a aquello que era considerado «inaceptable». Ese ha sido uno de los legados a la memoria y patrimonio democráticos. Molinero e Ysàs cuentan el cómo muy bien.
Si el patrimonio cultural de una nación es lo que se hereda de los antepasados y se otorga como legado o herencia a las generaciones que emergen, deberíamos coincidir en que pocas cosas hay más fuertemente inscritas en las memorias de las clases subalternas que los actos contra la tiranía, la sucesión de rebeliones, los esfuerzos contra las distintas opresiones e injusticias.
La cuestión es qué tipo de patrimonio queremos. Esa decisión entraña serios conflictos políticos y culturales porque afecta a la identidad de la sociedad, pero es un conflicto que está siempre en acción. Que nadie se lleve a engaño, la memoria vale menos por lo que es que por lo que se hace con ella. Al fin y al cabo, en el futuro no seremos juzgados por olvidar, sino por haber recordado hasta la saciedad y no haber actuado conforme a lo que el sentido común advertía con los recuerdos.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2556/memoria-y-coste-social/