Después de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), ya no hay quien pueda tomar completamente en serio la filosofía, la religión y la historia de los Estados Unidos. Eso es porque la representación de lo real y el despliegue de la imaginación (en el país donde nació la Fábrica de Sueños), compite en igualdad de condiciones con el mudo devenir de las cosas. Dicho de otro modo: los Estados Unidos son el sueño de los Estados Unidos. Y viceversa.
Por eso, el sábado pasado, cuando la prensa mundial reportó una masiva concentración de republicanos y ultraconservadores frente a las escalinatas del monumento a Lincoln, en Washington, allí donde Martin Luther King había pronunciado en 1963 su célebre discurso «Yo tuve un sueño», inconscientemente, nos pusimos a buscar en las fotografías el rostro rozagante, ingenuo y entrañable de Tom Hanks (es decir, el rostro de Forrest Gump). Y el domingo, cuando el presidente Barack Obama viajó a Nueva Orléans -corazón del castigado Sur norteamericano- para homenajear a las víctimas y sobrevivientes del huracán «Katrina» (respondiendo así, con otro gesto simbólico, a la bofetada de los conservadores), también nos pusimos a buscar a Forrest Gump en la multitud. Y seguro que estaba.
No es muy serio -insistimos- ponerse a analizar los íconos, los símbolos y puestas en escena en un país que ha sido históricamente saturado de íconos, símbolos y puestas en escena. Esos datos e historias que corren bajo la superficie son, a nuestro juicio, los más reveladores.
Jefferson blanqueó a su negra
Los líderes conservadores Sarah Palin y Glenn Beck (este último, admirador confeso del Ku Klux Klan) eligieron el verbo restore (reponer, restaurar) para identificar al nuevo frente político que se opone a la política «socialista» (sic) del presidente Obama.
En su imaginario, siguen llegando incesantes los colonos del Mayflower, rubios y de ojos celestes, con la Biblia bajo el brazo, a fundar la nación. Y esos mismos rubios de ojos celestes -sus padres- deben construir el Muro -y todos los muros que hagan falta- para que el país no se llene de impuros, de indocumentados, de niños de piel oscura y viejos que murmuran sus plegarias en la lengua de Cervantes y Pancho Villa.
La realidad no los acompaña: ya hay 42 millones de hispanohablantes en los Estados Unidos, y los afroamericanos suman 73 millones. Pero además, en un mosaico en donde conviven rojos (no por comunistas, sino por originarios) con amarillos y negros, con albinos y mulatos y caucásicos (la lista podría seguir), el plantear la segregación racial (que en rigor es segregación económica) es una mentira de patas muy cortas. En cuanto a la «restauración», viene bien que contemos una pequeña historia.
Thomas Jefferson (1743-1826), tercer presidente de los Estados Unidos, considerado Padre de la Independencia, convivió por 44 años -después de una temprana viudez- con Sally Hemings, una esclava negra de la plantación familiar, en Virginia. Sally tuvo tres hijos con Jefferson (Madison, Eston y Harriett) y fue reconocida testamentariamente y liberada -lo mismo que otros 186 esclavos- a la muerte del prócer.
Un descendiente de la esclava Sally Hemings -verificó el investigador Samuel H. Sloan- llegó a ser presidente de la multinacional química DuPont. Otro, llegó a ser el primer legislador negro del Estado de California. Una descendiente de Sally fue la primera mujer negra graduada en el Vassar College, y llegó a jueza federal. Así, el legado carnal de Jefferson fue tanto o más importante, en el plano simbólico, que su legado intelectual.
El subversivo Tom Paine
Otro de los Padres norteamericanos, Thomas Paine, desarrolló una parábola magnífica en su vida, en su obra y en su legado intelectual. Inglés de nacimiento y funcionario de Impuestos, llegó a Filadelfia en 1774 y pronto se sumó al boicot y a la protesta contra la corona británica, exigiendo la derogación de los impuestos coloniales.
El alma de esa Tea Society que hoy reivindican como propia los restauradores Sarah Palin y Glenn Beck, fue Tom Paine, librepensador en serio, igualitario en serio, fundador de la doctrina, aún vigente, del Sentido Común, para las leyes y las artes de gobierno.
Bertrand Russell lo pintó con pocas palabras: «Para nuestros tatarabuelos era una especie de Satán terrenal, un infiel subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Pitt y Washington lo odiaban porque era demócrata; Robespierre, porque se opuso a la ejecución del rey y al reinado del Terror. Su destino fue siempre ser honrado por la oposición y odiado por los gobiernos».
Finalizamos aquí esta breve excursión por el subsuelo norteamericano. Hay más, por supuesto. Hay mucho más. En la patrística de la democracia, de la igualdad y de la lucha por un mundo mejor, no faltan figuras, ni personajes, ni buenos ejemplos. Sólo es cuestión de rascar un poco la tierra, como sabían hacer nuestros abuelos.