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Mentiras éticas y conciencias sometidas

Fuentes: Rebelión

La ética es una vara de medir conductas individuales o sociales móvil, ambivalente y adaptada al escenario político concreto para validar los presupuestos ideológicos del orden establecido. Su campo de acción está delimitado por el discurso oficial o predominante. Dentro de ella caben asuntos, temas o conceptos que no ponen en cuestión el statu quo.  […]

La ética es una vara de medir conductas individuales o sociales móvil, ambivalente y adaptada al escenario político concreto para validar los presupuestos ideológicos del orden establecido. Su campo de acción está delimitado por el discurso oficial o predominante. Dentro de ella caben asuntos, temas o conceptos que no ponen en cuestión el statu quo. 

Aprovecharse de un invidente, tiene censura inmediata. Estamos ante un hecho incontrovertible, que no tiene interpretaciones dispares o enfrentadas en su valoración pública. No ceder el asiento en el bus, el metropolitano o en un consultorio o despacho profesional a una persona mayor o discapacitada, también puede concitar el reproche, cuando menos silencioso, de las personas que observan tal conducta. Son situaciones de convivencia cotidianas, no políticas, sin historia, diríamos que humanas. Hay muchas otras de similar naturaleza.

Subiendo un peldaño en la exigencia intelectual, alcanzamos la moral o ética que presenta discrepancias obvias o evidentes. Algunos ejemplos: el aborto, el servicio de armas militar, la eutanasia… Los tres son campos de batalla regulados por los poderes públicos, esgrimiéndose que se inscriben o alojan en la misma conciencia del ser humano. Nunca pensamos con detenimiento y reposo que fuera de la ética o moral dejamos sin discusión previa algunas relaciones habituales de mayor calado o importancia vital, sin ir más lejos la explotación laboral, la indigencia o la pobreza estructural y la represión salvaje contra la inmigración. Nadie se atreve a hablar de ética o moral en estas situaciones extremas y dramáticas.

Esto es así porque la interrupción voluntaria de embarazos no deseados o deseables, ser soldado y defender a la patria o querer terminar dignamente con la propia vida porque la misma ya no da más de sí son aspectos existenciales que se circunscriben al ámbito privado, al íntimo de la llamada conciencia, un lugar escurridizo que mencionamos a tientas sin saber realmente donde se encuentra ni de sus contornos físicos o psicológicos. Todas las luchas en estos frentes desvían la atención de la problemática social, concitando en su discusión energías que debieran reservarse para debates de mayor enjundia sociopolítica.

Parece que el aborto, la eutanasia y entrar en el ejército son esferas únicas, ideales para que la conciencia entre en ebullición y se haga preguntas radicales sobre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo en definitiva. Con ellas nunca salen a la palestra el mundo de contradicciones que subyacen al modo de producción en el que vivimos inmersos, el sistema capitalista. Pero es el sistema el que abona y alimenta estas tensiones para llevar la política a terrenos morales alejados de la crítica radical y profunda de la estructura social e ideológica que nos contiene.

Los debates éticos relatados se ciñen a los intereses de clase hegemónicos, el cuerpo de la mujer como tabú y sometimiento ancestral, la patria como destino tótem irrenunciable de unión espiritual y la decisión libre sobre la propia vida como un asunto trascendente en manos de prejuicios naturalizados y dioses inexistentes. Esta carcasa ideológica admite negociaciones atendiendo a la coyuntura política, van y vienen como resortes de control mental en función de las circunstancias históricas, pero nunca acaba por cerrarse su debate de una vez por todas. Razones de peso impiden que así sea, formando parte de la superestructura ideológica del capitalismo.

El sistema capital-trabajo pretende dominar las conciencias de las masas para crear resistencias al pensamiento libre. Atrapados en las dudas existenciales, las mujeres son más vulnerables, los ciudadanos más moldeables y las personas más entregadas a fantasmas interiores y fuerzas divinas de origen desconocido. Mientras tanto, el beneficio empresarial aumenta, la distribución de la riqueza es menos equitativa y los inmigrantes y otros en general son despedazados o eliminados a placer sin contestación ni dolores éticos dramático.

La ética que consumimos a diario está diseñada a propósito para que el capitalismo se reproduzca ideológicamente de modo poco o nada conflictivo. Se trata de un discurso totalizador que no deja huellas tangibles. Se desparrama por el imaginario popular como un barniz incoloro que indica lo que es ético y lo que no es moral de manera sibilina y amable. Su poder subliminal es de gran envergadura: nos dice de qué podemos y debemos hablar, escondiendo los hechos o situaciones vetados al escrutinio de nuestra conciencia, social e individual.

Se dirá que la ética auténtica y verdadera está para otros menesteres más elevados, sin embargo únicamente la moral práctica y pública es la que tiene efectos en las relaciones sociales y personales. Lo que debiera ser y no es resulta inoperante a efectos de la realidad inmediata y objetiva. La moral no es una bella utopía que duerme en un pedestal inalcanzable, lo que sucede es que bajo su manto de prestigio se desvirtúan los conflictos humanos y estructurales del capitalismo.

El régimen capitalista, como el dinero, no tiene color moral o ético. Solamente es un sistema de producción y gestión más o menos óptimo de las plusvalías laborales. Su programa ético funcional atiende en exclusiva a esa máxima o prerrogativa constitucional. Todo lo que sale de su cabeza ideológica es contrario a la razón, la ética y la moral, pero necesita de ellas como instrumentos muy valiosos para tapar sus maldades intrínsecas. La explotación del hombre por el hombre únicamente es posible colonizando las conciencias de la masa. Para eso está la ética capitalista, para crear tensiones ficticias, enemigos fantasmales y dudas existenciales de difícil solución. Atrapadas en esta compleja red de atavismos ideológicos, el capitalismo va a lo suyo, reproducir sine die sus esencias conceptuales: vivir para trabajar, trabajar para consumir, consumir para alcanzar sensaciones espurias de libertad. La ética y la moral son herramientas imprescindibles para que el régimen capitalista minimice sus efectos perversos y agrande la ilusión colectiva de libertad. Mientras el individuo se da de bruces con su conciencia, otros se lucran a su costa. La ética práctica, en suma, también es un producto del sistema capitalista.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.