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A cuarenta años: crónica de un golpe de estado (III)

Mentiras, silencios y censuras

Fuentes: Rebelión

1.- «Exterminados como ratones»  La quema de libros en diversas esquinas de la capital así como el control total de la prensa impresa, el bombardeo de estaciones de radio y el control de la televisión señalaba la voluntad de la junta militar por acallar toda crítica ante la ignominia que se estaba cometiendo. Mientras miles […]

1.- «Exterminados como ratones» 

La quema de libros en diversas esquinas de la capital así como el control total de la prensa impresa, el bombardeo de estaciones de radio y el control de la televisión señalaba la voluntad de la junta militar por acallar toda crítica ante la ignominia que se estaba cometiendo. Mientras miles de chilenos eran llevados a estadios convertidos en campos de concentración y tortura, muchos de ellos eran ejecutados sin que mediara ningún proceso judicial. La barbarie se había entronizado en todo el país. La casa de Pablo Neruda, premio Nobel de literatura, fue asaltada, mientras el poeta agonizaba y moría en extrañas circunstancias en una clínica de Santiago. Víctor Jara había sido acribillado en el Estadio Chile y su cuerpo despedazado con signos de tortura lanzado en las afueras de la ciudad. Un manto de mentiras, silencios y censuras cubrió como una nube tóxica todo el territorio nacional. Los principales medios afines al naciente régimen dictatorial y que habían sido parte de una larga conspiración – Canal 13 de televisión y la cadena El Mercurio – celebraban el triunfo como propio: «Exterminados como ratones»

Todo régimen autoritario convierte, invariablemente, los medios de comunicación en instrumentos de propaganda política. Con este propósito legitima e institucionaliza el control y la censura de todos los medios y de obras culturales. En el Chile de Pinochet, la institución encargada de vigilar y castigar las voces críticas se llamó Dirección Nacional de Comunicación Social (DINACOS). Aunque en lo formal DINACOS era una dependencia del Ministerio Secretaría General de Gobierno que funcionó hasta el último día de la dictadura, en los hechos resultaba ser una extensión de la misma policía secreta del régimen a cargo del Mamo Contreras. Desde allí el «anti periodismo» pinochetista examinaba toda publicación impresa, medios radiofónicos y televisivos, así como toda forma de expresión cultural. La dictadura cubría las operaciones de la DINA, convirtiendo asesinatos de ciudadanos en presuntos enfrentamientos de terroristas y la desaparición de personas en triviales casos policiales, con la complicidad de los tribunales.

El control de la información durante la dictadura militar tuvo, por lo menos, tres ejes. En primer término, se legitimó el actuar de las fuerzas represivas en nombre de «la amenaza marxista» bajo la tesis pinochetista de la «Guerra Interna», inspirada en la «Doctrina de la «Seguridad Nacional» elaborada por los intelectuales del Pentágono para todos los ejércitos latinoamericanos. En segundo lugar, se promovió con fuerza una «despolitización» de la población, reprimiendo todo germen de organización popular en todos sus niveles. Para ello los medios saturaban los noticieros con distractores como el futbol, los juegos de azar, la farándula local y el «entertainment» Por último, se aisló al país de la contingencia internacional, silenciando la visión crítica hacia la dictadura chilena que prevalecía en organismos internacionales y gobiernos de todo el orbe.

2.- La voz de los ochenta

El resultado de esta estrategia de dominación redundó en lo que en aquellos años se llamó «apagón cultural» Una población domesticada en el miedo, la despolitización y, en muchos casos, en la ignorancia de toda referencia a su pasado inmediato. Una cultura en que el interés individual estaba por sobre cualquier interés colectivo. Un régimen policial que se eternizaba con un «toque de queda» y que proporcionaba, en el mejor de los casos, empleos mal pagados y precarios era el caldo de cultivo para que prácticas deleznables como la denuncia y el «soplonaje» fuesen parte de la vida cotidiana. El régimen de Pinochet degradó moralmente la vida de todos los chilenos, borrando los límites entre lo que pudiera entenderse como aceptable o bueno y lo aberrante o malo. Este es el único modo en que los gobiernos y organizaciones criminales pueden actuar impunemente en el seno de una sociedad.

No obstante, una soterrada resistencia lograba romper el cerco informativo dictatorial y difundir algunas de las atrocidades que se cometían. Así, «Radio Chilena AM», un medio ligado a la Iglesia, y más tarde «Radio Cooperativa» se convirtieron en las voces opositoras y de manera mucho más clandestina las radios de onda corta como «Radio Moscú», con su clásico programa «Escucha Chile» La aparición de la «cassette» permitió que gran parte de la «música prohibida» pudiera circular en diferentes espacios juveniles, creando una cultura de resistencia. La «generación de los ochenta» fue el germen de una ola que culminaría con el triunfo del «No», algunos años más tarde.

Las nuevas generaciones no solo reciclaron los viejos cantos de Víctor Jara, Violeta Parra o Quilapayún sino que sumaron nuevas formas de expresión cultural más próximas al Rock. Este movimiento que tuvo su epicentro en el llamado Rock argentino, tuvo sus representantes nacionales en «Los Prisioneros» que se convirtieron en la «voz de los ochenta» y verdaderos portavoces del malestar juvenil frente a una dictadura oprobiosa. En un mundo en que la actividad política explícita estaba interdicta, el ámbito cultural se convirtió en espacio privilegiado para la resistencia. Los grupos musicales que continuaban la tradición del neofolcklore, Illapu, Ortiga, y aquellos grupos de raigambre rockera. Pero también estaba la actividad teatral, la poesía y la literatura. Escritores como Ramón Díaz Eterovic, Pía Barros o Carlos Franz y dramaturgos de la talla de Luis Rivano, Juan Radrigán, Gregory Cohen testimonian esta tradición ochentera hasta hoy. La actividad cultural de aquella década anunció de algún modo el ocaso de un mundo represivo que aspiraba a perpetuarse en el poder.

3.- La cultura del exilio

La dictadura de Pinochet tuvo como consecuencia casi inmediata la expulsión o deportación de muchos chilenos a tierras extranjeras. Muchos de entre ellos tuvieron que abandonar el país porque la junta militar los expulsó, otros tuvieron que marchar por la imposibilidad de sobrevivir a las nuevas condiciones creadas por el régimen. La diáspora chilena de estos primero tiempos de exilio fue, en lo fundamental, política. Los países de Europa y América Latina se mostraron especialmente generosos como tierras de asilo.

Contra el lugar común difundido por la dictadura, en lo principal y para la mayoría no se trató de un «exilio dorado», por el contrario, fue el desarraigo obligado, prolongado y, muchas veces, doloroso de miles de compatriotas que debieron abandonar familias en su tierra natal. La creatividad de muchos de ellos, empero, pudo superar la adversidad y dar valiosos frutos para nuestra cultura nacional. Escritores, cineastas, grupos musicales, aportaron sus capacidades intelectuales y artísticas en innumerables actividades solidarias hacia un Chile sufriente. No era raro encontrar en las grandes ciudades del mundo a argentinos, uruguayos y chilenos compartiendo el infortunio del destierro. Revistas chilenas en el exilio, tales como Creación y Crítica, Araucaria, América Joven han quedado como parte de nuestra historia cultural, lo mismo las cintas de Raúl Ruiz o los trabajos musicales de Inti Illimani y Quilapayún, e innumerables libros publicados en aquella época en diversos países.

No se ha escrito todavía la historia del exilio chileno, pero no cabe duda que significó una herida más para miles de compatriotas que vieron sus vidas truncadas por una historia trágica. Muchos de los anhelos de nuestra sociedad de hoy se lo debemos a los aportes de chilenos que regresaron al país, al triste aprendizaje del exilio que viene a enriquecer en la actualidad las demandas democráticas de una mayoría de chilenos. No obstante, es cierto que muchos no regresarán porque han constituido su destino en otras latitudes y deberán vivir con el recuerdo triste del golpe de estado que cambio sus vidas para siempre y la nostalgia sempiterna por la tierra que los vio nacer. Por ello Shakespeare denominaba al exilio, de modo figurado, como «el otro nombre de la muerte»