El juego es un vicio nefasto. Al contrario de la bebida y de la droga, la pulsión por apostar no altera el estado de conciencia y arriesga los recursos financieros del jugador. Que lo diga Dostoyevski. La ilusión de la ganancia fácil hace naufragar la razón en la emoción. El jugador dobla las apuestas, disimula, […]
El juego es un vicio nefasto. Al contrario de la bebida y de la droga, la pulsión por apostar no altera el estado de conciencia y arriesga los recursos financieros del jugador. Que lo diga Dostoyevski.
La ilusión de la ganancia fácil hace naufragar la razón en la emoción. El jugador dobla las apuestas, disimula, convencido de que la suerte, cual mujer apasionada, nunca lo abandonará.
El proceso electoral, tal cual está establecido, ¿no será acaso un juego? ¿Por qué está motivada la mayoría de los candidatos, por el ideal de servir al bien común o por la ambición de ocupar una función de poder y, de este modo, asegurar un futuro mejor para sí y para los suyos?
Ya en el siglo IV a.C., Aristóteles, que defendía la alternancia en el poder como predicado de la democracia, observaba en la Política (libro III) que las cosas cambiaban porque «debido a las ventajas materiales que se obtienen de los bienes del Estado o que se alcanzan por el ejercicio del poder, los hombres desean permanecer continuamente en sus funciones. Es como si el poder conservase una buena salud permanente a los que lo detentan…»
Hoy día eso se acentúa. Los candidatos, salvo excepciones, no tienen programas (excepto en el papel), sino expectativas de ganar; ni objetivos, sino compromisos con aliados; ni principios ideológicos, sino el pragmatismo que ignora la ética más elemental. La política se ha vuelto el arte de simular y disimular.
Los mercadólogos tienen más poder sobre los candidatos que el partido. Ya no se trata de divulgar un proyecto político, sino un producto capaz de seducir al mercado electoral. El peligro, advierte Umberto Eco, está en que el político se vuelva un producto semiótico, teatralizado.
Muchos políticos rezan por el Breviario del cardenal Mazarino, escrito en el siglo XVII, donde se multiplican los consejos de este tenor: «Arréglate para que tu rostro no exprese nunca ningún sentimiento particular, sino solamente una especie de permanente serenidad». O: «Lo importante es aprender a manejar la ambigüedad, a pronunciar discursos que puedan ser interpretados tanto en un sentido como en otro, a fin de que nadie pueda decidir».
Los mercadólogos son hoy los verdaderos artífices de las candidaturas. Los electores, el blanco mercadológico. La diferencia con los productos del supermercado está en que éstos son adquiridos para uso del consumidor; y en el caso de la política, el elector es «consumido» para uso del candidato. Meses después, el elector ni recuerda los nombres a quienes dio su voto, aunque se queje de los políticos y de la política.
La ruleta electoral todavía no ha conseguido eliminar del proceso un factor incómodo: la entrevista. Los medios ejercen una poderosa mediación entre el candidato y el elector, de ahí las concesiones hechas por los partidos para ampliar sus alianzas y garantizar un mayor tiempo de exposición mediática de sus candidatos.
La entrevista incomoda porque impide al candidato mantenerse en los estrechos límites de la retórica recomendada por los mercadólogos. Surgen preguntas indeseadas, cuestionamientos éticos, y las contradicciones que tanto le gustaría ocultar al candidato.
Sin entrevista, programa político y amor al bien común la democracia es mera farsa.
(Traducción de J.L.Burguet)
Fuente: http://alainet.org/active/40293
rCR