«Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en un subproducto de las actividades de un casino, es probable que el trabajo se haya hecho mal.» J. M. Keynes Lola anda medio enamorada. O eso creo. Sin venir a cuento, suspira (un clásico), come menos, no es norma, y me pregunta por Spinoza […]
«Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en un subproducto de las actividades de un casino, es probable que el trabajo se haya hecho mal.»
J. M. Keynes
Lola anda medio enamorada. O eso creo. Sin venir a cuento, suspira (un clásico), come menos, no es norma, y me pregunta por Spinoza y León Hebreo, dos de los que intuyeron, solitarios, la esencia del amor. A mi edad, no recuerdo la última vez que me enamoré (o sí, pero no viene a cuento). Eran otros tiempos. La incertidumbre vital y el consumo emocional no presidían nuestras vidas. «El cuerpo no miente», le digo con Gide: «La piel es lo más profundo que tenemos». Lola, sospecho que no es correspondida por ahora, mira hacia otro lado y desaparece por el pasillo. La emoción contenida en cada paso, en cada dibujada línea de su cuerpo.
Cada día aprendo palabras nuevas. El flujo, por suerte, no se detiene. Leo en Favor laboris (http://favorlaborisblog.wordpress.com/) el elocuente termino mercadocracia. Definamos mercadocracia como el estado en el cual la soberanía no reside en los ciudadanos sino en el mercado, con las grandes corporaciones empresariales y la banca internacional. Un estado cuyos gobernantes han perdido el control sobre las decisiones y éstas vienen determinadas por organismos supranacionales (UE, FMI, BM) y, en la actualidad, el gobierno alemán. Fijada la idea y conocido el extraordinario poder de seducción del capital, imaginemos cómo puede ser el consumo emocional cotidiano en estas sociedades. Viendo la diferencia entre lo consumido y lo necesario, obtendremos un perfil del espacio real que ocupa nuestra emoción, la subjetividad, en el contexto del turbocapitalismo.
Lola llega tarde. Anda de reuniones 15M. Viene a verme a la cocina, donde suelo trabajar. El deseo contenido incendia su mirada. Me habla del chico. Escucho y cierro el libro. Intentaba escribir unos párrafos sobre algo que me preocupa: la influencia de la llamada mercadocracia sobre nuestras emociones. Vuelvo sobre un texto de abril del 2006. Copio y pienso de nuevo.
» En permanente balanceo o desintegrada, sustentada sobre los transparentes y previsibles hilos del deseo inducido, la subsistencia cotidiana se desarrolla en un caos relacional, librecambista, compuesto por extrañas «conectividades» y sensaciones efímeras, cada vez más contingentes, un ágora de individualidades, en permanente estado de insatisfacción, en el cual resulta improbable delimitar el territorio del sentido y la referencia sin caer en la tentación natural de «consumir» al otro, usar y disfrutar del otro, como principal objeto de placer. Este fenómeno de usufructo emocional, heredero indirecto del perverso nexo amo-esclavo descrito por Hegel, llevado al extremo por Sacher-Masoch y demostrado por Freud, se ha impuesto -debido a la excesiva valoración de los sentimientos- como única comunicación posible entre las personas. En realidad, traficamos con lo afectivo como lo hacemos con el arte, la gasolina o el pescado congelado, estableciendo vínculos placenteros que aumentan a medida que la satisfacción que producen es más rápida. Lo que algunos tratadistas están describiendo como Modernidad es, sin embargo, una vuelta al sentido originario de la explotación; al siglo XIX, a Zola y Dickens: a las tramas de la dependencia marcadas, sin duda, por la lucha de clases. El hecho de que en las sociedades tecnológicas se haya disparado la venta de libros de autoayuda, el apoyo psicológico, el coaching (para ser eficaces trabajadores y «gestionar» nuestra vida), las drogas de diseño que facilitan el acceso al otro y los fármacos de estabilización psíquica demuestra la fragilidad afectivo-emocional que padecemos. «Un afecto cuya causa imaginamos presente ante nosotros es más fuerte que si no imaginamos presente esa causa» (Spinoza, Ética , IV, prop. IX).
El ser humano se ha convertido -pese a la mentira establecida y difundida, pese a la idea de lo privado como refugio del yo (interior)- en mercancía emocional. Igual que los esclavos de la Antigüedad, hemos vuelto a ser mercancía. Marcados con imaginarios códigos de barras y atentos, más que nunca, al propio valor de uso y de cambio, las mujeres y los hombres del siglo XXI están perdiendo su condición de seres sociales sensibles (en el sentido aristotélico) para pasar a la vitrina cultural de los objetos perecederos: el escaparate donde no ser admirado y adquirido se convierte en un drama. No es necesario insistir en la idea: ser mujer es, si cabe -teniendo en cuenta los cánones imperantes- más difícil. La presencia mediática, autocomplaciente, de la empresa Corporación Dermoestética bastaría para confirmar esta observación.
Dominada por las tensiones generadas por cualquier tipo de intercambio desigual y la fuerza coercitiva de la mítica (e inexistente) subjetividad interclasista (el capitalismo occidental presenta el consumo y lo afectivo como segmentos neutros de mejora y satisfacción personal, ajenos al lugar desde donde se realiza o se siente), la sociedad ha cambiado la norma y los usos de la burguesía liberal bajo la presión igualitaria (consumista) del modo de producción postcapitalista. Así, la igualdad afectiva, posible sólo entre seres libres -que son de natural agradecidos, como recuerda Spinoza- ha dejado su lugar a un agujero negro donde prima lo sentimental/artificial -producto de la cultura- frente lo sensible, la memoria de la piel. Desde los contratos de trabajo por horas -jornales de miseria- hasta las relaciones paterno-filiales basadas en el chantaje, de las masturbaciones telefónicas a los affaires amorosos establecidos a través de Internet, el caso es concebir algo, aparentemente privado y voluntario, donde lo singular toma cuerpo, se materializa, se hace real, presente, actualidad. En este sentido, tanto la publicidad mítica como la referencial hacen constante alusión a la bondad de lo expresado, de lo sentido. La vuelta, por tanto, a lo puro, a lo natural, es -como se constata- un valor añadido que dota de fortaleza y verosimilitud a las etéreas conexiones creadas entre el objeto y el consumidor, entre los diferentes objetos. Poco importa que se trate de adquirir un automóvil o una sensación de frescura, el mensaje ha sido tan repetido que requiere la presencia de una nueva categoría: lo único. «El deseo que brota del conocimiento del bien y el mal, en cuanto que este conocimiento se refiere al futuro, puede ser reprimido o extinguido con especial facilidad por el deseo de las cosas que están presentes y son agradables» (Spinoza, Ética , IV, prop. XVI).»
Pienso, todavía, en la Revolución. En la necesaria revolución emocional, la del antiindividualismo y la conciencia de sí (colectiva), la de la creación de espacios de pluralidad que, hoy, debe acompañar a la revolución política. Decía Hans Sachs, un colaborador de Freud en 1918, con Europa en llamas: «la Revolución tendrá lugar mañana a las dos y media: en caso de mal tiempo se realizará en un lugar cubierto.» Evitemos que la broma se haga realidad. Tomemos el cielo político y emocional por asalto.