El fin de época encuentra a Estados Unidos con un probable presidente negro, y con una candidata a vicepresidenta republicana que representa la idiosincrasia cuáquera protestante en toda su inquietante hondura. Es más folklórico que sea una mujer la abanderada del armamentismo civil en un país cuya primera ley fue la del rifle. Los Estados […]
El fin de época encuentra a Estados Unidos con un probable presidente negro, y con una candidata a vicepresidenta republicana que representa la idiosincrasia cuáquera protestante en toda su inquietante hondura. Es más folklórico que sea una mujer la abanderada del armamentismo civil en un país cuya primera ley fue la del rifle. Los Estados Unidos surgieron de aquellas películas de nuestras infancias, todo ese país fue un western y siguió reservándose el derecho de western en otros territorios. Lo clásico del western es su «fuera de la ley». Casi todo estaba fuera de la ley. No había leyes. El sheriff era la autoridad más firme, y su sola mención da idea de una autoridad agujereada, de una maqueta de autoridad. Los caminos podían ser emboscadas, las caravanas atravesaban llanuras o valles en los que podían ser atacadas por indios o ladrones, la vida estaba desestructurada. Y sobre esa desestructura de horizontes impensables, de la posibilidad del oro, del «fuera de la ley» que imperaba en todas partes, sobrevino la raíz cuáquera protestante. Un corset implacable que moralizó la vida cotidiana y acompañó, como parte del carácter nacional, el surgimiento de esa nación.
Sarah Palin es una de esas mujeres que a veces la derecha encuentra para espantar a los ajenos y enamorar a los propios. Todo en ella es revulsivo para quien no adscriba a su mirada hiperconservadora, y sin embargo todo en ella late, como un reloj, como un corazón, como una bomba: ella expresa un modo de sentir y de mirar el mundo profundamente norteamericano. Obama, en cambio, expresa la otra moneda yanqui. La inagotable capacidad del imperio para asimilar a quienes podrían ser sus adversarios, para hacerles lugar y adaptarse cada tanto a ellos, mejorarse, calmarse, dejar que el péndulo se tome su tiempo y se escriba un poco de buena historia norteamericana, para después volver a los arrebatos republicanos, esos que hacen que una de las preguntas más pertinentes que se han formulado recientemente los norteamericanos sea: ¿por qué nos odian tanto?
Pero tanto Obama como Sarah Palin están expresando esas dos radicalidades norteamericanas justo cuando estalla la nave madre financiera mundial. Los instrumentos, a través de los cuales en las últimas décadas Estados Unidos importó a todos los países emergentes las reglas que debían regirlos, implosionan. Demócratas y republicanos fueron sosteniendo a lo largo del tiempo esos instrumentos. Los que ahora exhiben su derrota, los que muestran sus intestinos en mal estado, los que concentraban y manipulaban y generaban las maneras de entender las realidades económicas de ellos y de los otros. Implosiona ese despotismo intelectual y político. Y también su arrogancia, esa demostración de la que hemos escuchado durante años hablar a miles de expertos y funcionarios que se equivocaban.
Lo que acaba de fracasar con la crisis financiera mundial es, entre otras cosas, el imperialismo.