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Metadialéctica

Fuentes: Rebelión

Paradójicamente, se suele hablar de la dialéctica de forma adialéctica. Los tratados al uso vienen a decir que Marx y Engels tuvieron la feliz idea de casar el pujante materialismo decimonónico con la dialéctica de Hegel, y que de este matrimonio incestuoso (puesto que ambos cónyuges eran hijos de la revolución científica desencadenada por Galileo […]

Paradójicamente, se suele hablar de la dialéctica de forma adialéctica. Los tratados al uso vienen a decir que Marx y Engels tuvieron la feliz idea de casar el pujante materialismo decimonónico con la dialéctica de Hegel, y que de este matrimonio incestuoso (puesto que ambos cónyuges eran hijos de la revolución científica desencadenada por Galileo y Newton) nació el materialismo dialéctico. Pero esta es una visión simplista (mecánica) de un proceso complejo (dialéctico), que no se inició en el siglo XIX ni se consumó en el XX, y que deberíamos hacer un esfuerzo por consolidar en el XXI.

La propia dialéctica se ha desarrollado en relación dialéctica con la metafísica (una oposición paralela –pero no equivalente– a la de la antinomia materialismo-idealismo), y esta «metadialéctica» (o sea, esta relación dialéctica en la que la dialéctica misma es uno de los miembros del binomio) es el motor del pensamiento y la clave de su evolución. No es la conciencia lo que nos hace racionales (muchos animales, si no todos, son tan conscientes de su entorno y de sí mismos como nosotros), sino la conciencia de la conciencia, o sea, la «metaconciencia». Análogamente, no es la mera dialéctica lo que nos hace racionalistas, sino la metadialéctica, o sea, la pugna dialéctica entre la dialéctica y la metafísica; una batalla que se viene librando desde los orígenes de la filosofía y que se reproduce en la mente de cada individuo (como dice Hölderlin, «la vida espiritual del hombre se debate entre la razón y el mito»).

La historia oficial de la dialéctica empieza con Platón (es decir, con Sócrates), que, al ver en el diálogo «el camino que conduce al conocimiento cierto», puso en marcha un proceso de refinamiento del arte de razonar que culminaría con Hegel, cuya formulación es, en esencia, una traducción del método científico al lenguaje de la filosofía. Sin embargo, Hegel no renuncia al idealismo, y por eso su dialéctica, aunque básicamente correcta, está «cabeza abajo», como dice Engels, en el sentido de que invierte la relación materia-espíritu; pero basta darle la vuelta y ponerla «con los pies en el suelo» para convertirla en el más eficaz instrumento filosófico jamás inventado. Y eso es precisamente lo que hacen Marx y Engels (apoyándose en Darwin) al afirmar que el espíritu es la «realidad última», sí, pero no en el sentido ontológico sino en el cronológico, puesto que la mente es el resultado final de la organización de la materia, la «propiedad emergente» de una parte de la materia (la materia orgánica) que evolucionó hasta cobrar conciencia de sí misma (y de su propia conciencia).

Pero un instrumento filosófico no es una visión del mundo (no hay que confundir la Luna con el dedo que la señala, ni con el telescopio que nos la acerca). El materialismo dialéctico es un método, más que una representación (y por eso tal vez sería oportuno invertir la relación sustantivo-adjetivo y llamarlo «dialéctica materialista»). La Weltanschauung derivada del materialismo dialéctico es, en todo caso, el materialismo histórico (o más bien el cuadro que va dibujando la interpretación materialista de la historia), que es un modelo en construcción y sumamente complejo; no solo no hay que confundir el mapa con el territorio, como nos recuerda Wittgenstein, sino que tampoco hay que creer que el mapa está completo, o que el mero hecho de poseerlo nos permite movernos por el territorio con plena seguridad.

La aceptación teórica del materialismo no nos convierte ipso facto en materialistas, y la adopción de la dialéctica no nos libra automáticamente de la metafísica (y esto vale tanto para los individuos como para los partidos políticos y los pueblos). El dogmatismo, el irracionalismo, el determinismo y demás avatares del idealismo están demasiado arraigados en nuestra cultura como para eliminarlos de forma rápida, sencilla e indolora. Del mismo modo que un siglo después de la revolución relativista nuestra visión subjetiva del mundo físico sigue siendo newtoniana, después de un siglo y medio de marxismo y de varias revoluciones sociales nuestra moral no ha dejado de ser dogmática, y la pugna dialéctica de la dialéctica misma con la metafísica parece poco menos que estancada. Cierto es que en los tres últimos siglos la razón le ha ganado importantes batallas al mito, pero aún está lejos de alcanzar la victoria final (es decir, inaugural) anunciada por la Ilustración y perseguida por el socialismo.

El hambre, el miedo y la libido son los tres motores de la conducta, las pulsiones más básicas e irreductibles de todos los animales, incluidos los racionales. Y en consecuencia, todas las sociedades, todas las culturas, se articulan alrededor de estos tres polos. Conseguir comida, protección y sexo son nuestros objetivos prioritarios, y una organización social es, ante todo, un intento de garantizar y regular la satisfacción de estas necesidades primordiales. No es extraño, por tanto, que los hábitos alimentarios y sexuales, así como las formas de evitar el peligro y conjurar el miedo, sean los rasgos más definitorios de una cultura y los más arraigados en los individuos que la comparten, hasta el punto de que todos tendemos a considerar «naturales» nuestras costumbres dietéticas, eróticas y defensivas, y no solo nos resulta muy difícil modificarlas, sino incluso reflexionar sobre ellas. Tan difícil que la izquierda ha sido incapaz, hasta ahora, no ya de resolver, sino tan siquiera de abordar con el debido rigor las contradicciones directamente relacionadas con la alimentación, la sexualidad y la defensa. El carnivorismo, el puritanismo y el belicismo siguen siendo tres de las mayores lacras de nuestra cultura; y las tres, por cierto, tienen mucho que ver con el machismo, la causa última de nuestra miseria moral, el ingrediente básico de las religiones y las ideologías. Ya los antiguos griegos comprendieron que el enemigo a abatir es el padre-padrone, el patriarca, pero no pudieron soportar esta revelación deslumbrante (por eso Edipo se arranca los ojos). Y aunque el feminismo radical nos ha devuelto la vista, tendemos a mirar hacia otro lado, flaqueamos en nuestra vocación dialéctica (y metadialéctica), nos refugiamos en los dogmas tranquilizadores. Engels no podría haberlo dicho más claro: la primera explotación, base de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre; pero ni siquiera Marx lo escuchó.

(Continuará)