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Mi Praga 1968

Fuentes: Rebelión

La noche del 20 de agosto de 1968 yo dormía en una residencia universitaria próxima a Praga en la habitación que me había cedido generosamente un camarada mexicano; a él no le costaba encontrar acomodo en alguna de las muchas habitaciones libres de los que estaban de vacaciones en esas fechas. Hacia la una de […]

La noche del 20 de agosto de 1968 yo dormía en una residencia universitaria próxima a Praga en la habitación que me había cedido generosamente un camarada mexicano; a él no le costaba encontrar acomodo en alguna de las muchas habitaciones libres de los que estaban de vacaciones en esas fechas. Hacia la una de la madrugada me despertaron fuertes golpes en la puerta: era un estudiante argelino que buscaba a su amigo y, aunque le sorprendió encontrarse conmigo, pronto lo entendió y, aclarado que nos comunicaríamos en francés, no en checo que no sé, inmediatamente me espetó:»Los rusos están bombardeando el aeropuerto». Salimos a la galería que hacía de pasillo y vimos claramente, a no mucha distancia, el aeropuerto y una multitud de objetos luminosos que caían sobre él. Lo tranquilicé, a él y a otros que se iban juntando, haciéndoles ver que no se trataba de bombas, sino de balas trazadoras que iluminaban el aterrizaje de aviones dado que las balizas del aeropuerto estaban apagadas, y que no se oían explosiones.

* * *

No sabíamos que aquel año había de pasar a la historia de forma tan destacada. Yo me vi envuelto en cuatro acontecimientos inolvidables: el recital de Raimon el 18 de mayo en Madrid, cuyo significado e importancia es difícil explicar a quien no haya vivido aquellos tiempos; el junio-julio de Paris -con motivo de una estancia en la Facultad de Ciencias- con las últimas manifestaciones, la huelga general, el desalojo del Odéon, la ocupación del Barrio Latino, los acuerdos de Grenelle y las elecciones generales, asuntos muy tratados desde entonces desde todas las perspectivas; la ocupación de Checoslovaquia que íbamos a vivir y que es objeto de este escrito, y todavía me quedaba la importante aunque menos conocida protesta en Madrid en otoño con motivo de la representación del Marat-Sade en el teatro Español, enmarcada en la agitación social que llevó en el mes de enero siguiente al asesinato policial de Enrique Ruano y a la declaración del Estado de Excepción. Todo ello con el trágico fondo de la guerra de Vietnam y la ofensiva del Tet que restallaba en la convulsa sociedad occidental, aunque no fuéramos testigos directos. Y en España, la omnipresente Dictadura. Para completar el escenario, algo importante personalmente: en abril de ese año yo había ingresado en el Partido (formal y orgánicamente, porque yo era comunista desde dos horas antes de nacer1 y llevaba años de actividad política).

Así fue el año. Con este bagaje decidimos ir a Checoslovaquia -mi mujer, una amiga y yo-, aprovechando una invitación familiar a Suiza donde supimos, en los primeros días de agosto, que se había llegado a un acuerdo en Bratislava que parecía alejar las anteriores amenazas de los otros países del Pacto de Varsovia sobre el proceso checoslovaco. Antes de ir, habíamos leído y debatido extensamente sobre lo que se llamó la Primavera de Praga. Como en este escrito voy a limitarme a contar algunos hechos e impresiones mías sobre lo que allí vimos, no voy a hacer un relato de lo que había pasado durante los meses anteriores; el lector interesado puede encontrar muy buena información en la introducción y la primera parte de «La destrucción de una esperanza«, recientemente publicada por Salvador López Arnal en Akal. Sólo señalaré que, aunque las informaciones eran muy confusas, la mayoría de los comunistas y simpatizantes en el mundo universitario en que yo me movía veíamos con gran esperanza lo que allí sucedía como inicio del renacimiento del socialismo, tan cuestionado por la degeneración autoritario- burocrática.

Las reservas venían de la sospechosa simpatía occidental por el proceso y de las valoraciones que se hacían en entornos de izquierdas de Ota Sik – el padre de las reformas económicas que no podíamos juzgar por falta de información- como el valedor del capitalismo. Las simpatías, del carácter auténticamente popular del proceso. El argumento ‘soviético’ de que detrás de las reformas checas estaba la CIA nos hacía menos mella a muchos, acostumbrados como estábamos a que la descalificación de todas las reivindicaciones sociales y políticas en España tuviera como única razón que estaban provocadas por los comunistas. Aparte de la obviedad de que era irrazonable pensar que los comunistas estuviéramos del lado de la Brigada Político Social en la represión de las acciones populares y del halago que nos suponía el poder que nos atribuían, sabíamos por experiencia que las protestas sólo tienen éxito cuando se apoyan en realidades sentidas por los colectivos que las protagonizan. Lo importante era la razón del proceso: si representaba un ascenso en el camino del socialismo y la democracia, era merecedor de todo el apoyo; si era un giro al capitalismo, lo importante no es que estuviera la CIA implicada o no, sino qué se había hecho en veinte años para llegar a esta situación.

* * *

Pasamos la frontera austro-checa con el habitual expediente de que nos dieran el visado en un papel aparte y no nos sellaran al pasaporte para evitar la represión en España a la vuelta. Praga, la ciudad amada por Mozart, relumbraba. Buen tiempo, animación en las calles, ninguna preocupación en el ambiente. No tardamos en encontrar gente que hablara castellano. Dos camaradas, mexicano el uno y chileno el otro, estudiantes amigos con varios años allí, buenos conocedores del checo y el ruso, nos acompañaron todo el tiempo, nos informaron de los acontecimientos, nos tradujeron todo lo que necesitábamos para entender lo que sucedía e, incluso, el mexicano me dejó su habitación y nos llevó a su embajada tras la invasión. Mi agradecimiento a ambos2.

En estos primeros días sólo percibimos adhesiones al proceso en curso, no sólo en los medios ciudadanos y universitarios, sino por la información de frecuentes reuniones y mítines en fábricas de todo el país. Se consideraban disipados los recelos de los países socialistas y alejado todo peligro, y la alegría y la confianza llenaban el ambiente. Me llamó poderosamente la atención una reunión matinal diaria en unos pequeños jardines de la Na Příkopě, en el centro de la ciudad, donde ciudadanos activos discutían la situación política con la asistencia de miembros de la dirección del Partido para debatir con ellos. La discusión no era en absoluto formal ni se parecía al folklore del Speakers’ Corner de Hyde Park. Era un debate animado, nadie lo dirigía, se formaban corros sobre diversos temas y argumentos, los asistentes cambiaban de grupo cuando les apetecía con lo que los corros se fundían o se disgregaban. A veces, si un asunto concitaba la atención general, todos los asistentes acababan concentrados en un solo grupo y el que llevaba la voz cantante, no necesariamente del Partido, o los principales protagonistas del momento, se sentaban en el murete del jardín para dejarse ver por todos. El tono era distendido, incluso las críticas y reproches que se hacían al Partido lo eran en tal tono que con frecuencia eran acogidas con risas y respondidas de la misma forma, con un característico palmear los muslos.

Mi fascinación por lo que vi no nació de considerar ingenuamente aquello como una alternativa democrática a la burocracia soviética o al ‘parlamentarismo burgués’, sino de verlo como un síntoma de la libertad en que se desarrollaba el proceso y de la confianza de sus dirigentes en el apoyo popular. Por supuesto, no se veía un policía en las calles. Era un gobierno que dejaba hablar al pueblo, le daba explicaciones y le pedía colaboración, en vez de intoxicarlo con propaganda e impedir su expresión pública. No sólo en la calle, sino en los centros de trabajo. Veinte años después de derrocado el capitalismo en Checoslovaquia, el socialismo sólo podía ser eso.

* * *

Tras observar un largo rato el aeropuerto sin percibir nada nuevo, entramos en la habitación -un grupo de cinco o seis, mis ya amigos entre ellos- y pusimos la radio. Música y un repetido y escueto comunicado que informaba de que tropas de los cinco países que enumeraba -no nombraba al Pacto de Varsovia- habían entrado en la República Checoslovaca sin autorización del Presidente Svoboda; luego pedía calma a la población. Entre nosotros la consternación era absoluta sin excepción; aunque no sabíamos el alcance de la operación ni sus consecuencias, nadie auguraba nada bueno y nadie lo justificaba de ninguna forma. Las radios extranjeras daban noticias confusas y contradictorias.

El camarada chileno, que no tenía medio de transporte, me pidió que lo bajara a la ciudad para reunirse con su célula de estudiantes chilenos para evaluar la situación. Lo llevé hasta una calle en la entrada de Praga donde tenían la sede; la tranquilidad y el silencio eran absolutos, no había nadie en las calles, las ventanas de las casas estaban cerradas y no se veía luz en ellas, no nos cruzamos con ninguna patrulla. Parecía que todo hubiera sido una pesadilla nuestra.

A la vuelta, bajamos en busca de noticias a una sala de televisión en la que había una veintena de personas entre estudiantes y personal del servicio de la residencia. Ignorábamos con qué tipo de invasión nos encontrábamos, si se desarrollaban combates o meramente se estaba presionando al gobierno. La televisión decía, aunque luego oí versiones opuestas y no sé cuál es verdadera, que estaba transmitiendo desde las instalaciones secretas previstas para el caso de una invasión occidental.

En el entorno en que estaba, de estudiantes comunistas latinoamericanos y africanos, se esperaba con ansiedad la toma de postura de Fidel Castro, que todos consideraban, casi como revancha personal, que iba a simbolizar la contestación del tercer mundo a cualquier forma de colonización con una condena valiente y radical de la invasión. Imagino su perplejidad y decepción cuando conocieran el apoyo tajante que dio Fidel a la Unión Soviética y aliados.

* * *

Hacia las nueve de la mañana bajamos de nuevo a Praga, que ya había despertado. Al entrar en la ciudad, la calle desembocaba lejos en una plaza en la que se divisaban dos tanques, parecía que estaban controlando la entrada. Aparqué inmediatamente el coche y, llevado por anteriores experiencias, oculté la cámara fotográfica en el maletero; craso error que me impidió tener un testimonio gráfico excepcional, pero todavía no sabíamos lo que pasaba. Llegamos andando a la plaza y vimos asombrados que los tanques estaban rodeados por numerosos paisanos checos que discutían en ruso con los tanquistas, que estaban sentados tranquilamente arriba de sus máquinas con las piernas colgando y las escotillas abiertas, y sin ningún tipo de armas personales. El tono de las conversaciones era similar al de los debates en la calle antes citados, incluidas las risas y las palmadas en los muslos de los rusos. Les preguntaron qué hacían allí y ellos respondieron con total convicción que estaban para proteger Checoslovaquia porque Alemania había invadido el país: parecían estar convencidos de protagonizar un ejercicio de internacionalismo proletario y se extrañaban de que les pidiesen que se fueran, como hacía la población.

Al rato de observar la pacífica e inútil discusión, intentamos desayunar. Había empezado el acaparamiento de alimentos y no pudimos encontrar pan, bollos o café; un plato de sopa con una cerveza fue lo único que conseguimos. No se veían tropas en la calle y continuamos camino.

En el centro de la plaza de la Vieja Ciudad estaba emplazada un arma de largo cañón, guardada por un único y jovencísimo soldado soviético -no los vimos de otra nacionalidad. Una veintena de paisanos lo rodeaban y le lanzaban pullas -«Dispara a las palomas»- e insultos. El soldado estaba inmóvil y callado, llorando con la cabeza baja; al rato llegó un oficial de un pequeño destacamento situado al norte de la plaza que pidió a la gente que lo dejase en paz y se quedó con él.

Nos dirigíamos hacia la plaza de Wenceslao cuando el ruido de tanques moviéndose nos hizo acelerar el paso y, desde los mismos jardines de los debates de días anteriores, llegamos a ver una columna avanzar por la Na Příkopě. En las aceras había mucha gente, estupefacta o airada, que miraba aquello como un desfile, hacía fotos o insultaba con el puño. La columna avanzaba muy lentamente o se paraba, el tráfico de la calle no había sido cortado. Chicos jóvenes pintaban cruces gamadas en el lateral de los tanques o se subían a ellos y les daban golpes. Algunas fotos de esos momentos dieron la vuelta al mundo. Muchos contemplábamos con lágrimas en los ojos al Ejército Rojo invadiendo un país socialista; mucha gente gritaba No pasarán sin saber más que esas palabras en español como pudimos comprobar al dirigirnos a varios de ellos para saber algo más.

Por la tarde, calmado aparentemente el movimiento de tropas, vimos otra escena singular. Una docena de soldados estaban sentados en las escaleras del atrio de una iglesia y una señora los increpó llamándolos invasores y diciendo que se fueran. El jefe de la unidad, el único que estaba de pie, se dirigió a ella con el siguiente argumento: «Señora, no somos invasores; si lo fuéramos, los habríamos echado a ustedes de sus casas y descansaríamos en sus camas, en vez de estar aquí sentados en el suelo».

No vimos más cosas significativas aquel día. A veces oíamos o creíamos oír disparos aislados lejanos. Corrían rumores de luchas resistentes, de muertos. Nadie se manifestó a favor de la invasión.

El día siguiente fuimos, con nuestro camarada, a la embajada de México. El embajador nos acogió como republicanos españoles con la misma atención y cariño que si hubiéramos sido mexicanos. No tenía información más allá de los rumores que todos conocíamos y que cubrían un amplio espectro de posibilidades, incluido el asesinato de Dubček y sus colaboradores, pero se puso a nuestra disposición y nos aconsejó permanecer en Praga lo más recluidos posible en la residencia.

Lo desobedecimos. Quedaban varios días de viaje y las vacaciones se acababan; un retraso en la incorporación al trabajo hubiera sido difícil de explicar. Había aparente tranquilidad y una agravación de la situación nos hubiera puesto en una posición comprometida. No sabíamos si las fronteras estaban abiertas y decidimos, como precaución, evitar el camino directo a Viena y salir a Linz por České Budějovice; afortunadamente el sentido de la orientación nos lo permitió a pesar de los cambios en los indicadores de direcciones de las carreteras efectuados por la débil resistencia para confundir a las fuerzas invasoras. No nos cruzamos con casi nadie, ni vimos ninguna tropa, salvo lo que parecía ser un campamento a unos diez kilómetros de la frontera y a uno de la carretera. Salimos sin que nos pidieran siquiera el pasaporte -podríamos haber llevado al mismo Dubček con nosotros- y huimos rápidamente de la frontera para evitar la multitud de fotógrafos.

El viaje de vuelta fue obsesivo con la radio permanentemente encendida para descubrir cualquier noticia nueva que nos diera claves de lo sucedido y nos informase de la evolución de la situación.

* * *

Algo tenía muy claro: si el Partido en España no condenaba la invasión, me daría de baja. Por lo demás algunas dudas me daban vueltas en la cabeza. Es decir, estaba -y estoy- convencido de que, desaparecida la opresión de clase, el socialismo tiene que ser la máxima expresión de la libertad y capacidad de realización individuales; eso lo habían predicado los socialistas de todas las tendencias, incluido Marx que había descubierto el mecanismo de la opresión, y Lenin, que había dirigido la primera lucha triunfante de liberación de un pueblo. También sabía que el paso al socialismo puede requerir un esfuerzo heroico, que este esfuerzo es asumible temporalmente por las masas en función de un objetivo posible: el derrocamiento del zarismo o la lucha contra el fascismo. Pero, ¿qué traducción tenía eso en el caso checo? Un país rico, culto, que había luchado autónomamente contra el fascismo y resistido las maniobras occidentales hasta el año 48, en el que con mayoritario apoyo popular y no por la presencia soviética -aunque ésta hubiera ayudado- había decidido el cambio de régimen, el único caso junto con Yugoslavia en Europa, y había contribuido generosamente al campo socialista con su industria y su conocimiento hasta descapitalizarse peligrosamente. ¿Por qué, veinte años después, nadie tiene que decirle -al pueblo, no a sus dirigentes- lo que tiene que hacer? Más aún, cuando las reclamaciones de este pueblo han sido acogidas por el Partido que es el que encabeza la transformación en el Gobierno y en las calles y fábricas, con el pueblo, sin que nadie significativo le discuta su papel dirigente.

Pero junto a estas certezas, seguía sin entender la miseria de la actuación de la Unión Soviética y sus aliados, los recovecos de baja política, inadmisibles entre camaradas, de advertencias, amenazas, supuestos acuerdos y violación de los mismos, puesto que no había pasado nada relevante en aquellos días de agosto entre la firma de los acuerdos de Bratislava y la invasión. Había sin embargo, un hilo de esperanza: los generales soviéticos habían tenido que decirle a sus soldados que iban a liberar al pueblo hermano de Checoslovaquia de la amenaza occidental. Con esa idea fueron las tropas3 y ésa es la enseñanza que saqué de los casos que he narrado, la singularidad, que no la bondad, de la invasión4. Esta falsedad, que tendrían que saber que se descubriría pronto, significa que no eran capaces de convencer a sus pueblos de la supuesta traición de los dirigentes checos.

La degeneración burocrática no había impregnado todavía al pueblo soviético; el fuerte nacionalismo pan-ruso, en parte justificado por la terrible lucha contra el fascismo, no había anulado la solidaridad internacionalista de este pueblo que había sentido como suyas las causas de la República Española y del Vietnam. La supresión de la propiedad privada de los medios de producción y cambio era más fuerte conformadora de los sentimientos de una sociedad que la acción de una cúpula incompetente aferrada a los catecismos de Politzer y Afanasiev.

Pero no hay determinismo histórico. Muy poco tiempo después, los síntomas de que el consumismo y la falta de asunción democrática de su destino empezaban a minar la confianza de la sociedad soviética eran evidentes, tanto como la incapacidad de sus dirigentes en plantear una alternativa económica y cultural al capitalismo.

Habían matado su última esperanza.

NOTAS

 

1. Cinco días después de acabar la guerra civil, en medio del horror de la represión, cuando mi madre estaba con los dolores del parto -en casa, como se nacía entonces- una patrulla de falangistas vino a medianoche a buscar a mi padre para darle el «paseo». Mi padre (Jefe de Sanidad del III Cuerpo de Ejército y nombrado, tras el golpe de Casado, Jefe de Sanidad del Ejército del Centro) había sido detenido y encarcelado por los casadistas, por lo que no se sabía nada de él en ese momento. Mi madre hizo entrar en su cuarto al jefe de los falangistas para llamarlo asesino entre lloros cuando reconoció en su voz a un compañero de Instituto; esta vez el falangista valeroso no se atrevió con una mujer. De esa historia no he podido ni querido desprenderme nunca.

 

2. Les perdí la pista porque no podíamos mantener correspondencia directa y los acontecimientos nos impidieron organizar una alternativa. El mexicano volvía a su país al acabar el verano, el chileno, el año siguiente. Las sombras de Tlatelolco poco después y del 11S contra Allende no se me apartan de su recuerdo.

 

3 Luego que supo que una gran cantidad de soldados, tal vez la mayoría, tuvieron que ser prontamente relevados por el choque emocional que les produjo conocer la verdad de su misión, y que muchos de ellos tuvieron que ser atendidos por graves trastornos psíquicos.

4.Recuerdo que las brutalidades, no sólo de la guerra abierta en Vietnam, sino de acciones, que ahora se llamarían de paz o antiterroristas, como la entonces reciente invasión y ocupación de Santo Domingo por Estados Unidos o la represión francesa en Argelia, se llevaban a cabo con las más estrictas normas de actuación imperialista y racista.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.