Recomiendo:
0

A propósito de Moore y Capitalism: A love history

Michael de Flint

Fuentes: Rebelión

¿De qué se ríen los líderes mundiales cuando celebran en Canadá la cumbre de donantes para Haití? Recuerden esas fotos orgiásticas de los médicos portorriqueños armados de dentaduras impecables y de botellas de whisky. Se ríen porque para todos ellos se trata de una excursión más, un negocio más, con nuevas posibilidades de mercado y […]

¿De qué se ríen los líderes mundiales cuando celebran en Canadá la cumbre de donantes para Haití? Recuerden esas fotos orgiásticas de los médicos portorriqueños armados de dentaduras impecables y de botellas de whisky. Se ríen porque para todos ellos se trata de una excursión más, un negocio más, con nuevas posibilidades de mercado y fotos electorales. La tarea de Moore es desde hace años mostrar el Haití que se oculta tras nuestra continua cumbre televisada. La verdad es que entramos en la sala con el temor de que Moore se hubiera hecho viejo, de que hubiera dulcificado su discurso, aprovechando tal vez la onda Obama. Pero no. Ahora el enfoque es provocadoramente más amplio que en Bowling for Columbine o en Sicko. En este aspecto, se ha vuelto más agresivo, pues encara con indignación y sentido del humor la filosofía económica de su nación. Y lo hace además, bajo las nuevas posibilidades de la era Obama, empeñado en no ser tachado esta vez de «antiamericano». Salvo Farenheit 9/11, que nos pareció un producto electoral, su cine no está dirigido a convencidos, al puñado de «liberales» que pueden subsistir en su país, sino a convencer a los decepcionados. De hecho, quizás debido a esta decepción, Moore reconoce que tiene finalmente más cartas de apoyo de origen republicano que demócrata.

Por primera vez Moore saca a la luz su educación católica, una educación que según él le imprimió rabia social y descaro callejero. De hecho, su interés por el teatro comienza gracias a los Berrigan Brothers, curas radicales a los que siempre idealizó. De cualquier manera, con Capitalismo: Una historia de amor estamos otra vez ante una América que no suele salir mucho en las pantallas. Solamente se asoma en algunas canciones de REM o de Rage against the machine, en alguna película de Gus Van Sant. «En Estados Unidos la gente tiene que esperar que el polvo se acumule antes de discutir abiertamente ciertos temas y decir algunas cosas», reconoce Moore. En Europa, se le podía replicar, nunca hay polvo, pues se lo lleva el servicio municipal de mantenimiento. «Pero alguien tiene que alzar la voz», sigue diciendo nuestro agitador. Y aquí el intelectual deconstruido que tiene su tribuna en los medios podrá alegar: ¿Quién se cree él para hablar en lugar de otros? Las diatribas anarquistas contra la vanguardia comunista y las alegaciones foucaultianas contra el concepto de «intelectual» han hecho estragos. Resultado: cierta elite cultural no empatiza con Moore. Van a ver sus películas porque están de moda, pero lo hacen en grupo, defendiéndose de las simplificaciones pre-deconstructivas de este moralista, de su tosca insistencia en el referente de la pobreza, de su pésimo mal gusto al coaccionarnos con gente que llora a la vista, como en un reality show.

Después del «platonismo» decimonónico y su venganza contra la existencia, nuestra sociedad ha llegado simplemente a odiar el sentido. Fijémonos en que productos tan exitosos como In the loop o Un tipo serio, de los Cohen, se limitan a jugar con el sentido, a columpiarse en él. Esas y otras películas aprovechan nuestra perpetua «crisis» para gestionar la confusión, hacer un provocativo collage en aguas revueltas y construir un entretenimiento mordaz. Utilizan nuestra teledirigida «complejidad» para hacer una propuesta irónica y divertida, igual que el arte radical. Frente a esto, Moore es un moralista enérgico, un cruzado elemental al estilo de Loach en Inglaterra. Los pobres: Teresa de Calcuta, Michael de Flint. Efectivamente, Moore es aburrido, siempre dice lo mismo, repiten los demócratas instalados en el reparto de nuestra gelatina social. Él parte de la referencia humanista al dolor «de los débiles», al hombre de carne y hueso de Unamuno, y desde ahí critica al sistema de avaricia global, el poder oculto y los tejemanejes de las grandes firmas. Tiene gracia que esto hoy, en las altas esferas, no contente a casi nadie. La elite de derechas se escandaliza frente a este discurso radical y anticapitalista. Los faros de la izquierda, al utilizar Moore un primer plano del dolor para influir en nuestros sentimientos, le acusan de populismo, de demagogo. Lo que incomoda a tanta lumbrera pública es la elementalidad de un coraje que, como diría Kant, pone en el hombre común la última palabra sobre lo universal, quitándole la exclusiva al docto. En el fondo, el problema para los nomenklatura cultural viene a ser que queda demasiado Rousseau en Moore, demasiado «buen salvaje». Y si los salvajes son buenos, si existe el pueblo, ¿qué papel le queda al especialista universitario en ética?

Con frecuencia feos, como el mismo Moore, alguna gente «corriente» vuelve en Capitalism a llorar ante las cámaras, a resistir los desahucios, a luchar contra la perfidia de las grandes firmas. Los herederos de los «progres» no dejan de sonreír. ¿A quién se le ocurre, después de Derrida, ignorar la deconstrucción y creer en el pueblo, en la causa inmaculada de los pobres? Los postmodernos no salen de su asombro, doblemente indignados además porque al público, que en general no sabe mucho de deconstrucción (salvo la que se ejerce sobre sus vidas), le guste la película de Moore y aplauda al final. Va a resultar, precisamente al final, que el problema es que Moore no está castrado como nosotros, ni por Heidegger ni por Rorty. Ignora las diatribas rancias de Adorno sobre el concepto de pueblo y la histeria antivitalista de los heideggerianos de salón. ¿Tendrán razón los del Comité Invisible cuando asocian Filosofía y Policía? (1)

¿Qué hay de malo en mostrar cómo llora la gente? ¿Tal vez que mientras llora se expresa, convirtiendo en discurso su angustia? Y claro, nosotros sólo queremos víctimas mudas a las que poder manejar a distancia. Justamente, esta cara B de nuestro mundo, en USA o en Francia, sólo aparece cuando un moralista se atreve a mostrar el pantano que sostiene nuestra opulencia. Capitalismo: Una historia de amor hace hablar a personajes muy distintos, al margen de su «ideología». En este punto, de vuelta de nuestras divisiones clásicas, la cinta es muy actual. Un párroco católico se desahoga sobre la inmoralidad del lucro; un marido que ha perdido a su mujer explica en familia cómo la quería y lo que ha hecho su empresa con su cuerpo; un sindicalista que lucha con sus compañeros despedidos, un obispo que bendice esa lucha; un abogado especializado en denunciar los seguros de vida fraudulentos que las grandes empresas, bajo el nombre clandestino de «Contrato del campesino muerto», firman a escondidas para favorecerse de la muerte de sus empleados. Con su estilo directo, Moore le pregunta a este burgués honesto: «¿En qué otra situación se puede desear que la gente muera?». El abogado Meyers reconoce que es una pregunta difícil.

En unas páginas inolvidables Agamben se extiende sobre el concepto de pueblo. Pueblo es siempre lo que falta, lo que no cabe más que momentáneamente en la historia, lo que reaparece por fuera de las instituciones (2). Tras su sofisticada puesta en escena y su larga experiencia discursiva, hay mucho amor por lo popular en Moore, aunque un amor a todas luces más sobrio que el de Pasolini. Además, siempre que surge un fenómeno político que amenaza con cambiar el estado de cosas, toma de hecho este carácter híbrido del agitador de Flint, ideológicamente impuro, un poco bizarro. Moore es al mismo tiempo muy «americano», en esa franqueza y en su adoración de la libertad natural de Thoreau, y muy admirador del estatalismo europeo. Casi siempre muy occidental, es ajeno a las culturas exteriores (en Farenheit 9/11, de hecho, llegaba a hacer comentarios de dudoso gusto para un europeo). Y es cierto que su crítica parece de menor alcance filosófico que otras. No habla de lo biopolítico, como Agamben; no tiene ni idea de lo que sea el acontecimiento de Badiou; no podría comprender los finos y apocalípticos análisis de altura en Tiqqun. Lo gracioso del caso es que los profesores españoles que le critican tampoco saben nada de todo eso; se limitan a trepar, citando frases sueltas de la filosofía francesa, en la gestión de la crisis perpetua en que se ha convertido nuestro orden informativo del día. La gestión presupone extrañamiento e indiferencia, y Moore no podría gestionar nada porque no es extraño ni indiferente a nada. Una mujer tradicional diría además que no necesita leer a Agamben y frecuentar la altura conceptual de cierta crítica porque su compromiso moral con la suciedad del presente y los pobres le ahorran ese rodeo.

Con un sentido del humor y una multiplicidad que descarga al espectador de la obligación de estar de acuerdo, Capitalism: A love history es la culminación de un itinerario social y crítico de veinte años. Por fin Moore es definitivamente sistemático en su crítica y no tiene reparo en usar en ella todo lo que influyó en su molde, desde el catolicismo juvenil a actores conocidos, yuppies críticos con el sistema y algún congresista honesto que han desertado de la maquinaria obscena de hacer dinero. Esta película ataca un sistema que «garantiza la corrupción», un sistema que posee a ambos partidos, a demócratas y republicanos, a liberales y conservadores. Incluso Obama aparece, pero como alguien de quien no hay que fiarse del todo, pues cabalga una corriente. Y todo depende de esa corriente, que Moore contribuyó sin duda a crear y que se empeña en mantener. Bien mirado, no nos parece mal que los intelectuales orgánicos desconfíen de él.

La Democracia contra el Capitalismo. Para esta batalla, sacar a colación imágenes de archivo de Jimmy Carter, incluso un intenso discurso de Roosevelt, padre del New Deal. Ya Gore Vidal decía que siempre es bueno en EEUU poder reclamarse del espíritu de la Constitución y de los Padres Fundadores. Moore va más lejos y se atreve incluso, lo que aumentará el desagrado de los intelectuales, a usar los buenos oficios del cristianismo para defender el regreso a unos Estados Unidos más sociales. Incita a la rebelión, pero lo hace divirtiendo al mismo tiempo, ayudando a conocer la otra cara de lo social y sacando a flote el sufrimiento lloroso de la gente de a pie. Como dice él, «La gente sale de mi película enfadada a veces y triste otras, pero al menos dispuesta a luchar». Esta es la clave de su poca capacidad de convicción entre la burocracia «cultural», que ya ha luchado mucho (¿dónde?) y ahora se dedica a la empresa privada de su departamento o medio, convencida de que la deconstrucción prolonga aquella lucha que nadie vio. Dije a propósito de Sicko lo que puedo repetir ahora, aprovechando que entonces nadie estaba escuchando: «¿Es simplemente un radical Michael Moore?». Tal vez sólo se trata de alguien que quisiera conservar cierta humanidad en su nación y por eso se indigna de que ésta haya tomado derroteros tan «radicales» en su furia neocapitalista. Pero claro, una vez más, el humanismo sabe a poco en este ambiente deconstruido. En una país donde Almodóvar pasa por lo último, Moore ha de pasar por un simple, cuando no un demagogo.

La incomodidad que provoca Moore entre nosotros proviene de una resolución moral que, bajo nuestra represiva «complejidad», busca reactualizar una vieja indignación ante la injusticia y trazar otra vez, en medio de nuestra vigilancia global, la línea divisoria entre sufrimiento y abuso, entre lo moral y lo inmoral. La vida popular y el capitalismo, los pobres y los ricos… Toda esta cadena de confrontaciones suena tosca en los oídos de la elite conceptual, esos profesores, periodistas y escritores habituados a una complejidad en la que se erigen fácilmente en gestores (3). Es como si Moore les quitase la exclusiva de pontificar y mostrase la simplicidad de las cosas. Cuando todo el miserable lustre del medio universitario depende del retiro a una atmósfera cerrada. En resumen, la particularidad universitaria se une en torno a una tenaz desactivación de lo primario que hay en el hombre (la decisión, la resistencia, la voluntad) en aras de la alternancia de colores que ellos negocian. Como nuestra buena gente de izquierdas con el fenómeno Tiqqun, los demócratas españoles se indignan ante la idea de que las cosas sean tan simples, de que nuestro orden social (en definitiva, que también a ellos les sirve) sea tan abyecto.

¿Es esto o simplemente no quieren que nada cambie? Sé que hablo de un fenómeno minoritario, pero tal vez significativo de las resistencias de la izquierda a que algo crucial cambie. El peor conservadurismo es éste. Nuestros nativos digitales, que han tomado la democracia como religión, o como hábitat natural donde teclean su alteridad de diseño, se escandalizan de la tosquedad del esquema de Moore. Lo mismo que hace ochenta años la socialdemocracia frente al marxismo.

Nuestro progresismo se contenta con flotar en el parque temático cultural, leer El País y estar en contra del PP. Nada que suponga enterarse de qué es lo que une nuestra alternancia, nuestro estado espectacular integrado. Tarea que es justamente la que, en perspectivas políticas tan distintas, constituye la orientación actual de un Moore o un Denys Arcand. Mostrar a una familia reunida en torno al recuerdo de la madre muerta y el seguro de vida que cobró la empresa para la que trabajaba. Mostrar a los niños llorando ante la memoria paterna que las preguntas de Moore suscitan. Los chicos lloran. En medio de su elegía, entrecortado al leer una carta de amor a su esposa de 26 años, el padre pregunta al niño que gime: Are you okey, Wesley? ¿Es esto obsceno, manipulador? La buena conciencia intelectual (la de los mismos que no fueron a ver Todo empieza hoy, pero que saborearon después la mórbida «ultraviolencia» de Funny games) exige que eso no aparezca en primer plano, que esa carne de mal gusto aparezca sólo sin voz, en las imágenes anónimas del telediario que el locutor ilustra con su guión.

La filosofía de la sospecha, la «caída del referente» de la que presume la izquierda cultural, ha hecho estragos en cualquier iniciativa de enfrentamiento, de afrontamiento. Cualquiera que de un paso al frente y tome una dirección, sea Sokurov o Michael Moore, ofende nuestra afición a flotar en la pluralidad, a navegar en la Red, a negociar la lenta clonación digital del presente. Se me ocurre, ya terminando, que en este imperio de interiores sin fin, es posible que haya en Moore un regreso de cierta resolución analógica, analógica de una «autenticidad» que la información y la filosofía han intentado deconstruir y que ahora ofende a nuestra debilidad mental. Cierta intelligetsia europea, que ha leído mal a Agamben y a Deleuze, es partidaria del acontecimiento puro. Pero cuando llega el acontecimiento real, nunca es suficientemente radical y ontológico, siempre aparece mezclado con las impurezas de lo «óntico». Todo sirve con tal de mantener a la elite en la poltrona de su empresa privada y en el narcisismo brutal de la deconstrucción.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 1 de febrero de 2010

1. Comité Invisible, La insurrección que viene, Melusina, Barcelona, 2009, p. 116.

2. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 224-229.

3. Ellos son especialistas en la deconstrucción que les erige en amos, en amos deseados. Miren si no las gloriosas páginas que Tiqqun le dedica a la deconstrucción en la Introducción a la guerra civil, Melusina, Barcelona, 2008, pp. 79-81.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.