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Microfascismos voraces

Fuentes: Noticias de Navarra

Antes de que el fascismo fuese declarado una ideología oficial y arrasara Europa, Karl Kraus fue capaz de detectarlo en muchos gestos cotidianos. Célebre es un artículo suyo de 1921 en el que denunciaba los viajes promocionales de un periódico de Basilea. Por un ajustado precio el diario ofrecía a sus lectores la posibilidad de […]

Antes de que el fascismo fuese declarado una ideología oficial y arrasara Europa, Karl Kraus fue capaz de detectarlo en muchos gestos cotidianos. Célebre es un artículo suyo de 1921 en el que denunciaba los viajes promocionales de un periódico de Basilea. Por un ajustado precio el diario ofrecía a sus lectores la posibilidad de acudir, como atracción turística, a los campos de batalla de Verdún, al tiempo que podían disfrutar de suculentas comidas en alojamientos de primera clase.

Décadas más tarde, Deleuze y Guattari hablaron de «microfascismos», ese pequeño fascismo de banda, de gang, de secta, de familia, de pueblo, de barrio o de automóvil, del que no se libra nadie. Uno se topa con ese microfascismo en cualquier rincón donde se subvierte el deseo. Puede ocurrir que lo contemples en una capital de tercer orden, junto a los jardines de la diputación foral. Allí un joven negro pide limosna, hincado de rodillas en la acera, mientras una mujer mayor -huelga decir que blanca- entabla un diálogo de sordos con una frase esperpéntica: «¡Qué suerte tienes de estar así!». Seguramente ella era una persona caritativa, incluso piadosa, que se quejaba de los achaques de su edad y admiraba la postura corporal del joven, pero en aquel momento era incapaz de ponerse en el lugar del otro, de ese cuerpo arrodillado, cuya fortuna se limitaba al espacio callejero y al reducido pavimento donde se apoyaba.

Los microfascismos crean un repertorio extraño con una cohorte de situaciones conocidas: un policía que se ríe en el desahucio de una familia, un obispo que confunde la homosexualidad con la prostitución, un empresario que pide recortar los permisos laborales por defunción familiar, un concejal que censura una conferencia local, un mozo que desgarra la ropa de una joven en fiestas, un actor que se mofa de la fealdad de los participantes en una manifestación, una periodista politóloga que en plena crisis elogia su bolso de marca y se autodefine como «Barbie Complementos» o, también, una parlamentaria que, tras oír las últimas medidas restrictivas de su partido contra los parados, exclama: «¡Que se jodan!».

Todo microfascismo declara la guerra a la vida en común, destruye las redes de cuidado y empatía, anula las identidades, borra los rostros, fragmenta las sociedades e impulsa la sociofobia. Da igual que alguien se declare liberal, cristiano, demócrata o defensor de los derechos humanos. El microfascismo perfora todas esas ideologías y transmuta la ley del deseo, dislocando los espacios comunes y minando el suelo de la ética y de la convivencia.

Este microfascismo genera su propio inframundo, un territorio de perversidad, la negra provincia de Flaubert y Morand, con su marca de ausencias y olvidos, que se prolonga hasta nuestros hogares. Y cuando uno llega a casa y todo le parece pardo, escucha el eslogan publicitario de una óptica que anuncia sin rubor: «Adoro las marcas». El deseo voraz no tiene límites. Ni piedad.

Fuente: http://www.noticiasdenavarra.com/2013/10/06/sociedad/microfascismos-voraces