Estamos dispuestos a admitir que el poder y la fuerza no son lo mismo, pero a condición de añadir de inmediato que todo poder es reductible a fuerza o que la fuerza está detrás de todas las clases de poder concebibles. ¿De todas? Bueno, la única forma de poder sin fuerza que podríamos citar es […]
Estamos dispuestos a admitir que el poder y la fuerza no son lo mismo, pero a condición de añadir de inmediato que todo poder es reductible a fuerza o que la fuerza está detrás de todas las clases de poder concebibles. ¿De todas? Bueno, la única forma de poder sin fuerza que podríamos citar es imaginaria y se llama «magia»: con una varita, desde lejos, sin tocar el objeto, sin imprimir sobre él ninguna presión, lo convertimos en un coche de caballos o en una rana (o, al revés, en un príncipe). Lo malo es que ese poder no existe.
No es verdad. La magia existe y preside nuestra vida cotidiana. Existen al menos tres fuentes de magia -es decir, de poder sin fuerza- con las que estamos bastante familiarizados.
La primera es el dinero. Es verdad que detrás de la riqueza capitalista, que se expresa en forma dineraria, hay un ejercicio de violencia original, prolongado en la actualidad, que no puede negarse. Pero el dinero es un invento anterior al capitalismo que, mal que les pese a algunos utópicos radicales, seguirá existiendo en cualquier otro mundo (complejo) posible. En cualquier otro mundo (complejo) posible el dinero seguirá usándose para expresar la relación de equivalencia entre dos objetos diferentes, introduciendo por ello una sombra de opacidad y de «alienación» inevitables en los intercambios humanos; o, si se quiere, una sombra de «fetichismo», ese desplazamiento místico del valor de la cosa al signo. La tentación de acumular signos seguirá siendo fuerte mientras esos signos puedan transformarse -como mediante una varita mágica- en toda clase de objetos: comida, vestidos, coches de caballo, ranas e incluso príncipes. El poder del dinero seguirá siendo siempre peligroso porque, además de poder comprar los instrumentos mismos de la fuerza, tendrá la capacidad, incluso en el mejor mundo complejo posible, de corromper la dignidad extramercantil de los cuerpos y de las almas. Curiosamente, y como para demostrar esta disociación entre el dinero y la fuerza, al legendario legislador Licurgo se le ocurrió una idea para neutralizar o rebajar este poder mágico del dinero: acuñar monedas tan grandes y tan pesadas como enormes ruedas de camión o piedras de molino, de modo que se necesitase una fuerza hercúlea para trasladarlas y fuese, por tanto, muy difícil tanto intercambiarlas como acumularlas.
La segunda fuente mágica de poder es el amor, cuyo centro es la mirada. Desde lejos y sin tocar el objeto, sin imprimir en él ninguna presión, como mediante una varita intangible, podemos transformar por completo un cuerpo, de manera fulminante, como si lo tocase un rayo del cielo. De hecho, Plutarco comparaba esta capacidad del amor para derribar un cuerpo en la distancia con el «fuego griego»; es decir, con las bombas incendiarias lanzadas hoy desde un avión. Una mirada enamorada no sólo produce cambios en la coloración de la piel sino una especie de mutación anatómica generalizada que implica todos los órganos y todas las superficies. Eso por no hablar de los besos, cuya eficacia sacramental no se puede banalizar. La fuerza transformadora que los cuentos atribuyen a los besos (la rana convertida en príncipe) procede de una experiencia común: no se puede besar ni ser besado sin experimentar un embellecimiento objetivo que todos pueden observar. Por eso los adúlteros tienen que tener tanto cuidado, pues llevan su extravío pintado en la cara. Ese poder mágico, como decía Aristóteles, tiene a su vez un efecto moral igualmente inexplicable: todos los enamorados, todos los que han sido mirados y besados por la persona amada, incluso los peores asesinos, quieren mejorar: «desean ser buenos» y hasta se sienten buenos, al menos mientras son objeto de las caricias de sus amantes.
La tercera fuente mágica de poder es la más peligrosa porque, al contrario que el dinero y el amor, está repartida de manera igual y universal entre todos los hombres. Me refiero al lenguaje. El lenguaje permite decir, por ejemplo, «la nieve es negra», lo que es una operación taumatúrgica al nivel formal, o «bombardeo humanitario», que obliga al cerebro a retorcerse, como un bebé en la punta de un cuchillo, para producir una realidad paralela, desgraciadamente mensurable en ruinas y muertos, que crece a nuestras espaldas y se emancipa de nuestra voluntad. El lenguaje es poesía, es decir, esa revolución mágica contra la lengua misma en la que podemos encontrar «espadas como labios» y «águilas de nieve» y «sábanas de estruendo». Pero el lenguaje, sobre todo, contiene la única garantía de libertad al alcance de todos: la facultad de mentir. La libertad más radical, la más inextirpable, también la más peligrosa, es esta posibilidad siempre actual, inscrita en el corazón mismo del lenguaje, de decir una mentira. Si la magia es poder sin fuerza, no hay ningún poder más democrático, ningún poder menos material, ninguna realidad con más poder y menos fuerza, que la libertad de negar lo que es cierto o de afirmar lo que es falso. Estamos tan acostumbrados que no medimos la enormidad y extravagancia de esta facultad. Ninguna varita tiene la fuerza transformadora, subversiva, de la declaración del que anuncia en voz alta mientras sostiene una pipa en la mano: «esto no es una pipa».
Hay algo terrible, sin duda, en que la única libertad inalienable, radicada realmente en la universalidad del lenguaje, constituya al mismo tiempo un atentado contra el lenguaje. No una revolución, como la poesía, sino una amenaza de disolución. Una mentirijilla nos permite a veces escapar de la fuerza o defender nuestro amor; y con medias verdades construimos en ocasiones los andamios de una gran verdad colectiva. En un mundo con dinero y poco amor, la libertad adopta a menudo las formas menos hermosas. Pero un ejercicio público, desbocado, premeditado y sistemático de libertad antilingüística acaba por arruinar la posibilidad de comunicar y la credibilidad de todos los hablantes. En un mundo con mucho dinero, publicidad, grandes medios de comunicación y poderes políticos tentaculares y parlanchines, el riesgo es que el «te quiero» susurrado por nuestro amado o nuestra amada en la trenza nocturna del abrazo estremecido, en la intimidad de nuestro pajar, nos suene tan hueco y tan sospechoso como una promesa electoral o el anuncio de un liberador «bombardeo humanitario».
Renunciemos siempre que podamos a la libertad de mentir. Mintamos lo menos posible y sólo, como decía el poeta, «para añadir un pétalo a la rosa» y nunca para teñir la nieve de negro o de rojo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.