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Miguel Enríquez: Ciudadanía y Revolución

Fuentes: La Jornada

En el agitado trajinar de las luchas independentistas de América Latina, tres períodos históricos adquieren singular relevancia política: el que va de la emancipación al fin de la Gran Colombia (1810-30); el de los estados oligárquicos que acaban chocando con el nacionalismo antiimperialista (1860-1950), y el de la revolución cubana (1959) a nuestros días. Los […]


En el agitado trajinar de las luchas independentistas de América Latina, tres períodos históricos adquieren singular relevancia política: el que va de la emancipación al fin de la Gran Colombia (1810-30); el de los estados oligárquicos que acaban chocando con el nacionalismo antiimperialista (1860-1950), y el de la revolución cubana (1959) a nuestros días.

Los primeros períodos han sido ampliamente debatidos en investigaciones, documentos y tratados. El tercero, poco debatido aún, continúa girando en torno al pensamiento y praxis de Ernesto «Che» Guevara (1928-67).

¿Qué edad tenían los patriotas que «a la hora del ‘Che'» recogieron su legado? El tupamaro uruguayo Raúl Sendic era el más viejo (42 años). Le seguían «Inti» Peredo (Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, 31) y los argentinos Mario Roberto Santucho (Ejército Revolucionario del Pueblo, 31) y Norma Esther Arrostito (Montoneros, 27). El paraguayo-argentino Carlos Enrique Olmedo (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y el chileno Miguel Enríquez (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR) tenían 23 años.

No porque erice la piel pasamos revista a las edades de aquellos héroes. Su memoria sigue siendo escarnecida por los herederos de quienes a partir de 1860 rompieron la patria grande en veinte pedazos, y luego convirtieron en bronce y mármol a Hidalgo, Artigas y Bolívar, Morazán, San Martín, Sucre y O’Higgins.

A las oligarquías y los demócratas «modernos», políticamente vacíos de la «ética y moral» que predican, nada les cuesta levantar monumentos y reducir el ejemplo de los revolucionarios a íconos sin nervio y contenido. Ya lo vienen haciendo con el «Che», y ya levantaron un monumento a Salvador Allende, frente al palacio de La Moneda en Santiago.

Por encima de ideologías y opciones políticas (y cuando tanto se habla del deber ser del «ciudadano»), es necesario recordar a gobernantes como Allende y revolucionarios como Enríquez, ante gobiernos que le dijeron adiós al emblema del Escudo Nacional de la «Patria Vieja»: «Tras las tinieblas la luz, por la razón y por la fuerza» (1810-1814).

Salvador Allende y Miguel Enríquez, tan distintos y tan iguales, fueron ciudadanos de verdad porque de la vida hicieron conciencia y compromiso. ¿Qué si vivieron y murieron soñando? Pero es que sueños como los de Miguel, muerto hace 30 años a los 30 años, simbolizan el revés de Chile hoy.

Fábrica eficiente de tecnócratas lobotomizados, pobreza maquillada y sectores medios endeudados de por vida, hostil a la integración subregional, sumiso con Estados Unidos, partidario del ALCA y de la carrera armamentista, perseguidor de la nación mapuche y enemigo de Cuba, el «modelo chileno» no podría ser lo que es sin velar por los derechos individuales de los cómplices de la dictadura, torturadores y genocidas como Pinochet.

Partidario de que el ciudadano debe ser acrítico, adocenado e indiferente a la épica historia de sus luchas populares, el modelo que Chile exporta al mundo ofende la memoria de Allende y Pablo Neruda, cultivando la triste complacencia de intelectuales y escritores que a falta de vergüenza propia, cosechan vergüenza ajena.

Ninguna de estas reflexiones busca gravitar en el bizantino debate de si la vía armada o legal conducen a una sociedad más justa. Pero Chile queda al desnudo cuando vemos que su «estado de derecho» consiste en ser tributario y administrador del saqueo neo-colonial, y los políticos «pragmáticos» se entienden mejor con el crimen organizado, que con el pueblo que ignora cómo llegaron al poder que ocupan.

Es posible que la generación de Salvador Allende, formada en escuelas políticas donde la ética y los principios contaban, no concibió los alcances y dimensiones del enemigo que enfrentaba. «Yo no renuncio», respondió el presidente a los caballeros de la muerte, mientras Miguel Enríquez, oliendo la mierda en el aire, dijo: «Yo no me asilo».

Miguel murió matando a la muerte. El periodista Hugo Guzmán nos recuerda palabras del padre ante el cadáver: «…levanté la tapa que cubría la cara de nuestro hijo. Raquel, Marco e Inés estaban a mi lado. Tenía el ojo izquierdo, parte de la frente y la mejilla izquierda, cubiertas por una sábana dispuesta diagonalmente. El rostro lucía sereno, con un gesto irónico y de satisfacción, como que hubiera muerto feliz, luchando y disparando a los esbirros de la más despreciable y sangrienta dictadura de América».

Raquel Espinosa, la madre, exclamó en el funeral: «Miguel Enríquez Espinosa, hijo mío, tú no has muerto. Tú sigues vivo y seguirás viviendo para esperanza y felicidad de todos los pobres y oprimidos del mundo».

El patriciado chileno expatrió y condenó a la miseria a Bernardo O’Higgins y asesinó a José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez. Hoy quiere borrar a Allende y Enríquez, vidas y ejemplos de un Chile que no podrá ser sin ellos.