Traducción para www.sinpermiso. Gush Kadosh
«No os maravilléis que adore como si fuera Dios lo que vosotros llamáis humanidad»
Miguel Servet, De Trinitatis Erroribus 1531
Nota de la redacción.
El pasado 3 de octubre, con ocasión del 500 aniversario del nacimiento del teólogo humanista aragonés Miguel Servet, la ciudad de Ginebra, gobernada hoy por una coalición de izquierdas, decidió levantar una vieja prohibición y erigirle una estatua en el lugar en el que había sido ejecutado en la hoguera. El acto estuvo presidido por el Consejero Administrativo Remy Pagani y tuvo como principal orador al historiador Jean Batou, congregando a una amplia representación de la izquierda local y de las ciudades francesas fronterizas. La estatua se encuentra en la esquina entre las avenidas De la Roseraie y Beau-Sejour.
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«Miguel Servet tuvo la singular infortuna de ser quemado dos veces: en efigie por los católicos y en carne y hueso por los protestantes (…) Su debate con Calvino (…) es de hecho el conflicto interior de la derecha y de la izquierda de la Reforma». Con estas palabras comienza la biografía de Miguel Servet, publicada hace casi 60 años por Roland Bainton, el gran especialista de los orígenes del protestantismo de la Universidad de Yale, con ocasión de 400 aniversario de su suplicio.
Nacido en 1511 en Villanueva, una pequeña aldea de Aragón, Servet era de origen marrano por parte de madre, que pertenecía a una familia de judíos conversos. El despertar de su conciencia tuvo lugar durante el breve periodo de tolerancia religiosa que conoció España en el primer tercio del siglo XVI. Acababa de publicarse la edición políglota completa del Antiguo y del Nuevo Testamento en hebreo y en griego. El movimiento de los Alumbrados (sin ninguna relación con las fabulaciones del Código Da Vinci) convocaba a una «reforma de la Iglesia por los hombres del Espíritu» y la Corte del Rey Carlos, elegido recientemente emperador, se entusiasmaba con el pensamiento humanista de Erasmo.
Servet estuvo desde los 14 años al servicio del franciscano Juan de Quintana, sabio humanista cercano a la Corte, antes de partir a estudiar leyes a Toulouse. Allí descubrió que nada apoya en las Escrituras el dogma de la Trinidad, que fue declarado artículo de fe, al mismo tiempo que el poder temporal del Papado, por en Concilio de Nicea de 325. Judíos y musulmanes, cuyas creencias Servet conocía, entienden este dogma cristiano como una concesión al politeísmo. Al adoptar su punto de vista en la materia, Servet abolía una de las principales fronteras que dividen a las religiones del Libro. Algo políticamente explosivo una generación después de la victoria definitiva de los Reyes Católicos sobre los Moros y de la Expulsión de los Judíos de la Península Ibérica, en el mismo momento que los turcos asediaban por primera vez Viena.
En 1529, Servet acompañó al Emperador al Vaticano. De su encuentro con el Papa Clemente VII dejó un testimonio lleno de indignación luterana: «Le hemos visto sobre los hombros de sus príncipes llevado en toda su pompa (…) y haciéndose adorar a lo largo de las calles por el pueblo genuflexo, si bien todos los que habían podido besar su pies o sus pantuflas se creían más afortunados que los demás, y proclamaban que habían obtenido así numerosas indulgencias, gracias a las cuales les serían perdonados años de sufrimientos infernales. ¡O la más vil de las bestias! ¡O la más descarada de las meretrices!».
En 1530, reencontramos a Servet en Basilea, que se ha sumado hace poco a la Reforma. Es allí donde declara sin tapujos su rechazo de la Trinidad: Jesús es hombre y solo es divino en la medida en que el hombre es capaz de ser Dios; es un hijo del Dios eterno y no el hijo eterno de Dios. Una distinción a la que no renunciará nunca, ni siquiera al pie de la hoguera. En cuanto al Espíritu Santo, no es sino el espíritu de Dios en nosotros.
Escuchemosle defender sus concepciones en su tratado Sobre los errores de la Trinidad: «Aquellos que separa radicalmente a la humanidad de la divinidad no comprenden la naturaleza de la humanidad, que es precisamente el caracter divino que Dios puede insuflarle (…) En verdad no se puede partir de una degradación de la divinidad, sino que es necesario reconocer una exaltación de la humanidad». Meditemos en particular sobre esta frase luminosa: «No os maravilleis que adore como si fuera Dios lo que vosotros llamais humanidad». Y, con un tono mesianico, añade: «Cuando llegue el fin de los tiempos (…) en la medida en que no haya razón para que exista el gobierno, todo poder y toda autoridad serán abolidas…». Thomas Müntzer, 22 años mayor que él, teólogo herético y dirigente la revuelta de los campesinos alemanes, había defendido antes que Servet que todos los reinos terrestres se consumarían en el Reino de Dios.
Cuando Servet publicó sus tesis, una a una, todas las autoridades políticas y religiosas le condenaron. Encontrará refugio en Lyon, bajo el nombre de Michel de Villeneuve, donde escribirá sus comentarios a la geografía de Ptolomeo con una especial sensibilidad social que vuelven a aproximarlo a Müntzer: «la situación de los campesinos alemanes es espantosa (…) Las autoridades de cada territorio los esquilman y explotan y esta y no otra es la razón de la reciente revuelta de los campesinos y de su sublevación contra los nobles». Estudia medicina en Paris, lo que le lleva a descubrir, siguiendo al sabio arabe del siglo XIII al-Nafis, la pequeña circulación de la sangre, entre el corazón y los pulmones.
Servet se establece en 1540 en Vienne en Dauphiné y allí ejerce la medicina y edita. Trabaja sobre todo en su suma teológica: El restablecimiento del cristianismo. En ella destaca ante todo su visión de un Dios oculto, que se manifiesta en todas los seres, en particular en el hombre, y en todas las cosas. Por ello su defensa del bautismo de los adultos, como un acto consciente y voluntario, que de nuevo lo acerca a Müntzer y los anabaptistas. Un desafio a la autoridad de las iglesias y de los principes que fue reprimido con sangre en los siglos XVI y XVII.
Servet establece correspondencia con Calvino, a quien envia imprudentemente el manuscrito de su obra. El reformador de Ginebra le confiará a Farel: «vendrá (…) y no le dejaré partir vivo». El libro de Servet es publicado en la clandestinidad y son pseudónimo en enero de 1553, y una copia cae en las manos de un amigo de Calvino, Guillaume de Tries, que revela el verdadero nombre del autor a un primo en Vienne para que lo denuncie a la Inquisición. Pero se exige al delator que presente unas pruebas que solo puede obtener en Ginebra y que solo puede proporcionar Calvino. Y lo hará. Servet es arrestado el 4 de abril, pero consigue escapar tres días más tarde. Es condenado a arder en efigie con sus libros.
El 13 de agosto del mismo año, a su paso por Ginebra por causas que aun se desconocen, es reconocido y detenido a petición expresa de Calvino. Interrogado por el Pequeño Consejo, más tarde por el fiscal general Rigot, cercano a los Viejos Ginebrenses, Servet se defiende como gato panza arriba. Sigue una disputa teológica por escrito con calvino, de la que se da parte a las otras ciudades suizas, que lo declaran culpable. El 27 de octubre es condenado a ser quemado vivo por sus opiniones sobre la Trinidad y el bautismo de adultos. Farel le conducirá a la hoguera, sin conseguir que abjure.
Esta cruel ejecución de un «hereje», encontró todo el apoyo del consejo de la ciudad de Ginebra, incluyendo a los adversarios de Calvino, y no suscitó oposición alguna de las autoridades de las otras ciudades suizas. Sin embargo, más de una voz se eleva entre los amigos de la Reforma. La más conocida es la de Sébastien Castellion que, en su Contra Libellum Calvini (1554), se indignará del uso de la violencia para imponer una idea: «matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre (…) Servet se valió de escritos y razones para combatir por lo que creía, y debería haber sido rebatido con escritos y razones». Pero ¿quién se atreve a exigir que se rebata las tesis de una conciencia ilustrada, portavoz de miles de adeptos anónimos de un cristianismo emancipado, cuyo mensaje resuena aun hoy tan lleno de sentido en nuestros oídos, casi quinientos años más tarde?
Pero hay que acabar y ha llegado el momento de que inauguremos esta estatua de Miguel Servet, obra de Clotilde Roth, escultora ginebrina y discípula de Rodin. Fue encargada hace más de cien años, antes incluso de que se erigiese el Muro de los Reformadores, a petición de un comité de libre pensadores y a los que las autoridades municipales negaron los permisos para eregirla en Ginebra. En 1908, el comité impulsor se resignó a ofrecer la estatua a la vecina ciudad francesa de Annemasse, que la recibió con los brazos abiertos. Pero su historia no encuentra fin: el bronce es destruido en 1941, por orden del gobierno de Vichy, y el metal reciclado para la industria de guerra alemana. Bajo la ocupación, la Resistencia rendirá homenaje a la estatua de Servet como una de las primeras «victimas del fascismo» en Francia. Tras la guerra, será fundida de nuevo en su molde e inagurada por segunda vez en la misma ciudad en 1960.
Con ocasión del 500 aniversario del nacimiento de este humanista consecuente, dos años apenas del voto en referéndum por los suizos de la prohibición de construir minaretes, sepamos dar el lugar que merece en el corazón de los ginebrinos a este precursor del acercamiento entre cristianos, judíos y musulmanes; a este fronterizo de tantas culturas; a este defensor de débiles y oprimidos; a este intelectual exigente y valiente; en fin, a este contemporáneo de las expediciones coloniales de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, que tiene aun tantas cosas que decirnos sobre la grandeza y las miserias de la globalización, tanto de comienzos del siglo XVI, como del siglo que comienza.
Jean Batou es profesor de historia de la Universidad de Laussane y uno de los dirigentes de la organización socialista suiza Solidarités (www.solidarites.ch)