A los niños hay que enseñarles a manejar los cubiertos, a atarse los zapatos, a leer, a comprender un cuadro, a tocar un instrumento. Pero no hay que enseñarles a «mirar». Todos sabemos mirar. Basta abrir los ojos y el mundo entra en avalancha -rostros, nubes, montes, restos de imágenes a la deriva- con la […]
A los niños hay que enseñarles a manejar los cubiertos, a atarse los zapatos, a leer, a comprender un cuadro, a tocar un instrumento. Pero no hay que enseñarles a «mirar». Todos sabemos mirar. Basta abrir los ojos y el mundo entra en avalancha -rostros, nubes, montes, restos de imágenes a la deriva- con la ligereza de un rebaño y la mansedumbre de un arroyo.
No es verdad. Si algo me parece importante en relación con el medio audiovisual -precisamente porque se ha convertido en el medio ecológico de nuestra percepción- es analizar la síntesis que nos impone; es decir, desnaturalizar su existencia, desnudar el bastidor sobre el que se monta su espontaneidad inocente. De la misma manera que se les enseña a leer -a descifrar esa complejísima técnica del alfabeto- es necesario enseñar a los niños a mirar, porque la «mirada» es en realidad tan «secundaria», tan «construida», tan «artefacta», como una metáfora de Góngora o una frase de Lezama Lima; tan «aparatosa» y complicada como un puente o una locomotora.
La dificultad con los medios audiovisuales estriba en que no parece traducir los objetos en signos, como hace la escritura, sino sencillamente transportarlos sin alteración allí donde podemos verlos. Lo primero que suprime una imagen televisiva, en efecto, es la mediación técnica que la ha hecho posible, con todas sus decisiones concomitantes, y esto de tal manera que, al contrario de lo que ocurre con la pintura, la pantalla se presenta ante nuestros ojos investida de una falsa transparencia y, en consecuencia, de una autoridad visual inmediata: se limita, al parecer, a mostrarnos lo que hay. Esta ilusión de «transparencia», junto a la autoridad y legitimidad que la acompañan, ha pervertido como ningún medio anterior nuestra relación con los objetos y con nuestra propia conciencia. En el nuevo horizonte de ingeniería visual en el que vivimos, nos parece que podemos apoderarnos de todo sin esfuerzo ni rodeos, en la inmediatez de una mirada limpia, absoluta, liberada de los enojosos trabajos de la memoria, el discurso y la inteligencia: la cámara por fin nos proporciona una experiencia bruta, la experiencia por antonomasia, ésa que nos prometió en vano la filosofía y la ciencia de la Ilustración (ilusión terrible cuya banalidad y frustración se pone ejemplarmente de manifiesto en la obsesión fotográfica del turista, al que la experiencia de la cámara le parece mucho más pura e intensa que la de su propia mirada y, por supuesto, infinitamente más completa que la de cualquier «relato» que pueda recibir o construir). Con los niños, antes de que el polvo se asiente en sus pupilas, hay que trabajar esta desnaturalización del medio, a sabiendas de que la tendencia a la petrificación pertenece al medio mismo y no sólo al uso nefasto que bajo el capitalismo se hace de él. Una necesaria «educación de la mirada» debe dirigir su atención simultáneamente, por tanto, al análisis del discurso y al análisis del medio.
Este efecto «naturalizador» asociado al soporte tecnológico añade una nueva dificultad al trabajo de resistencia frente al medio audiovisual. Como no me canso de repetir, la vista es el único sentido a cuyos estímulos no podemos resistirnos, con independencia de su contenido. Podemos taparnos los oídos para no escuchar un zumbido molesto, podemos pinzarnos la nariz para evitar el hedor de la basura, podemos rechazar el tacto de una superficie áspera o viscosa y podemos negarnos a probar un alimento que nos repugna, pero no podemos -no podemos, no- cerrar los ojos a ninguna imagen, por muy «pecaminosa» que sea. La mayor parte de los cuentos infantiles y mitos antiguos tratan de esta tentación irresistible y del castigo que la acompaña: el que ve lo que no debe ver sufre una transformación (se convierte habitualmente en animal). Así les ocurrió a Acteón, a la mujer de Lot, a Psiqué y a Melusina, a la esposa de Barba Azul . La conciencia de los límites morales de lo visual, por lo demás, pertenecía a una época en la que la mayor parte de las «imágenes» sólo podían ser precisamente «imaginarias», íntimas o privadas, lo que confirmaba de alguna manera su condición irregular. El problema es hoy que la tecnología permite materializar ante la vista y de manera pública lo que hasta hace muy poco sólo se podía imaginar o, mejor dicho, fantasear, o en todo caso vivir como excepción radical: ciertas experiencias extremas, por ejemplo, que durante siglos estuvieron confinadas en el ámbito de la guerra o de la criminalidad. El que volvía de una batalla callaba por pudor lo que había visto o confiaba con angustia su experiencia a un amigo en un momento de debilidad: en nuestros días sencillamente no tendría nada que contar, pues la vivencia de un soldado -si es que no la ha «colgado» él mismo en internet- es mucho menos vívida y detallada que la de cualquier espectador de cine. Hoy todos hemos visto lo que sólo vio Jack el Destripador -y desde su mismo punto de vista.
Al mismo tiempo, la tecnología no sólo permite «representar» material y públicamente lo que hasta ahora sólo se podía imaginar en privado sino que -más allá- permite representar material y públicamente cosas inimaginables, cosas que hasta ahora nadie había podido imaginar: ciertos escorzos visuales que el protagonista de una acción no puede jamás contemplar o ciertas catástrofes que la naturaleza no puede producir y que obligan a la fantasía a ir de pronto a remolque de las imágenes exteriores manufacturadas, siempre a la zaga de las pantallas, en creciente retraso respecto de la tecnología visual. Como el espíritu de Hegel, la tecnología capitalista carece de imaginación -pues hace inmediatamente realidad todo lo que potencialmente contiene- y nos impide tanto imaginar como fantasear: todo está ya material y públicamente «imaginado».
Pero la posibilidad, siempre «actualizada», de materializar tecnológicamente lo que hasta ahora sólo podíamos imaginar concentra sobre todo su actividad, por razones obvias, en esos dos terrenos radicales que definen de manera homogénea la condición humana y sobre los que las distintas culturas, a lo largo de los siglos, han impuesto todo tipo de tabúes y restricciones: el terror y el sexo. La tecnología ha hecho legítima y trivial la experiencia de mirar lo que no se debería «ver», de tener siempre ante los ojos lo que debería permanecer «invisible». Esta combinación de tecnología y -digamos- «condición humana» impone dos «mandamientos» cuya convergencia bajo el capitalismo produce efectos catastróficos.
El primer mandamiento -tecnológico- es el de que debemos hacer todo lo que podemos hacer: esto implica fabricar la bomba nuclear, puesto que sabemos cómo hacerla, y además usarla; y en términos más banales, significa que en el cine, por ejemplo, los llamados «efectos especiales», sobre todo en el campo del terror, se imponen casi mecánicamente a expensas del guión o del «mensaje».
El segundo mandamiento -el de la antropología humana- es el de que debemos mirar todo lo que podemos ver. La combinación de tecnología y capitalismo ha logrado no sólo ampliar el número de cerraduras a través de las cuales sorprender una escena «prohibida» sino además legitimar ese gesto, trivializarlo y colectivizarlo: podemos (materialmente) verlo todo, pero además, en condiciones capitalistas, bajo el dominio antipuritano de la mercancía, se nos permite (moralmente) verlo todo. En los cuentos y mitos antiguos, el castigo que se imponía al infractor (al mirón que sorprendía a la diosa desnuda, al voyeur que volvía la mirada hacia la escena de destrucción) era la mutación animal. Nuestra visualidad ininterrumpida, ¿sólo recibirá el premio de una nueva imagen? ¿No entraña ningún castigo? ¿Ninguna mutación? Mucho me temo que el capitalismo, que ha borrado la diferencia entre guerra y paz, entre destrucción y construcción, entre comer, usar y mirar, ha borrado también la diferencia entre premios y castigos y ha conseguido que la reducción tecnológica del hombre a la animalidad -castigo clásico- el hombre la perciba como un premio y no como una maldición.
Contra ese «premio» es difícil luchar, y por eso la educación visual, que debe empezar muy pronto, debe consistir en combatir penosamente el binomio poder/deber, más consolidado que nunca a partir de la aparente «neutralidad» de la tecnología. No podemos poder ciertas cosas y «reprimirse» es la condición no sólo de la supervivencia antropológica y moral de la humanidad sino también de todos los goces estéticos y artísticos: poeta es el que «reprime» ciertas palabras, pintor es el que «rechaza» ciertos colores y cineasta es el que «descarta» ciertas imágenes. Si hacemos todo lo que podemos hacer simplemente porque podemos hacerlo, si podemos ver todo lo que podemos fantasear (o incluso más de lo que podemos fantasear porque la realidad fantasea más y mejor que nosotros) nos convertimos sencillamente en un conjunto de funciones biológicas y toda la riqueza cultural y todos los refinamientos tecnológicos acumulados durante siglos conducen paradójicamente al establecimiento de una pobreza puramente «animal», a la restauración complicadísima de un primitivismo total. Como es fácil entender, a ningún régimen de producción le conviene más la combinación de estos dos mandamientos (el tecnológico y el visual) que al capitalismo. Hay, sí, ciertos artefactos tecnológicos que son en sí mismos no-socialistas. Puesto que no podemos impedir su existencia, «lo socialista» sólo puede ser amortiguar sus efectos. Educar a niños en el uso de la televisión es importante también bajo el socialismo, como -bajo el socialismo- es importante educar a los niños en el buen uso de los cuchillos o los productos químicos.
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