«La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad». Milán Kundera. Para conseguir que la cultura dejase de ser fuente de enriquecimiento colectivo y pasase a convertirse en objeto de negocio, el capitalismo organizó las obras de ficción en tres categorías: La Novela Industrial (el superventas, […]
«La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad». Milán Kundera.
Para conseguir que la cultura dejase de ser fuente de enriquecimiento colectivo y pasase a convertirse en objeto de negocio, el capitalismo organizó las obras de ficción en tres categorías:
- La Novela Industrial (el superventas, creación suya, que cada vez adquiere mayor auge, importancia y protagonismo),
- La Novela Artesanal (hecha con dignidad y profesionalidad, relegada a un papel de comparsa), y
- La Novela Artística (la clásica de toda la vida, planteada con rigor y exigencia para consigo misma y el lector, que prácticamente ha desaparecido del mapa o se halla en vías de extinción).
La notoria desigualdad de fuerzas ha hecho que el superventas fagocitase sin dificultad alguna a las demás.
La novela industrial reúne toda la vaciedad característica de la vida moderna, proyectando su misma falta de sustancia, de valores y de contenido en sus engendros repletos de lugares comunes, elaborados con fórmulas gastadas destinadas a un consumo rápido que encuentran su mayor rival en los programas de televisión. Libros sin alma, resultado de la degeneración del folletín del siglo XIX, aplicado al consumo de masas, sazonado al gusto contemporáneo, y cuyo único mérito es el número de ejemplares vendidos. Aunque lo popular no tenga porque estar reñido con lo honrado, lo pedestre se ha impuesto por goleada y la mediocridad se ha convertido en norma y garantía de éxito.
A considerable distancia de ella, la novela artesanal, realizada con honradez, personalidad y oficio suficientes como para narrar una historia correctamente, con originalidad y personajes creíbles, ocupa un lugar secundario, subalterno, absolutamente irrelevante.
Por último, la obra artística, residuo de otros tiempos, centrada en captar el espíritu del ser humano, sus conflictos, inquietudes y planteamientos vitales, se encuentra completamente fuera del mercado. Para eso ya están los libros de ayuda. Que para arreglar el mundo basta con ser positivos.
El superventas se ha impuesto urbi et orbi como la manifestación novelística por excelencia de nuestra época, gracias a:
a) Haber convertido la cultura en mercancía, etiquetando indiscriminadamente como novelas a productos que no guardan más relación entre sí que el formato y la apariencia de libro.
b) Machacar al público con toda la artillería mediática a su disposición hasta hacer de ellos objetos imprescindibles que una vez pasado el momento de efervescencia, nadie volverá a leer nunca más.
c) Monopolizando, saturando y copando el mercado para invisibilizar y ningunear al resto de obras en la misma proporción que promociona a los superventas, no dejando sitio para ningún producto diferente a fin de que no se les pueda comparar con ellos en igualdad de condiciones, no sea que les hagan sombra. Control férreo del proceso de producción, difusión y distribución que se extiende a los espacios de venta de las librerías, en cuyas góndolas solo se exponen los libros de las empresas que los tienen alquilados, naturalmente las más fuertes del sector.
Que todo cambie en los mostradores, para que todo siga igual. A mayor número de páginas editadas, menor número de neuronas ocupadas. Y después de los superventas, el diluvio.
No hay márquetin que por bien no venga. La estafa literaria no es menor que la financiera, como prueba el tinglado de entrevistas, reseñas, premios amañados, falsas listas de éxitos, etc., trapicheado por críticos sin vergüenza, académicos de medio pelo y paniaguados de todo pelaje y condición, a los que habría que conceder la misma credibilidad que a las agencias de calificación que certificaron la bondad de las hipotecas basura. Porque mucho más grave que denominar novelas a lo que no son más que deposiciones verbales incontinentes, es la enorme ceremonia de la confusión desplegada con su complicidad para engañar a la gente, legitimar el fraude y venderle gato por liebre.
Así como en el campo culinario a ningún crítico de verdad se le ocurriría otorgar los máximos galardones de gastronomía a establecimientos de comida basura, ni se atrevería a calificar como restaurantes de alta cocina a mesones de comida casera, en el ámbito literario, nuestros comisarios culturales no vacilan en ensalzar a bombo y platillo autores de pacotilla y bodrios venenosos. Saben que el paladar humano se acostumbra a todo, y que si se le habitúa a la bazofia y se embrutece su sensibilidad, termina por no distinguir lo válido de lo inmundo, con la consiguiente indigestión mental, más nociva que la física.
La obra de arte, a diferencia del superventas, no pretende matar el tiempo, sino llenarlo; no distraer y banalizar la existencia, sino profundizar en ella; no fomentar la pasividad sino cultivar y desarrollar una conciencia propia. En una palabra, hacer del individuo, no masa, sino persona. Algo que, por socavar los fundamentos mismos del sistema – que demanda un ciudadano conformista y adocenado, no crítico -, le genera un rechazo visceral que en el superventas ha encontrado el antídoto perfecto para neutralizarla.
Porque más allá de su carácter minoritario, lo que ha abocado a la novela artística a su total indigencia y casi su destrucción, ha sido la política de tierra quemada practicada por los fabricantes de superventas que han logrado que si la mayor parte de las obras clásicas, inmortales, se escribieran hoy, no pasasen la criba del mercado, ni se publicaran, ni el público tuviera oportunidad de conocerlas. Ninguna novela con ambiciones que no sean económicas, tiene futuro. Y solamente en los márgenes del sistema, exiliadas de los circuitos comerciales, sobreviven un puñado de ellas en la clandestinidad, con más pena que gloria, convertidas en un lujo para iniciados.
Lógicamente, del mismo modo que disfrutamos del pensamiento único, no nos podíamos privar de la novela única. En aras a la coherencia, la cultura no podía marchar por mejores derroteros que el resto de la sociedad, y en ese sentido, el superventas, la novela basura, constituye el fiel reflejo de su evolución, el mejor retrato de sus miserias.