En su obra “La idea de Israel” Ilan Pappe nos narra la historia de una corriente intelectual –el post-sionismo- que floreció en Israel en la década de los noventa del siglo pasado. Este movimiento cuestionaba los mitos clásicos, que construidos desde la intelectualidad sionista, explicaban la creación de esta nación. Los mismos se pueden resumir en una frase lapidaria repetida hasta la saciedad en ese país: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. No hace falta decir que en esa región del mundo ya habitaba un pueblo, el palestino, que bajo la excusa de este mantra repetido hasta la saciedad, es sometido a la negación más absoluta de la mayoría de los derechos más básicos a los que debería tener acceso cualquier ser humano.
Pappe dice muchas cosas en su libro pero lo fundamental es la explicación de cómo se construyen los mitos desde la intelectualidad a las órdenes del poder de turno para controlar (por medio de la ceguera) a sus sociedades y las consecuencias que acarrean para éstas.
Un mito es una mentira; es decir, culturalmente hablando, es algo tóxico, que como poco, falsea la verdadera identidad de una sociedad y hace que camine por derroteros que no le convienen.
Mitos, haber hay de todo tipo y longevidad, existiendo éstos en todas partes. Algunos antiguos, como el mito de la manzana mordida por Eva, que enarbolado desde la religión, sirvió durante siglos para culpabilizar a la mujer de todos los males en el mundo y justificar el heteropatriarcado.
Aquí, el mito de la españolidad cristiana, que justificaba la persecución de judíos y musulmanes por su supuesta identidad de extranjeros e invasores herejes, entregándole a la iglesia una carta otorgada (es un decir) por parte de los Reyes y la derecha reaccionaria, para ejercer un control represor sobre la población. El mito de que todos los gitanos son mentirosos y ladrones, justificando así, en la mayoría de los casos, su segregación. Mitos modernos, como el construido desde el neo-liberalismo de que existe una mano invisible en el mercado que termina equilibrándolo todo; por lo que no hace falta que las sociedades a través de sus gobiernos actúen sobre él. Que lo privado es mejor gestor que lo público, o que la política es cosa solo de los partidos y la democracia se resume en votar cada cuatro años, dejando todas las decisiones en manos de los que supuestamente nos representan.
Estos son solo unos ejemplos de los muchos mitos que existen o han existido interiorizados por nuestras sociedades, que justifican el dominio de las mayorías por una minoría privilegiada.
La derecha, tradicionalmente, construye mitos para justificar su dominio y modelo de una sociedad injusta, de forma que ésta no pueda ser cuestionada. Los mitos, por parte de la derecha, justifican las desigualdades que se dan en sus comunidades, (“todos los ciudadanos son iguales, pero unos, son más iguales que otros” -que diría Orwell-), inmovilizando muchas veces a los individuos a través del miedo y la ignorancia que estos acarrean; además, cuando no se tiene discurso, el mito cubre y disimula perfectamente esta carencia.
Esto lo estamos viendo ahora en Madrid, donde la extrema derecha de Vox y el PP de Ayuso, al no tener discurso ni justificación para las políticas realizadas (que solo beneficiaban a las élites) echan mano de mitos, algunos viejos, otros de reciente creación: menas que cobran más de cuatro mil euros frente a las pensiones de nuestras abuelas; los inmigrantes traen la delincuencia o nos roban nuestros puestos de trabajo; hay que bajar los impuestos a los más ricos porque así traerán la inversión; los pobres que acuden a las colas del hambre son unos mantenidos, etc. No es de extrañar, en su angustia de poder perder el control, que en su retórica tengan que recurrir a estas mentiras para insuflar, entre otras cosas, el miedo y el odio entre los votantes.
Ahora toca votar, por supuesto a la izquierda, para alejar las oscuras nubes de tormenta que se otean en el horizonte madrileño. Pero ojo, no todo se resume a introducir una papeleta en la urna para dejar que nos gobiernen. Hay que combatir el mito de que la política y la democracia para la mayoría de los ciudadanos tan solo consiste en votar. Esa idea va en contra de nuestro propio interés. Debemos practicar la política conscientemente desde nuestro entorno, con y para nuestros semejantes. La política y la democracia se aprenden practicando. Ayudar a una persona que no tiene para comer, es política. Rescatar a un inmigrante que se ahoga en el mar, es política. Empatizar con la lucha de tu vecino, es política. Denunciar una injusticia y solidarizarse con la víctima, es política. Asociarte con tus semejantes para lograr un objetivo, es una buena política. Rescatar a un animal abandonado, aunque no lo parezca, también es política. El individualismo, ese valor tan en boga en nuestros días, es la antipolítica y la antidemocracia.
Frente a los mitos (para no ser dominados por ellos), pensamiento crítico adquirido a través de la buena cultura, no la tóxica. También es un mito que existe una cultura para las élites. Un buen libro de Noam Chomsky o una obra de teatro cuestan menos que una entrada de fútbol.
Y por último, decir que la desigualdad que impera en el mundo es algo natural producto de la naturaleza humana, además de antidemocrático, es el mito al que debemos aspirar a destruir definitivamente entre todos.
Alfredo Martínez, miembro de Hemen, salida por la izquierda