«Hacer época no es intervenir pasivamente en la cronología, es interrumpir el momento». Walter Benjamin Un proyecto emancipatorio puede ser definido de múltiples modos: por el sujeto social que interpela, por su concepción de transformación, por el futuro que proyecta, entre otras cosas. Todos estos elementos constituyen lo que podría denominarse una narrativa. Esta supone […]
«Hacer época no es intervenir pasivamente en la cronología, es interrumpir el momento». Walter Benjamin
Un proyecto emancipatorio puede ser definido de múltiples modos: por el sujeto social que interpela, por su concepción de transformación, por el futuro que proyecta, entre otras cosas. Todos estos elementos constituyen lo que podría denominarse una narrativa. Esta supone un modo de ordenar el mundo que se pretende transformar y una distribución de lugares y roles en dicha tarea. En tal sentido, construye un sujeto[1] a partir de las potencialidades específicas de una fuerza social que es considerada capaz de subvertir la totalidad, postulando una relación determinada entre el sujeto y el todo, otorgando de este modo mayor o menor relevancia política a diferentes actores sociales.
Este trabajo pretende confrontar dos «familias» de narraciones en torno a la transformación, dos grandes hipótesis de revolución, intentando dar cuenta de las constelaciones de sujetos que producen y los efectos que desencadenan en términos de radicalidad en su contenido emancipatorio. Esto último lo definimos a partir de la profundidad con que se muestran críticos de la modernidad capitalista, la fuerza con la que impugnan sus postulados fundamentales. Si bien ambas encuentran buena parte de sus fundamentos en la inabarcable fuente que podría denominarse «marxismo», sus diferencias son sustanciales. Por un lado encontraremos una serie de propuestas que constituyen un modelo clásico de revolución, ligado con la idea-fuerza de progreso, esto es, una transformación que se concibe como históricamente necesaria y, al mismo tiempo, como el único modo posible de desenvolvimiento del desarrollo social. En esta concepción prima el carácter técnico de las transformaciones, por lo que es pasible de ser calificada de «objetivista». Por otra parte, aparecen también modos de abordaje del problema de la revolución que reconocen, hoy, dos fuentes posibles: de un lado, las experiencias que, de hecho, impugnan la forma clásica y, del otro, una serie de autores y problemas ciertamente postergados en el moderno siglo XX pero que, a la luz de las recién mencionadas, cobran actualidad para repensar el cambio social. Esta otra forma de pensar la revolución desconfía de la herencia que la modernidad capitalista deja para su supuesto sucesor, impugnando la idea de que el progreso técnico se corresponde con el progreso social.
El objetivo que perseguimos es demostrar, en primer lugar, que el modo en que se construye la narrativa supone necesariamente un sesgo epistemológico y cognitivo que delimita lo que se concibe como sociedad emancipada, así como los sujetos habilitados para perseguir dicho fin. En segundo lugar, pretendemos focalizar en la relación que cada una de estas grandes narraciones establece con la modernidad, con el fin de establecer en qué medida cada una rompe con aquella y, de ese modo, poder avanzar en una interrogación sobre cómo se ha leído -en particular en América Latina- históricamente el cambio social y qué desafíos se presentan actualmente en tal dirección.
Nuestro tratamiento de ambas hipótesis no será «equitativo», pues la pretensión de estas páginas no es una justa y simétrica comparación sino una indagación en las posibilidades que se abren a partir de la crisis del viejo paradigma de revolución y la renovación que es posible construir a partir de la confluencia entre las nuevas experiencias y la recuperación de autores que hoy parecen vitales para acompañarlas, antes postergados justamente por su incongruencia con el viejo modo de pensar el cambio social.
Revolución: ¿continuidad o ruptura?
Llegados a este punto, podemos avanzar hacia las alternativas que planteamos como los dos grandes conjunto de narraciones. Como adelantamos, se trata de encontrar el modo en que se distinguen tanto epistemológica como cognitivamente, a fin de dar cuenta del mayor alcance de la segunda para abordar la actualidad y para establecer una crítica radical del discurso de la modernidad capitalista. De cierta manera, la dimensión epistemológica del problema determina el alcance del conocimiento: el modo en que se conciba lo real mismo, esto es, la forma en que se construya simbólicamente el mundo a ser transformado tiene por resultado un campo de visibilidad que, por su misma constitución, supone también un resto de invisibilidad; estos campos definen la potencialidad crítica de los sujetos sociales. Retornaremos luego a esta cuestión.
La hipótesis que ligamos con el objetivismo y la cómoda familiaridad con el progreso moderno podríamos, en lo referente a los objetivos de este trabajo, denominarla como de continuidad. Ello supone que la emancipación está dada, en última instancia, por la realización de tendencias presentes, y bajo la forma de desarrollo de las mismas. Vale decir, la revolución es un momento más en una línea de progreso -cuantitativo-. Si bien ella implica una transformación de la sociedad, existen una serie de cuestiones que no sólo no se trastocan, sino que son la base misma que permite pensar el cambio. Se trata, fundamentalmente, de los cimientos técnicos (multiplicación de fuerzas productivas, capacidad de consumo y dominio de la naturaleza, por ejemplo) que se instituyen como constante -determinación principal- en torno de la cual se piensa la posibilidad misma de la revolución[2].
Puede construirse otra hipótesis -y a ello esperamos contribuir- a partir de la articulación de una multiplicidad de corrientes y textos que plantean la necesidad de repensar la revolución haciendo hincapié en la ruptura con los preceptos básicos de la modernidad capitalista. No se trata de planteos apologéticos de las sociedades «precapitalistas»[3] ni premodernas, sino más bien de posibilidades alter-modernas: ellas asumen la existencia de la modernidad y dan cuenta de las tensiones involucradas en el desarrollo de la misma. No se distinguen de la apología de la modernidad por negarla, sino por habitar y problematizar la contradicción que ella supone. Antes de celebrar el progreso moderno y sentirse su legítima heredera, la hipótesis de ruptura indagará de todos los modos posibles cómo pensar la emancipación en tanto movimiento crítico.
Un buen modo de introducir de manera sucinta ambas hipótesis es ligándolas con el que consideramos el pilar fundamental de todo proyecto emancipatorio moderno: el marxismo, en su vasta e inabarcable extensión. Podemos arriesgar que ambas hipótesis encuentran allí su origen. Siendo la obra del propio Marx tan profusa, compleja y, por qué negarlo, plagada de reformulaciones y contradicciones, ella misma habilita la posibilidad de pensar la revolución como un proceso de decantación ligado con la expansión de las fuerzas productivas o como la inauguración de una lógica social diferente y antagónica.
Comencemos por rastrear la hipótesis de continuidad en los textos del barbudo de Treveris. Para ello acudiremos a tres textos elegidos arbitrariamente entre tantos otros, con el único criterio de que nos permiten acceder a un Marx con un sesgo rígido, progresista y determinista. Se trata, en primer lugar, de La ideología alemana, donde la casi intuitiva exposición de la concepción materialista de la historia obliga a Marx y a Engels a absolutizar el plano material, dejando en el orden del mero reflejo a la política y la conciencia: «La vida del hombre se agota por entero en su producción: en lo qué produce y en cómo lo produce. Por eso está estrechamente enlazada con las condiciones materiales de la misma» (1958:27). Siguiendo las clásicas tesis de Althusser, se trata de un texto de ruptura, en el que operan dos procesos convergentes: por un lado se está rompiendo con el legado idealista, abandonando toda posibilidad de pensar una esencia inmutable en el hombre y, por el otro, estamos frente al comienzo de la producción de un nuevo aparato conceptual que no adquirirá un sentido integral sino hasta casi dos décadas más tarde, con El Capital. Estos dos procesos nos pueden ayudar a comprender, en cierta medida, la inexistencia de mediaciones en la relación entre las condiciones materiales de existencia y las formas de la conciencia postulada en el texto.
Esto mismo ocurre en dos escritos posteriores: el Manifiesto Comunista y los artículos sobre la India redactados para el New York Daily Tribune. En el primero encontramos un Marx admirador de la burguesía en tanto clase revolucionaria, esto es, pilar de un desarrollo de las fuerzas productivas antes inconcebible, así como de una concentración y centralización de los medios de producción que prepara el terreno para la superación de la forma burguesa de organización de la producción. Aparece como posible lectura la de un Marx que valora los frutos de la modernidad y que, aún criticando sus miserias, apuesta fuertemente a la potencialidad de que esta se «desenvuelva» hacia el socialismo. Este texto, como todos los aquí citados, está plagado de tensiones en torno al problema de la Historia, pero es, quizá por su carácter panfletario y de escasa abstracción teórica, un material rico en elogios de la idea de desarrollo en general, y por momentos refiriéndose a éste en términos puramente «técnicos» .
En cuanto a los célebres escritos sobre la India, quizá sea allí donde aparece más marcada una veta del pensamiento de Marx que, si no podemos llamar positivista, permiten hablar de progresismo y de cierta lectura acrítica del concepto hegeliano de «pueblos sin historia». La India y su vieja organización social es sacrificada al dinamismo de Inglaterra en tanto Nación histórica, «instrumento inconsciente de la historia», que la llevará hacia un estado civilizado. Si bien Marx no ignora la masacre que esto implica parece no poder resolver esa tensión, acercándose a la aceptación de la misma por los frutos que brinda en términos de modernización y, luego, posibilidad de emancipación. Se trata, en suma, de aristas del pensamiento marxiano que se centran más en pensar la continuidad entre capitalismo y comunismo que la ruptura que el segundo supone respecto del primero.
Si buscamos, por el contrario, pretensiones rupturistas en la concepción marxiana del progreso y el cambio social, también podemos encontrar una rica concepción de la Historia que habilita a la política a entrometerse en sus designios. Dentro de la vastedad de su obra, pueden encontrarse diversos momentos de contenidos profundamente críticos del progreso y la modernidad, que nos pueden servir para pensar al materialismo histórico como una forma de intervención activa y no externa a su objeto. El joven Marx, sobre todo en los años 1843 y 1844, en sus escritos La cuestión judía e Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, es un furibundo denunciante de la alienación de sus potencialidades que el ser humano sufre en la naciente modernidad. La bondad entregada a Dios, la capacidad de asociarse entregada al Estado, y ambas sólo recuperadas a través de un rodeo que necesariamente las reduce y amputa. Aparece allí una crítica radical de la escisión que el hombre sufre en la vida moderna, donde su existencia se supedita a necesidades que la sociedad no domina. Esta posición no admite, para Marx, ningún tipo de atenuante en honor al progreso.
Asimismo, en obras posteriores como El capital y las tantas veces citadas cartas sobre Rusia, correspondientes a los últimos años de vida de Marx, se ataca directamente a la noción positivista de la Historia. En la correspondencia con Vera Zasulich y los populistas rusos, la linealidad histórica es sepultada bajo la convicción de que Rusia no debe pasar por la siniestra acumulación originaria para alcanzar un desarrollo capitalista que sólo luego abriría un horizonte socialista. Ahora bien, esto no supone un pasaje antojadizo sino la posibilidad de articular la forma agraria primitiva rusa con la abundancia de Occidente, es decir: «(…) si la revolución rusa da la señal para una revolución obrera en Occidente, de modo que ambas se complementen, la actual propiedad común de la tierra en Rusia podrá servir de punto de partida a una evolución comunista de la tierra» (1998:85). Además de la posteriormente olvidada necesidad de que el proceso revolucionario se constituyera a escala global, lo más importante es que estamos frente a una concepción radicalmente opuesta a la linealidad histórica, en un doble sentido: en primer lugar, no aparece un telos como necesidad, sino tan sólo movimientos posibles a partir de condiciones dadas y en segundo lugar, la totalidad no aparece sometida a un elemento sino que se presenta como un conjunto complejo de esferas que asumen una temporalidad propia que no es de mera correspondencia con un principio rector (como es el caso de las fuerzas productivas en las concepciones celebratorias del desarrollo técnico).
Ahora bien, ¿por qué el siglo XX ha sido el de la hipótesis de continuidad? Una respuesta posible es que su carácter moderno la coloca en un mismo horizonte epistemológico, por lo cual se instituye como una posibilidad que puede ser procesada por el devenir de las sociedades capitalistas avanzadas. Aún cuando supuso una impugnación en términos políticos, hablaba el mismo lenguaje: proponía otras respuestas a las mismas preguntas, buscaba alternativas de distribución en torno de un progreso que en sí no era impugnado. La construcción de la segunda hipótesis, por el contrario, involucra el intento de plantear un punto de fuga respecto de la noción moderna de desarrollo. Ella es incómoda porque no se pretende heredera del presente sino que se postula como una posibilidad «invisibilizada» por el discurso del progreso. Y el problema de qué es lo que se ve y qué es lo que no se deja ver es justamente el resultado de una delimitación epistemológica y cognitiva. La misma está dada por la construcción de un discurso unívoco y unidireccional que, al decir de Benjamin, hace empatía con los vencedores.
Según el ensayo de Latour (2007), la modernidad rige su capacidad crítica por una doble «obsesión»: la necesidad de distinguir entre lo racional y lo irracional (estudio de la realidad contra oscurantismo medieval) y entre ciencia e ideología (verdad y falsa conciencia). Hace ya casi un siglo Lukács caracterizó a la modernidad capitalista a partir de su tendencia a la racionalización de todas las dimensiones de la sociedad. El filósofo húngaro propone una lectura del desarrollo de la producción capitalista como un proceso de creciente racionalización y «eliminación de las propiedades cualitativas, humanas, individuales del trabajador» (Vol. II, 1984:13). La descomposición progresiva del trabajo en operaciones parceladas y abstractamente racionales implica una separación entre el trabajador y el producto como resultado de un proceso total. Esto supone un principio de cálculo que involucra a la sociedad en su conjunto y no solamente al inmediato proceso productivo, ya que es justamente la sociedad toda, la que es producto de esta forma de producción. De este modo, el camino de la especialización significa la pérdida de toda lectura de conjunto de la totalidad social.
Lukács desarrolla la percepción burguesa del mundo desde este problema. La fórmula kantiana de la «cosa en-sí» no es más que la expresión filosófica de un mundo que se impone como objetivo, borrando las actividades humanas que lo produjeron como tal. En lo que a la ciencia moderna respecta, ésta, tal como lo dice Merleau-Ponty (1974:49) «nos enseñó a pensar lo social como si fuese una segunda naturaleza, inauguró el estudio objetivo del mismo modo que la producción capitalista abrió un inmenso campo de trabajo». Del mismo modo que la producción se racionaliza crecientemente, la conciencia de los hombres es cada vez más tributaria de un mundo dividido en una infinidad de parcelas con una opaca conexión entre sí.
De esta manera, la racionalidad instrumental va tomando el lugar de contenido de todo pensamiento. Si es propio de la existencia humana una necesidad de formalización del mundo exterior (lo que podría denominarse «racionalización»), la modernidad tiende a transformarla en necesidad de dominio: «Lo que no se doblega al criterio del cálculo y la utilidad es sospechoso para la Ilustración» (Adorno y Horkheimer, 2001:62).
Ciertamente, hubo una importante influencia de esta concepción -apologética- de modernidad en los proyectos emancipatorios latinoamericanos y globales. Según un artículo de Álvaro García Linera (2007), un histórico problema para la articulación de las fuerzas populares en Bolivia estuvo dado por el «desencuentro» entre el marxismo (en la «primitiva» versión en que llega al país andino) y el indianismo como reivindicación ligada con la resistencia de la cultura originaria. El marxismo se introdujo con un discurso modernizante que compartía con los postulados del desarrollo capitalista la necesidad de avanzar sobre las tradiciones comunitarias en pos de acabar con las «trabas» al progreso, encarnadas en un campesinado indígena poco proclive a pensar en términos de productividad. De manera que el concepto de clase que este marxismo invocaba estaba más ligado con una condición económico-jurídica (posesión o no de propiedad) que con un carácter antagónico respecto del capitalismo: aún cuando la propiedad comunal se erige como límite para el capitalismo, ésta no es defendida por aquel marxismo primitivo tanto por trabar el desarrollo como por constituir potencialmente una clase de pequeños propietarios que se resisten a la proletarización en el sentido ortodoxo del término (como clase obrera).
A partir de esto podemos ahondar en uno de los puntos centrales que distinguen las hipótesis presentadas. La continuidad supone un sujeto preconstituido, deducido teóricamente a partir de las necesidades de progreso. Por el contrario, una narrativa de ruptura busca el sujeto de acuerdo con su carácter de antagonista del desarrollo capitalista, vale decir, como posible punto de fuga y ruptura de la pretensión totalizante del mismo. Allí el progreso capitalista no debe realizarse (alcanzar su límite de expansión de las fuerzas productivas para instaurar así la necesidad de un modo de producción «superior») sino interrumpirse, concepto con el cual alcanzamos el nudo de la distinción entre las hipótesis presentadas.
La idea de un progreso que se interrumpe como gesta emancipatoria remite a una problemática que tiene su exponente más brillante en la obra de Walter Benjamin, fundamentalmente en sus tesis Sobre el Concepto de Historia. De hecho, ellas podrían ser consideradas prácticamente un manifiesto por una revolución crítica de la modernidad. La primera tesis ya lanza una convicción destinada a polemizar frontalemente con las concepciones modernizantes y positivistas de revolución (vigentes en aquel momento -1940- en las corrientes de izquierda ligadas con la Segunda y la Tercera Internacional): allí el materialismo histórico debe poner «a su servicio» a la teología, «que hoy, como se sabe, además de ser pequeña y fea, no se deja ver por nadie» (2007:21). ¿Cómo leer esto en relación con las pretensiones de este trabajo? Para Benjamin, la dimensión teológica está presente en todo proyecto transformador, pues no se trata de un problema meramente racional o estratégico. En tal sentido, la teología está ligada con un elemento pasional no necesariamente religioso en sentido estricto, que debe ser asumido y que da cuenta de una audacia que excede (y en algún sentido impugna) el cálculo como elemento ordenador de un proyecto revolucionario. Para Benjamin, la revolución no es pura voluntad pero tampoco puede ser pura determinación, pues no se trata de una disputa por la razón sino de un movimiento donde la propia razón debe ser subvertida pues ella también es parte del problema.
Las narrativas modernizantes se ubican, de algún modo, por fuera del proceso de desenvolvimiento de la razón. Esta produce en su devenir una sucesión de formas de acuerdo con sus necesidades intrínsecas (el tópico del desarrollo de las fuerzas productivas -y su manifestación en los supuestos cinco modos de producción sucesivos: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo, comunismo- es la base de las narrativas modernizantes dentro del marxismo). Pues bien, la impugnación de Benjamin es la de reinscribir la razón en la narrativa misma: no existen dos o más narrativas que se disputan la racionalidad del proceso histórico, sino que la existencia de tal cosa es parte de una determinada narrativa: la de los vencedores. Lo que no es más que un procedimiento auto justificante termina por ser tomado como faro que guía las tareas de un proyecto liberador.
Así, termina por constituirse una historia positivista que hace empatía con el vencedor, ya que produce una narración del pasado como preludio del presente, a su imagen y semejanza. De allí brota casi de manera natural la posibilidad de construir «leyes» que refuercen la idea de la inevitabilidad del devenir histórico tal como se ha dado. Por ello, para Benjamin, también el concepto moderno de ciencia es conflictivo, pues opaca «todo eco de lamento» (2007:47). Esto significa que cualquier tragedia que haya sucedido (y que continúa sucediendo) es sacrificada en aras del progreso, sin producir más que la segura percepción de que tal cosa debía darse en pos de no detener la marcha de la historia hacia la liberación, sin importar la sangre y muerte que espere en las estaciones intermedias.
Se produce una pretendida totalidad que invisibiliza toda expresión que no acompañe la idea de progreso, incluso para aquellas lecturas que se conciben críticas del orden constituido. El avance hacia la superación del capitalismo estará dado por una confianza en la acumulación cuantitativa en una senda de ascenso indefinido, donde las revoluciones son «la locomotora de la historia». Pero Benjamin se pregunta si no se tratará de algo completamente diferente: «tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren» (2007:50).
Desde este punto de vista, el «desarrollo» no siempre es pensado como progresivo, sino también como un concepto en sí mismo contradictorio. Y, a la inversa, aparece la posibilidad de interrogar un concepto caro a las ideas de Benjamin, pero también muy presente en formas de resistencia que están a la orden del día en América Latina: la noción de tradición.
De acuerdo con una concepción modernizante, la tradición es leída como retraso. Generalmente ligada con la resistencia campesina y con las costumbres populares tildadas de conservadoras, ésta debe ser superada en pos de desarrollar un proletariado supuestamente despojado de supersticiones y apegado a una admiración del progreso técnico que lo colocaría en condiciones de emancipar a la sociedad. Sin embargo, una variedad de trabajos se hacen eco de los postulados benjaminianos para desenterrar historias subalternas que contrastan con la narrativa de los vencedores. Tal es el caso de los estudios de la subalternidad en la India (dicho sea de paso, es cuanto menos extraño que éstos no hayan tenido una resonancia mayor en América Latina, donde parecen tan pertinentes), que despojan las rebeliones campesinas de aquel país del prejuicio de oscurantismo que los propios marxistas tenían, y les restituyen su carácter de forma de resistencia al colonialismo inglés (Chakrabarty, 1999).
Por su parte, también E.P. Thompson se propone devolverle la voz a los silenciados, en sus estudios sobre los orígenes de la clase trabajadora inglesa[4]. La necesidad de hacerlo parte de lo que el autor califica como la paradoja del siglo XVIII: el hecho de que la cultura tradicional es rebelde, es decir, la plebe es conservadora pues se resiste a racionalizaciones e innovaciones económicas. Rebeldía en defensa de la costumbre, pues el «progreso» es experimentado como un momento violento tanto económica -desarticulación de modo de subsistencia, a partir de una economía de mercado sin imperativos morales- como simbólicamente -alteración violenta de pautas de trabajo y ocio- (Thompson, 1995).
De este modo, los múltiples motines (puebladas, diríamos hoy) despreciados por su carácter «espontáneo» y de mera reacción a los cambios, son analizados como una acción directa, con una complejidad que radica en el hecho de que están legitimadas por la propia comunidad, en defensa de las costumbres frente a cambios que amenazan los grados de autonomía propios de la vida de la época. No es objetivo del autor «idealizar» la economía moral de la multitud, sino demostrar que la fuerza con que los principios de la economía de mercado se instituyen es en sí mismo un acto de violencia en detrimento del modo de vida de la plebe inglesa. Como tal, produce resistencia y sólo por eso debe ser reinscripta en la «historia de los vencidos».
Asimismo, Carlo Ginzburg, pionero de la escuela de la microhistoria, demuestra en su célebre El queso y los gusanos que la cultura popular no es una dádiva de los sectores dominantes hacia las clases subalternas, sino que tiene una sustancia propia ligada con tradiciones que atraviesan generaciones. Ello supone una impugnación a la historia de los vencedores, dado que ella pretende también que la cultura popular sea invisible, o en su defecto leída como un «resto» de aquello que las clases dominantes producen para sí.
Un elemento central para aportar en el sentido de la segunda hipótesis planteada es el concepto de antagonismo como cuestión a destacar de los sujetos sociales en lucha: el antagonismo es el único modo de concebir la dialéctica como lucha y no como desarrollo «técnico y modernizante» de una razón externa al proceso social. Con esto queremos decir que la potencialidad revolucionaria de un sujeto debe medirse de acuerdo con el modo en que su práctica sea disruptiva respecto del orden vigente. Es decir, no se trata meramente de una «posición en el proceso productivo», sino más bien de una posición en el proceso social en su conjunto. Así, aquello que aparece como tradicional, arcaico, prepolítico, etcétera, puede devenir en una coyuntura determinada profundamente subversivo respecto de la lógica de desarrollo del capital.
Por todo esto, incluso debe plantearse como necesario producir un pensamiento de la comunidad como sujeto político. Retornando al artículo de García Linera, allí se plantea que la realidad social boliviana se transforma radicalmente cuando la «indianitud» deja de ser una mera condición étnica para pasar a ser una característica política que se asume como bandera de lucha, conteniendo todo aquello que pueden parecer costumbres «conservadoras» como reivindicación. La resistencia al neoliberalismo (con la arrolladora fuerza desarticuladora con que éste se impuso en la región) coincidió, así, con el momento de mayor organización indígena y campesina en Bolivia, sin lo cual poco puede comprenderse del proceso actual en el país vecino.
En términos generales, asistimos a una fase de desarrollo capitalista caracterizada por lo que David Harvey (2007) llamó «acumulación por desposesión». Recuperando obras del propio Marx, así como de Rosa Luxemburgo y otros teóricos del imperialismo, el autor plantea que existen dos grandes modos de expansión del capitalismo. Uno de ellos, el más teorizado, es el de la reproducción ampliada, ligado con la extracción de trabajo ajeno a partir de mecanismos que no contemplan coacción extraeconómica. Pero existe otro mecanismo que tiene y ha tenido enorme relevancia en la historia de los últimos siglos. Éste se basa en el despojo de bienes comunes y derechos colectivos de grandes contingentes de población e incluso de la naturaleza. Esta desposesión, que suele involucrar más explícitamente la violencia, se vincula con la incorporación a la lógica de mercado de «zonas» que antes no lo estaban, o lo estaban parcialmente. Las privatizaciones de empresas públicas y servicios sociales pueden leerse en esta clave -una transferencia de funciones al capital-, así como la «colonización» de territorios a partir de la riqueza de sus recursos naturales.
Ambas formas de expansión capitalista existen de manera permanente, aunque una suele predominar sobre la otra. Así como en la etapa fordista la reproducción ampliada era la más relevante, el capitalismo neoliberal funciona mayormente sustentado en la desposesión. Cabría preguntarse si no hay aquí otro elemento que ponga a la orden del día la necesidad de pensar la comunidad como antagonismo al capital, ya que ella puede constituirse como un sujeto social capaz de preservarse de la lógica del capital. La dialéctica de la lucha supondría esa resistencia como un ataque al propio capital, pues involucra la posibilidad de sostener y expandir relaciones sociales no del todo compatibles con la lógica mercantil.
Excursus ilustrativo. Las dos hipótesis y un problema contemporáneo: la naturaleza
Para graficar la distinción entre las dos hipótesis planteadas, introducimos aquí una breve distinción en lo que ambas suponen respecto de un problema actualmente acuciante: la cuestión de la naturaleza[5]. Toda pretensión de transformación radical de la sociedad involucra, más o menos explícitamente, un proyecto donde la naturaleza «externa» al género humano cumple algún papel.
Aquí nuevamente haremos el ejercicio de aportar en el sentido de superar una visión modernizante que concibe a la naturaleza como un agente meramente ajeno a ser dominado. De algún modo, en esta última idea se inscriben las narrativas ligadas con la primera hipótesis, en la que el desarrollo de la técnica es una condición para el dominio de la naturaleza. Aunque no sin cierta incomodidad, podemos citar al propio Che Guevara, quien aún perteneciendo a la más excelsa vitrina de héroes romántico-revolucionarios, también fue hijo de su época. En una carta de despedida a sus hijos, decía: «Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza» (1970: Tomo II, 696). Citamos a Guevara y no a Stalin para plantear que no se trata de un problema moral (cuidado o no cuidado de la naturaleza) donde una hipótesis es buena y otra mala, sino de la necesidad política de repensar la emancipación a partir de revisar exhaustivamente todo aquello que ha supuesto empatía con la modernidad capitalista (no olvidamos que el Che también dijo que «con las armas melladas del capitalismo» no construiremos el socialismo). El problema entonces es si el comunismo supondrá un mejor y más acabado dominio de la naturaleza o una relación cualitativamente diferente con ella, que no se sustente sobre la base de la violencia y la expoliación.
En este último sentido, retomaremos textos que puedan permitir plantear esto desde el propio marxismo. En más de una ocasión, Marx coloca a la naturaleza en el lugar de «primera determinación». El trabajo no es otra cosa que «un proceso entre la naturaleza y el hombre» (2000: Tomo I, 130) donde ambos se transforman en su interacción, vale decir, el hombre transforma la naturaleza externa e interna. Sin embargo, el concepto de fuerza de trabajo remite ya a un trabajo alienado, donde el hombre no realiza las potencias que dormitan en él y en el objeto sino bajo la forma de tareas repetitivas que tienden a «animalizarlo», tal como se plantea en los Manuscritos.
De modo que el capitalismo establece un tipo de trabajo que separa al hombre de la naturaleza en pos de una producción mercantil, ya no tributaria de las necesidades de una relación armoniosa establecida entre sujeto y objeto en el proceso de trabajo. Además, para Marx, la expansión de la relación de capital supone un crecimiento «centrífugo» que implica crecientemente la mercantilización de vidas y materias primas, esto es, de naturaleza. Ésta es cada vez menos testigo y más víctima del desarrollo del capital. Irónicamente, la «gran influencia civilizadora del capital» es que «por primera vez la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil; cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece sólo como artimaña para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto de consumo, sea como medio de producción» (2001: Tomo I, 362). El dominio alcanza tal nivel desarrollo, que el capital termina por conceptualizar la tierra como su propia creación. Si así no fuera, no sería posible que el valor de uso tierra sea homologado al valor de cambio renta del suelo: «se establece una proporción entre una relación social, considerada como una cosa, y la naturaleza, es decir, se establece una relación entre dos magnitudes inconmensurables» (2000: Tomo III, 757).
Retornemos a Benjamin. Hallamos en las ya citadas tesis un planteo más que sugerente en la número once, cuya relevancia debería quizá ser similar a la del mismo número que Marx escribió poco menos de un siglo antes: «un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, es capaz de ayudarle a parir las creaciones que dormitan como posibles en su seno» (2007:32). La hipótesis de ruptura podría apoyarse en este concepto de trabajo y naturaleza: una relación que no suponga dominio sino transformación mutua de acuerdo con las potencialidades envueltas en ella misma. El Marx de los Manuscritos piensa así el advenimiento del comunismo:
El comunismo como superación positiva de la propiedad privada como autoalienación humana y, por ello, como verdadera apropiación de la esencia humana por y para el hombre. Por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno que, en cuanto tal, es consciente y tiene lugar en el marco de toda la riqueza de la evolución precedente. Este comunismo es, en cuanto naturalismo pleno=humanismo; en cuanto humanismo pleno=naturalismo; es la verdadera solución del conflicto que el hombre sostiene con la naturaleza y con el propio hombre; la verdadera solución de la pugna entre existencia y esencia, entre objetivación y autoconfirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es la solución del enigma de la historia, y se sabe a sí mismo como tal solución (Marx, 2004:141-142, cursivas nuestras)
Si, de acuerdo con Benjamin, el progreso es la catástrofe y, tal como Marx plantea, «la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre» (2000: Tomo I, 424), la segunda hipótesis se sustenta en repensar el vínculo con la naturaleza a partir de una furibunda crítica del legado que la modernidad deja en ese aspecto.
Interrogante final: ¿y si no era la clase obrera?
Cerramos con un problema, sobre la base de dos cuestiones centrales planteadas a lo largo del trabajo: en primer lugar, pareciera que la paradoja del siglo XVIII trabajada por E.P. Thompson se reedita actualmente en nuestra América. Una multiplicidad de movimientos campesinos e indígenas presenta sus tradiciones como rebeldía frente al expoliador desarrollo capitalista. Aquello que parece ser conservador resulta, por el contrario, uno de los elementos salientes de la resistencia contemporánea. Por otra parte, y en relación con esto, es imprescindible pensar los sujetos políticos de un proyecto emancipatorio a partir de su carácter antagónico, y no por su condición económico-jurídica. Esta última es ya una categoría fetichizada, pues se concibe al sujeto a partir de su inclusión en la totalidad capitalista. Por el contrario, la noción de antagonista permite vislumbrar un punto de fuga y transformación de la misma. En este caso, lo que califica al sujeto es el modo en que resiste al capital, y no la forma en que es clasificado por él.
Como se sabe, son múltiples, complejas e inacabadas las discusiones en torno al sujeto privilegiado de la transformación revolucionaria de la sociedad. Incluso en la obra de Marx se pueden observar virajes y reformulaciones a este respecto. Si en los textos juveniles se ligaba a la idea de los desposeídos o de la «humanidad sufriente», en tanto carente de toda humanidad (por lo que su liberación implicaría en sí la de toda la sociedad), en El capital, aparece relacionado con una posición específica en la reproducción del modo de producción capitalista. El proletariado sería el elemento llamado a enterrar la forma histórica presente. Las propias contradicciones del modo de producción capitalista han producido en aquél su propia negación. Soslayando la discusión acerca de la continuidad o ruptura entre ambas posiciones marxianas, queda claro en la segunda que el sujeto capaz de destruir el capitalismo es, al mismo tiempo, su más genuino producto.
Ahora bien, lo central de la posición del proletariado no radica sola ni centralmente en su carácter fabril, sino sobre todo en su constitutivo lugar en la relación social determinante del esquema marxiano: su condición de asalariado o, en términos más amplios, su existencia como trabajo en tanto polo de la relación social del capital. Esto implica efectivamente el contacto (enfrentamiento) como trabajo vivo, con el capital como trabajo muerto, y el proceso de alienación y explotación que no vale rememorar aquí. Se trata de la dialéctica propiamente moderna, el conflicto entre capital y trabajo como productor y reproductor del mundo capitalista. En este contexto, el proletariado como posible punto de fuga es a la vez un producto de esa relación, es decir, es una construcción moderna. De allí que sus reivindicaciones emancipatorias hayan estado históricamente tan ligadas a tradiciones como el iluminismo o el racionalismo, dado que su nacimiento como tradición en sí (al margen de que retome elementos de formas previas de resistencia) es relativamente reciente y propio de la época moderna.
Ahora bien: ¿no puede hoy pensarse en sujetos revolucionarios por su condición de «alter-modernidad»? Quizá la radicalidad que asumen actualmente los movimientos campesinos e indígenas esté en relación con su condición de sujetos «olvidados» por la modernidad, esto es, de excluidos de su dialéctica constitutiva. Sujetos que no son absorbidos por la lógica expansiva capitalista sino permanentes víctimas de intentos de exterminio. Desde luego que esto es, a su modo, una forma de inclusión, pero solamente en las adyacencias de una relación que necesariamente no los puede contener como estímulo para la acumulación. La historia de la lucha entre el capital y el trabajo es la historia del intento de domesticación del poder creativo del segundo de los términos. Y esta historia no transcurre mayormente en procesos represivos abiertos sino más bien en sutiles canalizaciones del conflicto en términos productivos para la acumulación. Es, entonces, una confrontación permanente por la inclusión de la potencia del trabajo como elemento indispensable para el «normal» desarrollo capitalista.
Pues bien, los márgenes de esta dialéctica han estado habitados por pueblos originarios y demás «restos precapitalistas» considerados sólo por sus recursos naturales y no tanto por su potencialidad de asalariados, ni siquiera de consumidores de productos industriales, como incluso las tesis sobre el imperialismo de Rosa Luxemburgo podrían plantear. De esta forma, aunque no postulamos que se trate de sujetos puros, la posibilidad de preservar tradiciones premodernas es mucho mayor, ya que su proceso de constitución identitaria es, de algún modo, más abierto que el adjudicado al proletariado moderno. Como en todo espacio de resistencia, la identidad se construye efectivamente en relación con un otro, y ese otro es también el capital, pero en la permanente posibilidad de abrir esa confrontación mediante la actualización y recuperación de prácticas y tradiciones (antagónicas a los preceptos básicos de la modernidad) puede radicar su fuerza para presentarse como una alternativa a los pilares más profundos de la sociedad moderna. Si así fuera, el desarrollo de una noción de revolución como ruptura, mucho debe alimentarse de estas experiencias.
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Referencias
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Benjamin, Walter (2007): Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos. Buenos Aires, Piedras de Papel.
Chakrabarty, Dipesh (1999) «Historias de minorías, pasados subalternos», en Revista Historia y Grafía, Nº 12, 1999, pp. 87-111.
García Linera, Álvaro (2007): «Indianismo y marxismo. El desencuentro de dos razones revolucionarias», en Svampa y Stefanoni (comps.) Bolivia. Memoria, insurgencia y movimientos sociales.Buenos Aires, CLACSO-El Colectivo.
Guevara, Ernesto (1970) Obras 1957-1967, Tomo II. La Habana, Casa de Las Américas.
Harvey, David (2007): El nuevo imperialismo: Acumulación por desposesión. Textos y entrevistas. Buenos Aires, Piedras de Papel.
Hobsbawm, Eric (2001): Rebeldes primitivos. Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX. Barcelona, Crítica.
Latour, Bruno (2007): Nunca fuimos modernos. Buenos Aires, Siglo XXI.
Löwy, Michael (2007): El marxismo en América Latina. Santiago de Chile, LOM.
Lukács, Georg (1984): Historia y consciencia de clase. Barcelona, Grijalbo.
Marx, Karl (1958): La ideología alemana. Buenos Aires, Vida Nueva.
Marx, Karl (1998): Manifiesto Comunista. Barcelona, Fontana.
Marx, Karl (2000): El capital. Tomos I y III. México, Fondo de Cultura Económica.
Marx, Karl (2001): Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. Tomo I. México, Siglo XXI
Marx, Karl (2004): Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Buenos Aires, Colihue.
Merleau-Ponty, Maurice (1974): Las aventuras de la dialéctica. Buenos Aires, La pléyade.
Thompson, Edward P. (1995) Costumbres en común. Barcelona, Crítica.
Notas
[1] El sujeto puede ser uno o múltiple. De lo que se trata es más bien de un lugar desde el cual el mundo a ser transformado pierde su pretensión de validez universal y es puesto en crisis. Para lo que nos ocupa, al menos en esta parte del trabajo, es irrelevante si se trata de uno o múltiples sujetos, amén de la importancia que dicho debate tiene en la actualidad.
[2] La idea de la revolución «por etapas» que predominó en América Latina, al menos entre 1930 y 1960 (Cf. Löwy, 2007), se sustenta justamente en que el «retraso» de la región en el desarrollo de las fuerzas productivas y -en estrecha determinación- las formas sociales y políticas correspondientes, supone la necesidad de un primer momento de revolución «democrático burguesa» que sólo a posteriori brindaría la posibilidad de desarrollo de un proletariado capaz de llevar adelante la revolución socialista. No es casual que «herejías» como las de Mariátegui, al rechazar estos planteos, hayan sido excomulgadas de la III Internacional.
[3] Concepto por demás positivista, ya que supone que una sociedad es pasible de ser nombrada por su condición de ser anterior al capitalismo, otorgándole una racionalidad que no le es propia, sino que está meramente ligada con su carácter de estadio previo (y, por ende, imperfecto) a las formaciones sociales capitalistas.
[4] En este punto, el caso del marxismo británico es algo contradictorio, pues en paralelo a la producción de Thompson encontramos obras polémicas como Rebeldes primitivos, de Hobsbawm (2001), donde las múltiples rebeliones campesinas o semi-urbanas contra el progreso son recuperadas pero al mismo tiempo caracterizadas como «pre-políticas». Ya el subtítulo del libro («Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX») es elocuente.
[5] Esto evidencia de qué modo el propio lenguaje está involucrado en la relación de dominio e instrumentalización establecida con la naturaleza. En la medida en que el problema ecológico fue tomando relevancia, comenzó a hablarse de la necesidad de discutir la expoliación de los «recursos naturales», concepto que ya coloca a la naturaleza como un recurso a ser explotado. Apareció también el menos violento término de «bienes de la naturaleza», tampoco plenamente despojado de instrumentalización. En todo caso, lo que queda demostrado es que no se puede pensar un lenguaje que emancipe una relación que es de dominio, vale decir, que aún no lo está.