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Movimiento obrero y Parlamentarismo

Fuentes: Rebelión

*Documento elaborado para las IV Jornadas de Autoformación de Corriente Roja. Manjirón septiembre 2008


No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos».

Roda Luxemburg, «Reforma o revolución.

En este trabajo pretendemos analizar algunos de los problemas teóricos y las consecuencias prácticas que ha planteado a las organizaciones políticas de la clase obrera la utilización del parlamentarismo.

El tema tiene para una organización revolucionaria como Corriente Roja una importancia trascendental. Nos proponemos como objetivo general contribuir con otros a destruir el capitalismo y construir el socialismo y sabemos que sólo será posible en condiciones de una gran crisis, mediante un auge importantísimo de la lucha de masas y no como producto aislado de hipotéticas victorias electorales. No obstante, no excluimos absolutamente la posibilidad de utilizar, en determinadas condiciones, la participación electoral.

La utilización de la vía parlamentaria está teórica e históricamente vinculada a la disyuntiva entre reforma y revolución, a la caducidad inexorable, o no, del capitalismo, al carácter de clase del Estado, al concepto de dictadura del proletariado,..etc.

En la práctica política de la izquierda durante el siglo XX en el Estado español, es posible rastrear diferentes y contradictorios planteamientos frente a la participación electoral de los que enumeramos algunos ejemplos:

– el apoyo del PSOE de Pablo Iglesias a la Dictadura de Primo de Rivera, compensado con una amplia tolerancia hacia sus actividades por parte de la misma.

-la posición política del, en 1931, pequeño Partido Comunista de España que tachaba la II República de república burguesa y pregonaba negarle cualquier tipo de apoyo.

-la oposición frontal a cualquier tipo de elección defendida por la CNT, hecho que no le impidió participar con cuatro ministros en el Gobierno del Frente Popular ante la inminencia de la entrada de Franco en Madrid en 1937.

– la participación directa y decisiva de Julián Besteiro (PSOE) y Cipriano Mera (CNT) en el Golpe de Casado contra el gobierno del Frente Popular presidido por Juan Negrín para rendir ante Franco a las tropas republicanas.

– y, sobre todo, el papel de los partidos de izquierda – sobre todo del PCE – en la legitimación de la Transición y su posterior ausencia de planteamientos con alguna repercusión práctica de transformación social.

El análisis de cada uno de estos aspectos desborda el objetivo de este trabajo, pero su mera enumeración da cuenta de la complejidad y la variabilidad de la realidad concreta, y es un primer jarro de agua fría para quienes quisieran encontrar leyes generales e inmutables que nos aseguren el triunfo.

Aunque nada está garantizado y en cada momento histórico los datos de la realidad varían, si es posible y necesario aprender de la historia.

Aquí nos limitaremos a:

– analizar el parlamentarismo vinculándole con los problemas teóricos y prácticos que plantea la dicotomía reforma o revolución, su relación con el Estado y algunos ejemplos históricos emblemáticos.

– estudiar el eurocomunismo, la historia reciente de la izquierda institucional en el Estado español y a situar algunos de los contenidos del programa de la izquierda revolucionaria y de sus instrumentos de lucha.

Con carácter previo hay que partir de que este análisis se aborda, no desde posiciones académicas, en abstracto, sino desde una organización que en su «Declaración de principios» comienza afirmando: «Somos conscientes de la enorme debilidad política de la clase obrera y de los movimientos sociales, de la magnitud de las tareas que tenemos por delante y de la importancia de las luchas concretas en la construcción de un bloque político capaz de generar una alternativa global al sistema capitalista. Frente al reformismo hegemónico en la izquierda, que esteriliza tantas luchas y tanto esfuerzo con la inalcanzable finalidad de suavizar el neoliberalismo, es necesario afirmar que la transformación radical del sistema y la construcción del socialismo son las únicas alternativas posibles a la barbarie».

Corriente Roja surge y se construye a partir de la experiencia y para negar la validez de la trayectoria política de dos organizaciones, el PCE e IU, que han abandonado la lucha en el movimiento obrero – supeditándose al sindicalismo entreguista y de «consenso» de CC.OO. y UGT, – que han aceptado en su práctica política el marco institucional surgido de la Transición, que tienen como única estrategia aumentar su representación electoral y que, como la realidad inexorable demuestra, caminan directamente a su consunción.

Aunque la realidad política del Estado español tiene especificidades que es necesario analizar y que serán abordadas en la segunda parte de esta ponencia, es preciso constatar que, al menos en la experiencia histórica reciente de la Europa posterior a la II Guerra Mundial, se ha producido una debacle ideológica, política y organizativa de todos los partidos – pretendidamente marxistas – que abogaban por construir el socialismo mediante estrategias fundamentalmente electorales.

La derrota de estas posiciones, que precisamente por partir de fuerzas políticas y sindicales que fueron hegemónicas en el proletariado de sus respectivos países, ha provocado un debilitamiento sin precedentes de la clase obrera. No corresponde analizar aquí aspectos importantes del desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción tales como, la fragmentación de la clase obrera en una red interminable de subcontratas, las nuevas tecnologías de la comunicación, la deslocalización de empresas producto de la globalización, la instalación de la precariedad con carácter general, la inmigración como fenómeno general producto de la depredación imperialista, etc.

El marco de análisis en el cual situamos esta ponencia es el estudio de los contenidos y precedentes históricos de las posiciones que plantearon como estrategia esencial la aceptación del sistema parlamentario burgués, la renuncia fáctica a la destrucción del capitalismo y a la construcción del socialismo con la consecuente desmovilización obrera y popular y la búsqueda de imposibles, como se ha demostrado, avances electorales.

La constatación de cómo, a lo largo de la historia del movimiento obrero y de la lucha de clases, se han producido debates ideológicos trascendentales que han tenido consecuencias prácticas decisivas, puede ayudarnos – aquí y ahora – a saber cómo utilizar los instrumentos más adecuados para alcanzar el objetivo de cualquier organización revolucionaria: desentrañar los mecanismos de dominación del capital y construir la conciencia de clase capaz de derrocarlo.

Reforma o revolución

El primer gran debate político lo enfrenta Rosa Luxemburg frente a Bernstein en «Reforma o Revolución» en 1898, mucho antes de que la socialdemocracia consumara su traición de clase con la votación parlamentaria de los presupuestos militares en 1914, y que iniciara el camino sin retorno hacia constituirse en pilar fundamental del sistema capitalista..

En los últimos años del siglo XIX y tras más de una década de clandestinidad, el partido socialdemócrata (PSD) alemán contaba con una poderosa organización obrera que, tras su legalización, obtuvo importantes y crecientes resultados electorales, en un escenario de importante crecimiento económico.

Hasta 1894 su política parlamentaria era «ni un hombre, ni un centavo para este sistema» entendiendo que los presupuestos públicos, sufragado por obreros y campesinos, se aplicaban a mantener contra ellos la dominación del Estado capitalista alemán. En el Congreso del PSD de ese año fueron derrotadas mociones tendentes a prohibir a sus representantes institucionales votar a favor de cualquier presupuesto federal, provincial o municipal.

En ese marco aparecen las teorías de Berstein que plantean que la revolución es imposible e innecesaria y que es factible construir el socialismo mediante reformas parciales y mejoras sucesivas conseguidas mediante la lucha parlamentaria y sindical. A ellas se enfrenta radicalmente Rosa Luxemburg.

Sus primeras líneas van dirigidas a deshacer la falacia calculada de la que partía Berstein y que facilitaba la penetración de las tesis reformistas en el movimiento obrero alemán. Frente a ellas plantea Rosa: «¿Es posible que la socialdemocracia se oponga a las reformas? ¿Podemos contraponer la revolución social, la transformación del orden imperante – nuestro objetivo final – a la reforma social? De ninguna manera. La lucha cotidiana por las reformas, por el mejoramiento de la situación de los obreros en el marco del orden social imperante y por instituciones democráticas ofrece a la socialdemocracia el único medio de participar en la lucha de la clase obrera y de empeñarse en el sentido de su objetivo final: la conquista del poder político y la supresión del trabajo asalariado. Entre la reforma social y la revolución existe, para la socialdemocracia, un vínculo indisoluble. La lucha por reformas es el medio; la revolución social, el fin».

De la vigencia actual de este planteamiento tenemos experiencia propia en Corriente Roja. El primer párrafo citado de la «Declaración de Principios» que vincula las luchas concretas con el indispensable objetivo de destrucción del capitalismo, centró buena parte de la polémica de nuestro Primer Encuentro Estatal. Una buena parte de los compañeros que entonces formaban parte de CR y que después continuaron en IU, pretendían anular el texto siguiente y perdieron la votación: «Frente al reformismo hegemónico en la izquierda, que esteriliza tantas luchas y tanto esfuerzo con la inalcanzable finalidad de suavizar el neoliberalismo, es necesario afirmar que la transformación radical del sistema y la construcción del socialismo son las únicas alternativas posibles a la barbarie».

El final inexorable del capitalismo

El primer planteamiento de Rosa que enlaza directamente con Marx y con todos los revolucionarios posteriores, y que tiene una actualidad candente, es si el capitalismo tiene o no fecha de caducidad. Es decir, si su propio desarrollo conduce inevitablemente a su colapso, y ante el dilema objetivo, «socialismo o barbarie», si es una necesidad histórica la construcción de la fuerza y la conciencia capaces de construir la alternativa, o bien, el capitalismo mantiene de forma indefinida sus propios mecanismos de adaptación. Si esto fuera así, la revolución es sólo una necesidad ética y por lo tanto prescindible si se puede conseguir suavizar progresivamente sus aspectos más lacerantes mediante reformas parciales sancionadas por los parlamentos.

El debate es trascendental y se enfrenta a todas las teorías, desde Adam Smith a Fukuyama, que pretenden demostrar desde la ideología dominante que el capitalismo es el «final de la historia» y que no existe alternativa. Rosa desmonta, ¡con poco más de 20 años!, todas sus tesis.

Es importante resaltar que, a diferencia de la situación actual de profunda crisis del capitalismo, el escenario en el que se produce el debate entre Rosa y Bernstein, es el de un capitalismo boyante, en el que las crisis cíclicas descritas por Marx tardaban más tiempo en producirse que en épocas anteriores.

Bernstein niega la tesis central de «El Capital»: que la anarquía creciente de la economía capitalista conduce inevitablemente a su ruina y que su desarrollo desemboca inexorablemente en un colapso general.

Este debate, más candente si cabe hoy que cuando se produjo, vuelve a situar el valor del análisis marxista como teoría científica del desarrollo del capitalismo, de su carácter histórico y por tanto finito, y de la necesidad objetiva de construir, en palabras de R. Luxemburg «la creciente organización y conciencia de la clase proletaria, que constituye el papel activo en la revolución que se avecina».

Si como decía Bernstein el capitalismo no camina hacia su propia ruina, el socialismo deja de ser una necesidad objetiva. El sistema tendría mecanismos propios para autoperpetuarse, la lucha parlamentaria y sindical por reformas parciales conseguiría suavizar la explotación y el marco apropiado para conseguirlo sería la lucha sindical y el intento permanente de conseguir mayor representación parlamentaria.

Bernstein identifica el sistema crediticio, los mecanismos de comunicación y las nuevas combinaciones capitalistas como los mecanismos fundamentales de adaptación del capitalismo.

La crítica de Rosa es demoledora y totalmenta actuale: «El crédito aumenta desproporcionadamente la capacidad de extensión de la producción y constituye así una fuerza motriz interna que lleva a la producción a exceder constantemente los límites del mercado. Pero el crédito golpea desde dos flancos. Después de provocar (como factor del proceso de producción) la sobreproducción, durante la crisis destruye (en tanto que factor de intercambio) las fuerzas productivas que él mismo engendró. Al primer síntoma de crisis, el crédito desaparece. Abandona el intercambio allí donde éste sería aún indispensable y (..) reduce al mínimo la capacidad de consumo del mercado. (…) Además estimula la utilización audaz e inescrupulosa de la propiedad ajena y conduce a la especulación.»

R. Luxemburg demostró lo que repetidamente comprobamos ahora, que los créditos, la concentración de capital y la mejora en las comunicaciones, lo que hacen es aumentar la violencia de las crisis. Estos instrumentos exacerban la contradicción entre la ilimitada capacidad de producción y la limitada capacidad de consumo, la contradicción entre capital y trabajo, en un marco en el que el incremento de la productividad – como resultado del avance tecnológico – conduce inexorablemente a la caída tendencial de la tasa de ganancia, mas aguda y más profunda, precisamente en los países más desarrollados que poseen en mayor grado los famosos «medios de adaptación».

El más preciado objetivo de los teóricos del capitalismo, contra la propia realidad y como representación máxima de la alienación, es instilar en la conciencia de la clase obrera el carácter «natural», ahistórico y permanente del actual orden de cosas, y, por lo tanto, la inutilidad de luchar por derrocarlo. La teoría marxista demuestra científicamente que el capitalismo, cuanto más se desarrolla, en mayor medida crea las condiciones de su colapso, y que la tarea de los revolucionarios es, el el marco de la lucha de clases, llevar a la conciencia de la clase obrera y de la mayor parte del pueblo la imposibilidad de encontrar solución a sus necesidades vitales acuciantes en el actual sistema. Es en este proceso, en el se abren situaciones revolucionarias, de insurrección de masas, y cuando la existencia o no, de organización y de dirección política, capaces de plantear las formas concretas de la conquista del poder político, deciden el dilema «socialismo o barbarie».

El parlamentarismo como fin o como un instrumento más de lucha

El otro gran debate se sitúa en torno al papel de la lucha sindical y parlamentaria. La diferencia entre ambos planteamientos se sitúa en si, como sostenía Bernstein, ambas actividades contribuyen a reducir gradualmente la explotación capitalista, partiendo de la base de la imposibilidad e inutilidad de la conquista del poder político, o bien si dichos ámbitos de lucha permiten al proletariado comprobar la imposibilidad de lograr transformaciones profundas por esa vía, y le preparan para crear el factor subjetivo para la transformación socialista.

Rosa Luxemburg retoma uno de los planteamientos básicos del Manifiesto Comunista, según el cual, la clase obrera a través de sus luchas puede conseguir victorias parciales que pueden traducirse en mejores salarios, reducción de la jornada laboral, mejoras sociales, etc, pero que esos avances son transitorios porque el capital los digiere rápidamente. Lo realmente trascendente, plantean Marx y Engels es que, a través de esas luchas, el proletariado aumente su nivel de conciencia y su capacidad de organización, hacia el objetivo de la conquista del poder político.

Ese debate teórico de finales del siglo XIX, concluyó dramáticamente dos décadas después. Las posiciones de Bernstein tomaron cuerpo en la decisión de las direcciones políticas y de los grupos parlamentarios de la socialdemocracia en 1914 de votar los presupuestos de guerra, de alinearse con las burguesías respectivas en la primera Guerra Mundial, abandonando el internacionalismo de clase y todo planteamiento revolucionario. La ruptura de la II Internacional se consumó con la participación en los gobiernos respectivos de los partidos socialdemócratas, que inauguraron el anticomunismo más feroz ante el triunfo de la revolución soviética y fueron ejecutores directos de la persecución y el asesinato de cientos de sus anteriores compañeros, que como Rosa Luxemburg y Karl Liebknet mantuvieron posiciones y prácticas coherentemente revolucionarias.

La derrota ideológica de la izquierda en las últimas décadas y el abandono de las herramientas teóricas del método marxista, han privado al movimiento obrero de los instrumentos imprescindibles para entender, desde posiciones de clase, las claves de cómo el sistema capitalista avanza hacia su propia destrucción y, sobre todo, para enfrentar ese proceso mediante la construcción de un poder obrero y popular alternativo, consciente y organizado.

Valgan estas breves pinceladas para poner de manifiesto cuan antigua y vigente es la utilización del parlamentarismo y de la lucha sindical como supuesta vía hacia le socialismo en los orígenes de la tradición reformista, para cuestionar el carácter histórico del capitalismo y su caducidad, y para negar, desde presuntas posiciones de clase, la necesidad objetiva de la revolución.

El problema, como veremos a continuación, no es descalificar – en el marco de la lucha de clases – la utilización por el movimiento obrero y las fuerzas políticas revolucionarias de los instrumentos que la democracia burguesa – o incluso la dictadura, como en el caso del sindicato vertical utilizado inteligentemente por las primitivas Comisiones Obreras – les puede ofrecer para desarrollarse.

El asunto central es cómo, sobre todo en la «democracia parlamentaria», y frente a su monumental aparato de corrupción, de integración de cúpulas dirigentes y de legitimación del sistema capitalista, las fuerzas políticas revolucionarias y el movimiento obrero son capaces de construirse como fuerza alternativa al servicio del objetivo que justifica su existencia: acabar con el orden establecido, destruir el aparato de dominación de la burguesía y construir el socialismo.

El Estado por encima de la sociedad, pieza clave para la liquidación de la izquierda

El esquema de Fourier de transformar, mediante un sistema de falansterios, el agua de todos los mares en sabrosa limonada fue una idea fantástica, por cierto. Pero cuando Bernstein propone transformar el mar de la amargura capitalista en una mar de dulzura socialista volcando progresivamente en él botellas de limonada social reformista, nos presenta una idea insípida, pero no menos fantástica. Rosa Luxemburg, «Reforma o revolución».

El elemento clave para descalificar el reformismo, y por tanto de la utilización de la vía parlamentaria como estrategia de transformación social, es el análisis de clase del papel del Estado y de la república parlamentaria como instrumento privilegiado de la dominación política de la burguesía.

Todos los teóricos de la burguesía se han afanado en situar al Estado por encima de la sociedad, como instrumento del consenso y la conciliación de clases. La aceptación por parte de las organizaciones políticas reformistas, desde la socialdemocracia de 1914, que asimila como propios los intereses de la guerra de la burguesía contra otros pueblos, a la izquierda institucional española defensora a ultranza del régimen de la Transición, tienen como clave de bóveda la negación del carácter de clase del Estado.

El Manifiesto Comunista plantea por primera vez que el Estado jamás es neutral y que, por tanto, los revolucionarios no se pueden plantear utilizarlo «para otros fines» dejándolo intacto. Marx en «La Guerra Civil en Francia» caracteriza al Estado como la maquinaria de guerra del capital contra el trabajo. Engels lo define como «fuerza especial de represión de un puñado de burgueses contra millones de trabajadores».

Este planteamiento ha sido y es central, no sólo para situar a la socialdemocracia del lado de la trinchera de la defensa de los interese del capital, sino también para ubicar la trayectoria de los partidos comunistas europeos. En el Estado español, los Pactos de la Moncloa, la votación parlamentaria de la Ley de Amnistía (1977) por socialistas y comunistas – garantía de impunidad de los crímenes de la Dictadura – o la Ley Antiterrorista que inaugura el estado de excepción permanente contra la izquierda independentista vasca, son los precedentes de la deriva de la izquierda institucional, política y sindical, que ha concluido con la liquidación de cualquier planteamiento, no solo de clase, sino estrictamente democrático.

La vigencia de este asunto es clave para la izquierda revolucionaria en estos momentos, en los que, como en otras etapas de la historia, es imprescindible arrancar máscaras, deshacer mistificaciones y situar adecuadamente la lucha ideológica contra quienes el sistema ubica como «izquierda», y que contribuyen decisivamente, con su política gubernamental o su silencio cómplice, a la legitimación del mismo.

Capitalismo sinónimo de corrupción amparada por el Estado

Marx, en la «Guerra Civil en Francia», afirma que: «el poder del Estado que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones» y Lenin en el «Estado y la revolución» demuestra la vinculación, a través de múltiples redes, de la burguesía con el aparato del Estado. En la democracia parlamentaria, plantea Marx, el dominio de clase de la burguesía es por primera vez en la historia «común, anónimo, general, desarrollado e impersonal». El poder es ejercido, no por una u otra fracción de la clase dominante, sino por toda ella «en su promedio general», independientemente del partido gobernante. El Estado es el ámbito privilegiado de reparto de prebendas a través de los vínculos directos entre el poder político y económico. La democracia burguesa permite que el pueblo elija, cada cierto tiempo, a los representantes de la burguesía que continuarán explotándole.

En la república democrática, plantea Engels, «la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero de un modo mucho más seguro. Y lo ejerce, en primer lugar mediante la corrupción de los funcionarios, y en segundo lugar, mediante la alianza del gobierno con la Bolsa»

Identificar la naturaleza de clase del Estado, desmontar la potente maquinaria ideológica destinada a configurarlo como un organismo «por encima de las clases», como «arbitro neutral» que regula los conflictos entre estas y representa el equilibrio social, el orden y la «seguridad», es la tarea central de toda organización revolucionaria. Por contra, intentar que estos planteamientos se asimilen por la supuesta izquierda, es el principal objetivo de las clases dominantes.

El ejemplo más claro y más escandaloso lo encontramos en la Transición. Se logró que las cúpulas dirigentes de las organizaciones que protagonizaron la lucha contra la Dictadura, aceptaran, en aras del «consenso», la perpetuación de la estructura militar, policial, judicial y administrativa del régimen franquista, en torno a la monarquía como clave de bóveda. Todo ello fue la garantía del mantenimiento de la dominación de las clases victoriosas de la guerra civil, representadas por el Partido Popular, a cambio del acceso al poder económico de las nuevas élites económicas vinculadas al PSOE. Este complejo engranaje, desde el que se perpetraron y perpetran los ataques a la clase obrera, concretados en contrarreformas laborales, privatizaciones, ataques a la libertad de expresión, liquidación de derechos políticos y sindicales, profundización de la represión, sobre todo contra la izquierda independentista ..etc, ha hecho posible, mediante consiguientes y sustanciosos pagos a la traición de clase, transformar a CC.OO. y UGT en aliados privilegiados de la burguesía y en instrumentos de su aparato de Estado.

La lista de dirigentes políticos y sindicales, que pasan a ser altos cargos empresariales, sería innumerable. Baste recordar los más llamativos y/o recientes:

  • Martin Villa, asesino de los obreros de Vitoria en 1976, de Germán Rodriguez en los sanfermines de 1978 y de tantos otros, es presidente de Sogecable.

  • Antonio Gutierrez, desde que dejó la secretaría general de CC.OO en el año 2000, es diputado por el PSOE y fue Presidente de la Comisión de Economía y Hacienda del Congreso de los Diputados.

  • Nicolás Redondo Terreros, ex-secretario general del Partido Socialista de Euzkadi, ha sido nombrado recientemente Consejero de FCC.

  • Josu Jon Imaz, ex-presidente del PNV y representante de su tendencia más españolista, ha sido nombrado presidente de Petronor, propiedad de Repsol-IPF

  • Manuel Marín, nombrado por el PSOE Presidente del Congreso de los Diputados en la anterior legislatura, ha sido designado recientemente presidente de la fundación de Iberdrola.

A ello hay que añadir la riada de altos cargos y grandes empresarios del franquismo, reconvertidos en importantes capitalistas desde la Transición. El libro de Mariano Sánchez Soler titulado «Ricos por la patria» y subtitulado «Grandes magnates de la dictadura, altos financieros de la democracia», 1 hace un exhaustivo recorrido del gran negocio de la democracia y del continuismo del poder económico y político. En la cúspide de todo este engranaje se sitúa el espectacular enriquecimiento de la familia real, con acusaciones reiteradas de recibir sustanciosas prebendas de empresas nacionales y extranjeras que jamás han prosperado dada la impunidad absoluta de la monarquía garantizada por la Constitución y la más espesa opacidad informativa que rodea todos sus negocios y tropelías.

La necesidad de destruir el Estado y el debate con los anarquistas

Es necesario también desentrañar las diferencias reales y las que han sido construidas artificial y premeditadamente, entre los planteamientos marxistas y los anarquistas. La clarificación de este debate es crucial en momentos como los actuales en los que ante, el hundimiento de la URSS y la crítica al estalinismo, junto a la constatación de que, no solamente la socialdemocracia, sino también los partidos comunistas institucionales, forman parte del aparato del poder, resurge – sobre todo entre los más jóvenes – el prestigio del anarquismo como alternativa ideológica.

Ambos debates están directamente vinculados a la caracterización del Estado.

Uno de los aspectos más ocultados por la burocracia soviética, fielmente heredada por los partidos comunistas reconvertidos en izquierda capitalista, es la denuncia realizada, tanto por Lenin, como por Marx, Engels y Rosa Luxemburg, de las posiciones reformistas de la socialdemocracia que – precisamente para enmascarar su defensa del orden establecido – descalificaban como «anarquistas» los planteamientos revolucionarios que abogaban por la necesidad de destruir el Estado burgués.

Rosa Luxemburg fulmina los planteamientos reformistas que pontifican acerca de las ventajas de la reforma y los inconvenientes de la revolución, haciéndolo «a la manera que se pesa la canela o la pimienta en un almacén»; es decir por gentes que han renunciado a planteamientos reales de lucha contra el sistema. Son los acontecimientos históricos y la voluntad política revolucionaria o no, los que sitúan los contenidos del quehacer político en cada momento. Rosa señala: «Bernstein, al denostar la conquista del poder político como teoría blanquista de la violencia, tiene la mala suerte de tachar de error blanquista aquello que ha sido siempre el pivote y la fuerza motriz de la historia de la humanidad» 2

Rosa, al igual que Marx, demuestra como a lo largo de la historia, la lucha de las clases en conflicto tiene como objetivo central la destrucción del aparato de dominación precedente y su sustitución por el nuevo orden. La destrucción del capitalismo y del aparato de Estado que los sustenta, que abre por primera vez en la historia la posibilidad de construir una sociedad sin clases, y con ella, la eliminación del Estado como estructura de opresión social, es muy improbable que se produzca sin violencia. No es imposible, como demostró la propia revolución bolchevique. La propia descomposición del estado y la magnitud de la lucha armada de masas – es decir, la penetración ideológica de la necesidad de la revolución en la mayor parte de la estructura militar – puede hacer caer el aparato de estado burgués sin la utilización de la violencia. Lo que es imposible, y esto enfrenta al marxismo, tanto con el reformismo, como con el anarquismo, es pretender que la revolución se mantenga sin la fuerza militar capaz de vencer la segura respuesta de la reacción de la burguesía nacional e internacional.

Hemos aprendido de la historia de la lucha de los pueblos es que el final feliz del socialismo no está garantizado. La caída de la URSS, del Chile de Allende, la más cercana derrota de la República española, o la debacle de los movimientos de liberación nacional de los pueblos que lucharon contra el colonialismo, son – más allá de las circunstancias históricas y concretas en las que se produjeron- y que deben ser estudiadas de forma específica, trágicas muestras de errores en la apreciación de la incuestionable necesidad de destruir el aparato del Estado desde sus raíces y sustituirlo por un orden nuevo. El difícil e insoslayable reto de la construcción del socialismo, debe enfrentar – al mismo tiempo – dos objetivos: asegurar la propia revolución frente a los intentos internos y externos de derrocarla, y construir el nuevo orden político y social que construya su propia legitimación y enfrente a la reacción.

La diferencia fundamental con los planteamientos anarquistas es la necesidad ineludible de la conquista del poder político y de que, una vez conseguido, y para destruir el aparato del estado burgués, se utilice todo el poder obrero y popular, imprescindible para llevar a cabo el proceso revolucionario e impedir la contrarrevolución burguesa. Ese proceso, necesariamente represivo de la mayoría contra la minoría contrarrevolucionaria es insoslayable. Se puede llamar dictadura del proletariado o de otra forma, pero es imprescindible. La constatación de las derrotas de los procesos revolucionarios que no han actuado en consecuencia, muestran la feroz utilización del capitalismo de todos los medios a su alcance para aplastarlos.

Pero las condiciones para la conquista del poder político no se dan sino cuando se alcanza un determinado grado de madurez de las relaciones económicas y políticas. Rosa Luxemburg lo enuncia así: «La diferencia esencial entre los golpes de estado según la concepción blanquista. realizados por una «minoría activa» y que estallan como un pistoletazo, siempre en un momento inoportuno, y la conquista del poder político por una gran masa popular consciente, sólo puede ser producto de la descomposición de la sociedad burguesa y, por tanto, lleva en su seno la legitimidad política y económica de su aparición en el momento oportuno».

Es necesaria la crítica de estas posiciones asimiladas al anarquismo y al ejercicio de «acciones directas» 3 , de su ineficacia real como catalizador para desencadenar quiméricas respuestas de masas e incluso de su carácter contraproducente utilizadas como pretexto para represiones masivas. Pero igualmente, es preciso identificar la manipulación descarada ejercida por parte del poder y de la izquierda «establecida» para descalificar cualquier forma de lucha que superara los límites jurídicos del sistema e identificarla como «terrorismo».

El hecho de que además se ocultaran o tergiversaran planteamientos fundamentales de la teoría marxista, ha tenido como consecuencia que expresiones de lucha y de rebeldía, que inevitablemente confrontan con el Estado como instrumento de dominación de clase y de pueblos, tengan en el anarquismo su referente privilegiado ante la dimisión de quienes, desde posiciones «comunistas», renuncian a cuestionar el orden burgués establecido.

La identificación del carácter de clase del Estado, de la necesidad ineludible de destruirlo para construir un orden social nuevo a la medida de las necesidades de los trabajadores, de la inmensa mayoría, no es un asunto de confrontación con los anarquistas. Sí lo es, la propuesta marxista de la ineludible necesidad de conquistar el poder político, que niegan los anarquistas, de la que se derivan consecuencias prácticas contrapuestas de gran trascendencia.

Lenin plantea que la destrucción del Estado como tal consiste precisamente, en el acto de la toma de los medios de producción por la sociedad, en generar la única democracia posible en ese momento: sustituir esa «fuerza especial de represión» de una minoría contra la mayoría, inevitablemente, por otra fuerza de represión de la mayoría contra la minoría explotadora para hacer irreversible la revolución 4 . Continúa diciendo: » Que a la par con la supresión de las clases se producirá también la supresión del Estado, lo ha sostenido siempre el marxismo» y añade que la polémica con los anarquistas no es esa, sino su planteamiento de suprimir el Estado «de la noche a la mañana».

Marx y Engels en escritos realizados en 1873 y que no fueron publicados hasta 1913 – como recuerda Lenin – sitúan así, con toda ironía, su debate con los proudhonianos, «autonomistas» y «antiautoritarios»: «si la lucha política de la clase obrera asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen la dictadura de la clase burguesa con su dictadura revolucionaria, cometen un terrible delito de leso principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer la resistencia de la burguesía, dan al estado una forma revolucionaria y transitoria, en vez de deponer las armas y abolirlo».

Lo que aparece en primer plano, a la luz de la experiencia de procesos como los de la URSS. es la necesidad de que, desde los mismos comienzos de la revolución triunfante, se construyan formas de democracia obrera y popular que no sólo aseguren la expropiación de los medios de producción y el nuevo orden revolucionario, sino que acaben con todos los vestigios del aparato y de las formas de de dominación ideológica de la burguesía e impidan el surgimiento de nuevas burocracias.

Algunos de los métodos fundamentales y prácticos, bien concretos, para conseguirlo los mostró la Comuna de París en 1871: el pueblo armado en sustitución del ejército, el carácter electo y revocable de todos los funcionarios y representantes políticos, que su salario no sea superior al de cualquier obrero y el ejercicio directo del poder obrero y popular en la toma de decisiones.

La polémica del marxismo con los anarquistas no se sitúa en torno a la necesidad de destruir el aparato del estado burgués. La contradicción antitética y definitiva es la que enfrenta a los anticapitalistas con la socialdemocracia sobre el carácter del estado como aparato de dominación de clase de la burguesía y la necesidad de destruirlo. Ese es el tema básico que sitúa a las organizaciones políticas en uno u otro lugar de la trinchera.

Parlamentarismo, estado y revolución

La construcción unitaria de la fuerza de clase capaz de derrocar el poder político de la burguesía, el capitalismo y sus relaciones de producción y, sobre todo, de destruir el Estado, su principal instrumento de dominación, es indiscutible si realmente se pretende seriamente llevar acabo la tarea de acabar con las raíces de la explotación, de «tomar el cielo por asalto». Y esto que parece hoy una quimera, cuando percibimos cada día las dimensiones de la debilidad de la conciencia y de la organización de clase es vital, porque cuando aparecen situaciones revolucionarias – producto de situaciones objetivas de crisis, de colapso, perfectamente previsibles hoy – es cuando los objetivos políticos son determinantes, bien para contribuir a apuntalar el sistema o bien para dispersar las fuerzas que deben concentrarse en momentos determinados para derrocarlo. No son debates abstractos, sino realidades políticas que en momentos concretos son decisivas para decidir el curso de la historia.

En el marco de la estrategia revolucionaria, la participación electoral, no solamente no debe ser rechazada «a priori» y contrapuesta la lucha de masas, sino que puede ser un instrumento que facilite su desarrollo.

Lenin, quien con más claridad ha identificado el carácter de clase del Estado y la necesidad de destruirlo, en un debate con los comunistas «de izquierda» alemanes y holandeses en 1920, planteaba la importancia de combinar la lucha ilegal con la legal, aun cuando «una gran huelga, es siempre más importante que la acción parlamentaria, y no sólo durante la revolución o en una situación revolucionaria». Siempre la lucha de masas es prioritaria y determina las condiciones de la lucha de clases. Pero así mismo afirmaba con rotundidad: «Mientras no tengáis fuerza para disolver el parlamento burgués y cualquiera otra institución reaccionaria, estáis obligados a trabajar en el interior de esas instituciones, precisamente porque todavía hay en ellas obreros idiotizados por el clero y por la vida en los rincones más perdidos del campo. De lo contrario corréis el riesgo de convertiros en simples charlatanes». .

Lenin, en este texto, alerta de lo que puede ser una huida irresponsable de la utilización con fines revolucionarios de la participación parlamentaria y plantea lo siguiente, contraponiendo las condiciones de desarrollo del capitalismo y del estado en Rusia que hicieron posible la revolución soviética y las de Europa Occidental: «Tratar de esquivar esa dificultad «saltando» por encima del arduo problema de utilizar los parlamentos reaccionarios para fines revolucionarios, es puro infantilismo (…) La crítica – la más violenta, más implacable, más intransigente – debe dirigirse no contra el parlamentarismo o la acción parlamentaria, sino contra los jefes que no saben- y aún más contra los que no quieren- utilizar las elecciones parlamentarias y la tribuna parlamentaria a la manera revolucionaria, a la manera comunista».

Y continuaba: «La participación en un parlamento democrático burgués, no sólo no perjudica al proletariado revolucionario, sino que facilita la posibilidad de hacer ver a las masas atrasadas por qué semejantes parlamentos deben ser disueltos, facilita el éxito de su disolución, facilita la eliminación política del parlamentarismo burgués»

El problema central, no es pues, si se debe o no participar en los parlamentos burgueses. La utilización de ese espacio – en las condiciones actuales de la U.E. y del Estado español – puede ser un instrumento útil para la lucha de masas, para mostrar los límites de la democracia burguesa y la necesidad de su disolución. Pero todo ello, en las condiciones concretas del Estado español y – vista la experiencia de otras organizaciones – está supeditado a la existencia real de un nuevo movimiento obrero y popular suficientemente potente y a la construcción correspondiente del bloque o frente de izquierdas capaz de constituirse como su referente político.

El consenso y la coerción

El tema clave es cómo operar en un sistema político basado en el sistema parlamentario que crea una forma de consenso históricamente nueva entre explotadores y explotados: la que produce la ilusión de la igualdad democrática de todos los ciudadanos y en su creencia de que mediante el voto tienen la capacidad de determinar el orden social existente. Ese marco de libertad burguesa aparece como el límite de lo posible y cualquier intento de sobrepasarlo dentro de su propio marco jurídico-político muestra, con su derrota, la debilidad e impotencia de quienes lo intentaron.

Cuando además, como en el Estado español, la experiencia de la Dictadura y de la lucha por la conquista de las libertades democráticas – en buena parte producto del movimiento obrero – ha marcado la subjetividad de las clases populares, este tema adquiere especial relevancia. Al grito: «Lo llaman democracia y no lo es», es preciso acompañarlo con el análisis de los mecanismos de legitimación y de dominación que permiten la reproducción relativamente pacífica y consentida de un sistema basado en el saqueo de la inmensa mayoría.

Aparentemente la estructura del poder de clase de la burguesía se asienta sobre la aceptación del mismo por parte de la clase obrera y de las clases populares como resultado consensuado de la hegemonía ideológica y cultural de las clases dominantes. Además la «libertad» está representada por hechos bien concretos: elecciones, libertades civiles, derechos de manifestación y reunión, etc.

En consecuencia, «la vía parlamentaria al socialismo» – preconizada por los más importantes partidos comunistas de Europa occidental en los años 70 – sitúa su estrategia, exclusivamente en la lucha ideológica a través de la propaganda. Según ella se trataría de conseguir la penetración progresiva en la clase obrera de las ideas del socialismo, argumentadas con planteamientos ético-políticos, para alcanzar mayorías parlamentarias que introdujeran sin enfrentamiento ni violencia las reformas legislativas correspondientes.

La realidad muestra de forma inapelable, no sólo la derrota esas posiciones como estrategia para lograr cambio social alguno – el papel de la socialdemocracia transformada en alter ego de   la derecha europea no se analiza aquí – , sino su propia liquidación como organizaciones.

Pero interesa, además de constatar su fracaso, desentrañar el sustrato ideológico y político sobre el que se construyeron, no solamente para aprender de los errores, sino porque – a pesar de que sus organizaciones han quedado reducidas a los despojos de lo que fueron – su discurso ha contribuido decisivamente ha fortalecer los aparatos ideológicos del capitalismo, reafirmando que nada hay fuera del sistema.

Recientemente se ha reeditado el libro «Las antinomias de Gramsci» 5 , publicado en 1978, acreditando con ello su vigencia, en el que su autor, Perry Anderson, se enfrenta a la gran mayoría de los estudios anteriores de la obra del marxista italiano destinados ha proporcionar alguna cobertura teórica decorosa a la deriva reformista de los «eurocomunistas». Lo hace diseccionando aquellas partes de los Cuadernos de la cárcel  cuya ambigüedad   o contradicciones, en buena parte justificadas por las terribles condiciones materiales y de doble censura en que fueron escritos, sirvieron de soporte a la que en su momento se calificó de «vía democrática al socialismo».

Perry Anderson somete a un lúcido y riguroso análisis la utilización por parte de Antonio Gramsci del concepto de hegemonía, su contraposición de Oriente con Occidente en cuanto al desarrollo del estado y de la sociedad civil, y, sobre todo, sus consecuencias para la definición de la estrategia de los oprimidos para conquistar el poder político.

En síntesis, el autor ingles demuestra cómo Gramsci parte de dos tesis sin suficientemente fundamento metodológico que le conducen a desenfocar la relación consenso/coerción en el capitalismo avanzado, minusvalorando el papel de la violencia del estado y de la coacción económica del capital sobre los trabajadores, y sobredimensionando el papel de la lucha cultural.

Las dos tesis son las siguientes:

1- el concepto de hegemonía – usado en la revolución rusa para definir la relación entre el proletariado y el campesinado – es utilizado para expresar la relación entre la burguesía y el proletariado. Se aplica a clases antagónicas, en lucha frontal y permanente, el término de hegemonía concebido para definir relaciones de liderazgo, ascendiente cultural y autoridad moral entre aliados.

2- para diferenciar la estrategia de la revolución rusa con la que correspondería a la lucha por el socialismo en el capitalismo avanzado, confronta Oriente y Occidente. Contrapone el Oriente más atrasado, en el que «el Estado lo es todo» y la sociedad civil está poco desarrollada, con la formación social capitalista del Occidente desarrollado con «una relación apropiada» (en cuanto al grado de desarrollo de uno y otra) entre Estado y sociedad civil; en otros casos habla de primacía de la segunda sobre el primero.

La primacía del Estado sobre la sociedad civil, propia del Oriente atrasado, conlleva la prevalencia de la coerción, las relaciones de dominación y en definitiva de la violencia para garantizar el control de las masas.

Por contra, el mayor desarrollo de la sociedad civil en el Occidente capitalista avanzado, determinaría que le fueran propias relaciones de hegemonía y consenso, y que el ámbito de la lucha cultural fuera preponderante para la conquista del poder político.

En la obra citada se pone de manifiesto lo inadecuado de comparar formaciones sociales diferentes: en el primer caso la autocracia feudal zarista y en el segundo la democracia burguesa 6 . Pero el error fundamental es no tener en cuenta que en Occidente el poder del Estado no es inferior, sino superior y que la fortaleza del Estado capitalista emana, no sólo de que descansa sobre el consentimiento de las masas en la creencia de que ellas lo gobiernan, sino también en un aparato represivo superior en él que se refleja toda su superioridad científica y tecnológica.

Si el poder capitalista en Occidente se asentara principalmente en la hegemonía cultural, conquistando esa hegemonía el proletariado tendría en sus manos la dirección de la sociedad, sin necesidad de apropiarse y, menos aún, de destruir el Estado, para caminar sin dolor ni violencia hacia la construcción del socialismo. Por supuesto que Gramsci no llegó a esa conclusión en ningún momento, pero sí sus seguidores quienes destacan que «su tesis más original y poderosa fue precisamente la idea de que la clase obrera puede ser hegemónica culturalmente antes de convertirse en la clase políticamente dirigente en una formación social capitalista» 7

La fuerza organizada de la clase obrera, tanto política como sindicalmente, pudo hacer creíble este espejismo hace 30 años. En la actualidad el bunker ideológico que constituyen los medios de comunicación, la desaparición de los movimientos alternativos que cuestionaban el papel de domesticación y de control social de la escuela, la penetración del consumo alienante en las formas de ocio, etc, ponen de manifiesto como nunca antes, la expropiación de la clase obrera de cualquier herramienta de poder cultural alternativo. Sólo la lucha obrera y popular puede abrir espacios de contrapoder que jamás podrán ser hegemónicos antes de la conquista del poder político.

Este asunto, el de la imposible conquista de la hegemonía cultural, mientras permanezca en manos de la burguesía el aparato ideológico del Estado, se vincula también con la ilusión de que mediante la construcción parcial de espacios de libertad o de contrapoder, pueda eludirse la necesidad de la construcción de una fuerza política unitaria capaz de tomar del poder político y la destrucción del Estado. Uno de los errores que más dramáticamente ha pagado el movimiento revolucionario en su historia es «la incomprensión radical de la unidad integral del Estado capitalista y el carácter necesariamente de todo o nada de cualquier insurrección contra él» 8

Vale la pena reseñar la trascendencia para la lucha ideológica actual de estos planteamientos, convenientemente tergiversados. Tergiversados, porque como señala con todo rigor y respeto Tony Anderson, Gramsci jamás dudó de que la revolución socialista conllevaba la destrucción del estado burgués y, su afianzamiento, la dictadura del proletariado. Pero sobre todo, y esto es definitivo, pagó con su vida la lealtad a su clase y a sus ideas comunistas.

Es evidente que las tesis de Tony Negri y de otros autores de gran predicamento en el movimiento antiglobalización acerca de la desaparición del Estado, de la inutilidad de la conquista del poder político, de la sustitución de clases sociales y de lucha de clases por la «sociedad civil», la invalidez del término imperialismo y sus inherentes relaciones de dominación, de la construcción aislada de espacios de contrapoder, etc., remiten a toda esta constelación de conceptos. Estas tesis, como hemos visto, han sobrevivido al hundimiento del «eurocomunismo» y siguen pagando jugosos réditos para debilitar ideológicamente la reconstrucción del sujeto político revolucionario.

Para una fuerza política que se plantee seriamente la transformación social y utilice la lucha de masas como instrumento, tanto para hacer evidente los límites de la democracia burguesa, como para construirse a sí misma como sujeto político, para lo cual la representación parlamentaria puede ser una notable herramienta política, es imprescindible tener presente en todo momento el papel de la violencia del Estado como último reducto del poder. «En situaciones de «normalidad» el ejército puede permanecer oculto en sus cuarteles y la policía en sus comisarías, pero el desarrollo de cualquier crisis revolucionaria desplaza la dominación del Estado capitalista de la ideología a la violencia» y que cuando el sistema se siente amenazado por la lucha de masas «la coerción se convierte en determinante y dominante en la crisis suprema, y el ejército ocupa inevitablemente la vanguardia en cualquier tipo de lucha contra el proyecto de inauguración real».

El papel de la construcción de la democracia obrera en la lucha revolucionaria.

La utilización de los mecanismos de la representación electoral por parte de una fuerza política revolucionaria, nunca debe olvidar que la democracia parlamentaria y la ilusión de la soberanía popular que conlleva, junto a la experiencia de las libertades formales, es la clave de bóveda que organiza y legitima todos los mecanismos ideológicos de la dominación de clase de la burguesía.

Por todo ello, unido al enorme lastre que ha supuesto la experiencia estalinista y por la necesidad de forjar en el seno de la lucha obrera y popular la experiencia concreta de la autoorganización y del «ser humano nuevo», es preciso afirmar que » la Revolución socialista sólo triunfará en Occidente mediante un máximo de expansión – no de constricción de la democracia proletaria: porque tan sólo su experiencia en partidos o consejos, puede permitir a la clase obrera aprender los verdaderos límites de la democracia burguesa y equiparla históricamente para superarlos. Porque establecer una estrategia marxista en el capitalismo avanzado sobre una guerra de posición y una ética de mando para alcanzar la emancipación final del trabajo es garantizar su propia derrota. Cuando llega la hora de ajustar las cuentas en la lucha de clases, la libertad proletaria y la insurrección van juntas. Es su combinación, y ninguna otra, la que puede constituir una verdadera guerra social de movimiento capaz de derrotar al capital en sus más fuertes bastiones» 9

El papel de la democracia obrera no es solamente un instrumento decisivo para enfrentar a las burocracias sindicales y construir el poder obrero alternativo. Es también esencial para destruir ideológicamente el núcleo esencial de legitimación de la democracia burguesa de la única forma posible: construyendo la experiencia de democracia obrera y de poder popular que demuestre la falacia de la «soberanía popular» en el Estado capitalista y de que el socialismo representa más libertad, y no menos, para la gran mayoría de la población.

Finalmente, hay que añadir, que aunque parezca lejano, es preciso saber que cuando la situación revolucionaria esté en el orden del día, se producirá el desplazamiento de todos los aparatos ideológicos de la representación parlamentaria, para ser sustituidos por el aparato armado de la represión, como última barrera frente a la revolución obrera. En palabras de Lenin: «a menos que una revolución adquiera un carácter de masas e influya en las tropas, no puede hablarse de una lucha seria. (…) De hecho la vacilación de las tropas, que es inevitable en cualquier movimiento verdaderamente popular, conduce a una auténtica lucha por las tropas , siempre que se agudiza una crisis revolucionaria».

Las condiciones de la participación electoral

En el camino de la construcción del sujeto político revolucionario, la participación electoral en la democracia parlamentaria burguesa puede ser una herramienta de lucha política para una fuerza revolucionaria, en determinadas condiciones, siempre que :

  • exista una fuerza política capaz de representar a un movimiento obrero y popular mínimamente articulado.

  • se identifique teóricamente y la práctica política le confirme como un instrumento siempre subordinado y supeditado a la constitución del poder obrero y popular capaz de dirigir y de ejecutar las tareas revolucionarias.

  • se considere que el instrumento central es la lucha de masas y que solamente ella garantiza la construcción del poder popular alternativo.

  • se considere que el parlamentarismo es una pieza clave de legitimación y fetichismo del Estado y que todo su poder y el de sus medios de comunicación tienen como objetivo hacerle aparecer como una institución separada y escindida de las relaciones sociales de producción y de la lucha de clases.

  • se utilice para poner de manifiesto ante el pueblo la incapacidad de la democracia burguesa para resolver sus problemas y evidenciar los intereses de clase a los que sirve.

  • se adopten los mecanismos políticos y organizativos necesarios para impedir que el Estado como instrumento de dominación de las clases dominante ejerza, como la historia ha demostrado, su enorme capacidad de corrupción y de integración en el sistema de los representantes de la izquierda.

  • se tenga en cuenta que ante la lucha revolucionaria de masas, se produce un desplazamiento de los aparatos ideológicos del Estado, como herramientas de control social, hacia el aparato armado de represión y que solamente si se quebranta la unidad del aparato represivo es posible su éxito.

Nos cabe a las generaciones de revolucionarios y revolucionarias de hoy coincidir con quienes nos precedieron en que el capitalismo lleva en sus genes su propia destrucción, pero que ello sólo conduce a la barbarie si no existe una fuerza obrera y popular capaz de erigirse como alternativa. Hoy nos enfrentamos a la necesidad de reconstruir el movimiento obrero, ideológica, política y organizativamente, en una situación álgida de crisis del capitalismo, y de debilidad sin precedentes de las organizaciones de izquierda.

Casi hay que empezar desde cero, frente a la experiencia del fracaso de la gigantesca experiencia revolucionaria de la Revolución de Octubre y de su deriva estalinista, de la liquidación sindical y política de la experiencia «eurocomunista» y, en los últimos años en Europa Occidental, de la neutralización ideológica y el fracaso organizativo del movimiento antiglobalización.

La identificación de las claves ideológicas de la derrota es imprescindible – máxime en momentos de crisis como los actuales – para estar en condiciones de orientar adecuadamente el auge de la lucha obrera y popular, que sin duda va a producirse, y reconstruir el sujeto político revolucionario capaz de representarla.

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¿Qué es el Parlamentarismo?

El Parlamento y el engranaje electoral integrantes del aparato del Estado

» » » » » instrumentos privilegiados de cooptación de cúpulas

1Sanchez Soler, Mariano (2001), Ricos por la patria. Editorial Plaza& Janés Editores. S.A

2Louis Auguste Blanqui (1805-1881) tuvo una influencia muy importante en la Comuna de París. Sus planteamientos los resumía así F. Engels » un número relativamente pequeño de hombres resueltos y bien organizados podía, en circunstancias favorables, no sólo apoderarse del timón del estado, sino también, mediante un despliegue de intensa y despiadada energía, mantenerse en el poder el tiempo necesario para lograr que las masas participaran en la revolución..»

3Hay que recordar que no sólo el anarquismo ha planteado la utilización de acciones armadas parciales en la lucha revolucionaria. En 1920 y 1921, en la Tercera Internacional se defendió su utilidad, no para socavar el poder del Estado burgués, sino para hacer despertar de su letargo al movimiento obrero. Lenin y Trotsky descalificaron estas posiciones que ya habían llevado al desastre al KPD (Partido Comunista de Alemania).

4Lenin V. (1917) El estado y la Revolución. Editorial Ayuso. Página 21

5Anderson, P. (2006) Las antinomias de Antonio Gramsci. Estado y revolución en Occidente. de. Fontamara. Colección Argumentos.

6Ibid, pág. 99

7Op. cit. pág. 83

8Ibid. pág. 104

9Ibid, pág 128