María José Casado Ruiz de Lóizaga, Las damas del laboratorio. Mujeres científicas en la historia. Debate, Madrid, 2006, 293 páginas. Prólogo de Margarita Salas. Dava Sobel, Los planetas. Anagrama, Barcelona, 2006, traducción de Jaime Zulaika, 221 páginas. La mayoría de los estudiantes de Ciencias Físicas de la Universidad de Barcelona de inicios […]
María José Casado Ruiz de Lóizaga, Las damas del laboratorio. Mujeres científicas en la historia. Debate, Madrid, 2006, 293 páginas. Prólogo de Margarita Salas.
Dava Sobel, Los planetas. Anagrama, Barcelona, 2006, traducción de Jaime Zulaika, 221 páginas.
La mayoría de los estudiantes de Ciencias Físicas de la Universidad de Barcelona de inicios de los setenta, incluidas probablemente las mismas estudiantes, dudábamos frecuentemente, a pesar de la inestimable ayuda del joven profesor Wagensberg, de nuestro grado de comprensión del teorema de Noether -un resultado central en física teórica que afirma que a cada simetría continua le corresponde una ley de conservación física y viceversa-, pero no teníamos, en cambio, duda alguna de que el teorema debía su nombre a algún Herrn Noether que lo había descubierto en fecha desconocida. No cabía imaginarnos que su autor, el descubridor de un resultado básico de la big science, de uno de los temas punteros de las ciencias físicas, fuera mujer, fuese científica y que su nombre fuera Emmy Noether, una matemática alemana de origen judío que realizó sus investigaciones en las primeras décadas del siglo XX y que mediante su primera especialización en invariantes algebraicos consiguió demostrar algunos teoremas esenciales para la teoría de la relatividad que permitieron resolver entre otros el problema de la conservación de la energía.
Probablemente la situación sea muy distinta 30 años después y la mayor parte de estudiantes de ciencias físicas conoce que el teorema referenciado está en el haber de Frau Noether, no de Herrn Noether. Pero acaso aun queden restos de aquel naufragio cultural tan persistente, de aquellos prejuicios tan asentados. María José Casado Ruiz de Lóizaga, con Las damas del laboratorio. Mujeres científicas en la historia, a pesar de haber decidido no dedicar ningún capítulo específico a la eminente física alemana, pretende ayudar a superar de una vez por todas esta situación de olvido del papel que muchas mujeres, con dificultades casi inimaginables, y desde luego totalmente inadmisibles, han jugado en la historia de las ciencias. A título de simple ejemplificación: si no ando errado, a primera mujer doctora en ciencias fue Sonia Kovaleskaya, en 1874, con una tesis «Sobre la teoría de las ecuaciones en derivadas parciales», conocida actualmente como teorema Cauchy-Kovalevsky. Nadie antes de ella; finales del XIX.
Aunque no todas las científicas que en figuran en el volumen trabajaran o investigaran en laboratorios científicos, Las damas del laboratorio se centra en la vida y obra de diez importantes científicas: Hipatia, Émilie de Breteuil, María Andrea Casamayor y de la Coma, la única científica española incorporada, Mary Somerville, Ada Byron, Sonia Kovaleskaya, Marie Curie, Lise Meitner, Rosalind Franklin y Mary Douglas Leakey. Una sucinta presentación de sus principales aportaciones puede verse en las páginas 26-30 de la introducción.
La bioquímica Margarita Salas, una de nuestras actuales y más reconocidas científicas, señala en el entusiasta y generoso prólogo que ha escrito para la obra que «son muchas las mujeres, aún hoy desconocidas, que han desempeñado un papel relevante en la ciencia, y la referencia a estas mujeres, que tomaron parte en el desarrollo de numerosos especialidades científicas o médicas, data de hace unos cuatro mil años. Pero en la mayoría de los casos han sido mujeres invisibles, mujeres desconocidas» (p. 13). Las damas del laboratorio es un ensayo que, sin aportar nuevos descubrimientos en el ámbito de la historia de la ciencia, incluso manteniendo alguna conjeturas historiográficas de alta y discutible tensión, pretende dar a conocer a un público amplio las vidas y aportaciones básicas de estas aún, e injustamente, desconocidas mujeres de ciencia. Lo hace en general de forma correcta, documentada, abusando en alguna copia de «copiar y pegar», usando la bibliografía esencial y conocida de o sobre las autoras estudiadas, si bien en algún caso el detalle biográfico central o secundario (en los capítulos dedicados a Ada Byron y Sonia Kovaleskaya, por ejemplo) es en mi opinión excesivo y poco interesante y alguna referencia a las características físicas de la biografiada son prescindibles por inesenciales. Por lo demás, las referencias al contexto social y a las posiciones políticas algunas biografiadas podían haberse detallado algo más y con algo menos de prudencia cultural. Así, dicho sea desde luego en honor de John Desmond Bernal, es algo tópica este aproximación: «Rosalind [Franklin] admira a Bernal por su inteligencia y talento como investigador, aunque no comparta sus ideas de comunista militante. Por otra parte, Bernal no discriminaba a las mujeres, reconocía su trabajo y a su lado podían trabajar y promocionarse» (p. 225).
Pero no sólo hay historiadores o periodistas científicas que vindican su historia por motivos justificadísimos y con razones muy atendibles sino que hay además mujeres que juegan un papel básico en la creación y en la divulgación de la ciencia contemporánea. Éste segundo caso es el caso de Dava Sobel.
Sobel no es sólo la autora de Longitud o de La hija de Galileo, no sólo ha sido una reconocida periodista científica del New York Times, galardonada con el prestigioso Public Service Award del National Science Board, sino que en junio de 2006 alcanzó un privilegio por el que muchos hubiéramos peregrinado tenazmente a las tumbas de Bruno, Galileo o Servet: Sobel fue el único miembro no científico elegido para formar parte del Comité de Definición de los Planetas de la Unión Astronómica Internacional (UAI). El relato de su participación (págs. 185-187), y de lo allí discutido, es magnifico sin matices y es una excelente manera de empezar a degustar este precioso ensayo centrado además, un tema de rabiosa actualidad porque su actualidad es eterna: la nave Cassini ha enviado recientemente informaciones que han permitido a los científicos (y científicas) señalar que en una de las lunas del planeta de los anillos, en Titán concretamente, de relieve accidentado y temperaturas medias muy frías (-180oC), existen lagunas probablemente de metano líquido y allí debe haber lluvias torrenciales y tormentas. Christophe Sotin (Nantes, Francia) lo ha resumido así: «Por lo que sabemos, sólo hay un cuerpo del sistema planetario que muestre más dinamismo que Titán y su nombre es la Tierra».
Los planetas está estructurado en doce capítulos, dedicados cada uno de ellos, aparte de la introducción, a los planetas de nuestro sistema solar, incluyendo en este debatido término no sólo a la Tierra (Geografía) sino también la Luna (Lunerías), el Sol (Génesis) y, claro está, Plutón (OVNI), que sigue siendo un planeta del sistema a pesar de la reciente discusión y las vacilaciones sobre los atributos del término (y a pesar, y quizás esto es lo peor, de que el oportunista y agente de la CIA Walt Disney se apoderara de su nombre para nombrar Pluto, el perro de la historieta cómica que presentó en 1936, el año de nuestra incivil guerra).
La exquisitez e información científica, popular, poética, narrativa, con la que está escrito todo el volumen señala otra vía de superación de aquel viejo y reconocido divorcio entre las dos culturas: no se trata sólo de aceptar de una vez por todas una evidencia tan elemental como que intentar ser culto, e intentar saber a qué atenerse, pasa también por adquirir una información científica básica, sino que es posible divulgar, instruir en temas científicas, de forma enormemente atractiva, con pulsión artística, sin perder rigor. Los planetas no sólo es un relato que permite acercarse a un tema científico como éste, presente en la filosofía, en la cultura humana desde siempre, sino que es, además, una narración elegante (con excelente traducción), bien trabada, muy pensada, que ilustra, agrada y conmueve a los lectores y donde se usan magistralmente diversos recursos literarios, con algún ligero exceso para mi gusto como en el caso de los numerosos poemas seleccionados.
Además del glosario, algo sucinto, la autora ha tenido la gentileza de incluir un apartado de «Curiosidades». No se lo pierdan. Allá podrán leer, entre otras, la siguiente anécdota: «Durante la Segunda Guerra Mundial, una escuadrilla de pilotos de B-29 confundió el planeta [Venus] con un avión japonés y trató de derribarlo» (p. 200). ¡A Venus!. Afortunadamente, en aquel intento, no lo consiguieron.
Nota: Esta reseña fue publicada en la revista de El Viejo Topo, febrero, 2007.