“¿Por qué no te callas?” Rey Juan Carlos I, dirigiéndose a Hugo Chávez
“Occidente tomó su posición por el robo a otros pueblos”. Vladimir Putin
El ideario socialista que atravesó todo el siglo XX y dio como resultado algunos procesos revolucionarios triunfantes –los primeros de la historia: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Corea, Nicaragua– hoy día parece (o, en todo caso, lo quieren hacer parecer) como vetusto, inaplicable, condenado al museo. Pero no es así, pues las injusticias estructurales que lo hicieron brotar en el siglo XIX se mantienen inalterables. Si el socialismo es un grito de protesta ante las injusticias, por supuesto que sigue siendo válido, absolutamente vigente. Que las primeras experiencias socialistas presentaran problemas no lo descalifican. El capitalismo mata en el mundo 20,000 personas diarias por hambre: ¿no es para refutarlo? O más aún: ¿para cambiarlo completamente de una buena vez?
Marx y Engels, cuando reflexionaban sobre el sistema capitalista, pensaron en un proceso que no siguió exactamente como se tenía concebido en la segunda mitad del siglo XIX: el proletariado industrial urbano no terminó siendo la chispa que revolucionaría el mundo. En los países más desarrollados, un pequeño puñado del Norte, gracias justamente al crecimiento económico, sus trabajadores fueron teniendo un creciente nivel de vida; por tanto, la revolución socialista fue saliendo de agenda. En el Sur, más atrasado comparativamente, luego de esas primeras experiencias mencionadas –donde fueron procesos campesinos más que de organizaciones obreras urbanas–, la represión de estas últimas décadas y los planes neoliberales fueron sacando de agenda la idea de revolución socialista. Pero el socialismo sigue siendo la salida para tantas penurias de la humanidad. Si algunos comen demasiado bien en el Norte, es porque en el Sur el hambre es la constante. Qué nos espera si no llegamos a una sociedad de mayor justicia: ¿la catástrofe medioambiental, la devastadora guerra nuclear? “Socialismo o barbarie”, decía Rosa Luxemburgo. Parece que sí…; si no: el final de la especie está a la vuelta de la esquina.
El sistema capitalista ha mostrado hasta el hartazgo que no puede solucionar los problemas históricos de la humanidad, simplemente porque prefiere matar a la gente antes que perder ganancias. Si llega a decir –al menos, algunos de sus ideólogos– que sobran bocas para alimentar en el mundo, por lo que habría que eliminar gente, ese sistema no sirve. Por tanto, urge reemplazarlo.
Pero lo que parecía un triunfo casi seguro del campo popular y la izquierda en la década de los 70 del siglo pasado, se ha modificado profundamente. La caída de la Unión Soviética y la adopción por China de mecanismos de mercado, más la avanzada fabulosa de la derecha a nivel global, han dejado en espera (larga espera de momento) los ideales de transformación revolucionaria con miras a la construcción del comunismo. Después de la desintegración del campo socialista europeo se vivieron varios años de un unipolarismo absoluto, donde Estados Unidos fue quien puso el guión.
Con la más absoluta soberbia imperial, Washington –utilizando algunos aliados, siempre bajo su estricto mando: la OTAN y la Unión Europea– mostraron al mundo que era la única potencia, que nadie podía hacerle sombra. Las bochornosas, infames intervenciones en Irak, Libia, Afganistán, Siria, fueron demostraciones de poderío, de que el país americano hacía lo que deseaba sin rivales a la vista. “Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”, pudo decir sin la menor pizca de vergüenza un ensoberbecido alto funcionario norteamericano como John Bolton. Las otrora potencias europeas lo siguieron mansamente, envidiándole (por haber perdido el sitial de honor en la geopolítica) y temiéndole (Estados Unidos tiene más de 450 bases militares en Europa, mientras el Viejo Mundo no tiene ni una sola en suelo estadounidense).
Ese unipolarismo se dio en la década de los 90 del siglo pasado y a inicios del presente, caída la URSS y cuando China aún no había mostrado los dientes. Pero unos pocos años después el tablero geopolítico cambió.
Cuando decimos “unipolarismo” queremos significar la presencia omnímoda del capitalismo eurocéntrico, capitaneado en lo fundamental por Estados Unidos, con una preminencia de lo anglosajón, y centrado siempre en esa cuestionable noción de “Occidente”. Este polo de poder, tal como lo indican los epígrafes, construyó su prosperidad sobre la explotación del resto del mundo, apabullando a quien osara enfrentársele, acallándolo, asesinándolo. El racismo y el desprecio soberbio por lo que no era “civilizado” al modo occidental, descollaron por varios siglos. El supremacismo blanco llegó al extremo psicótico de la locura nazi y su pretensión de “raza superior”. Pero ahora las cosas parecen estar cambiando.
Rusia, hoy convertido en un país capitalista, y China, que se comporta como un engendro complejo, combinando capitalismo e ideario socialista (al menos en su declaración formal) han aparecido en la escena internacional como nuevos centros de poder. Estados Unidos, y en general Occidente, están comenzando su declive. ¿Por qué? Claramente lo dijo el ex presidente norteamericano Jimmy Carter en un debate con Donald Trump, citado por la revista Newsweek: “¿Sabes por qué la China se nos adelanta? Yo normalicé las relaciones diplomáticas con Beijing en 1979. Desde esa fecha, ¿sabe cuántas veces China ha entrado en guerra con alguien? Ni una sola vez, mientras que nosotros estamos constantemente en guerra. Estados Unidos es la nación más guerrera en la historia del mundo porque quiere imponer Estados que responden a nuestro gobierno y los valores estadounidenses en todo Occidente, controlar las empresas que disponen de recursos energéticos en otros países. China, por su parte, está invirtiendo sus recursos en proyectos como ferrocarriles, infraestructura, trenes bala intercontinentales y transoceánicos, tecnología 6G, inteligencia robótica, universidades, hospitales, puertos, edificios y trenes de alta velocidad en lugar de utilizarlos en gastos militares. (…) China no ha malgastado ni un centavo por la guerra, y es por eso que nos supera en casi todas las áreas.” Estados Unidos, como ha pasado con todos los imperios, llegan a su esplendor, y luego caen. Pareciera una ley que se cumple indefectiblemente. Ahora, sin dudas, se está cumpliendo.
Moscú y Pekín, en una unión entrañable, están intentando establecer un nuevo orden geopolítico, desmarcándose del dólar y de los organismos crediticios de Occidente, manejados en lo fundamental por Estados Unidos. La guerra de Ucrania es el punto de arranque de ese proyecto. Los tambores de guerra en Taiwán son su continuación.
Ambos países están teniendo una creciente presencia en el mundo (económica, política, cultural, militar), mostrando un rostro que para nada es el que evidenció Occidente en estos siglos de hegemonía global. Al respecto, y como ejemplo, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, dijo que “La cooperación china viene sin ataduras, y no lo digo por hacerles propaganda porque estoy seguro que no la necesitan, pero es la realidad”. Mientras el FMI y el Banco Mundial no perdonan inclementes ni un centavo de las deudas, China acaba de condonarles las suyas a 17 países africanos. El Occidente guerrerista y altanero está empezando a sufrir lo que en el resto del mundo es lo corriente desde hace siglos: pobreza. A partir de la guerra de Ucrania y la falta de gas ruso en la industria y en los hogares europeos, más la disparada inflación que está viviendo ese continente por la subida de los precios del petróleo, con un malestar social creciente a punto de estallar en cualquier momento, el presidente francés Emmanuel Macron pudo expresar, preocupado, que “estamos llegando al fin de la abundancia”. ¿Abundancia de quién?, porque fuera de un escaso 15% de población mundial que vive con comodidad en el Norte (Europa y Estados Unidos, más algunos pequeños bolsones en el resto del mundo), el otro 85% de la humanidad sufre penurias indecibles. ¿Todo para Occidente desarrollado y migajas para el resto del planeta? La forma en que se repartieron las vacunas contra la enfermedad Covid-19 lo muestra en forma palmaria: los “ricos” del Norte acapararon la casi totalidad de dosis, al menos de las elaboradas por las grandes corporaciones occidentales, mientras que para el famélico Sur quedaron las sobras. ¿Y la bendita caridad cristiana? Al Tercer Mundo llegaron las vacunas rusas, las chinas y las cubanas, de las que la prensa corporativa occidental prácticamente no habló una palabra. En el Sur la gente pasa, o muere, de hambre; en el Norte, padece obesidad.
El mundo, por supuesto, no es solo la civilización occidental. Si bien ese modelo tomó la delantera –a base de cañonazos, invasiones militares y saqueos, no olvidarlo– imponiéndose en todo el mundo aplastando ancestrales culturas a las que despreció, siendo hoy Estados Unidos el país líder en ese proceso, hay otros modelos también. El planeta no tiene un solo polo: el magnetismo se reparte entre polo Norte y polo Sur. ¡Imprescindible recordarlo!
“El obsoleto modelo unipolar está siendo reemplazado por un nuevo orden mundial basado en los principios fundamentales de justicia e igualdad, en el reconocimiento del derecho de cada Estado y nación a seguir su propio camino soberano de desarrollo”, manifestó el presidente Vladimir Putin. Hasta allí podríamos decir que este paso a la multilateralidad es una buena noticia para el campo popular del orbe. Pero ¿lo es? ¿En qué medida?
Como van las cosas, parece que el capitalismo está más que instalado. Las revoluciones socialistas no siguieron el camino que se esperaba. En vez de avanzar hacia la revolución mundial, involucionaron. En estos momentos, luego de las primeras experiencias revolucionarias, que no fracasaron como dice el interesado discurso de la derecha, pero que llaman a la revisión autocrítica, los ánimos transformadores se ven aplacados. El sistema ha sabido manejar bien –para su conveniencia, obviamente– la furia popular, los descontentos sociales (ahí está el pan y circo moderno: Hollywood y el sacrosanto fútbol), y no se ve cercana otra toma del Palacio de Invierno, ni una Larga Marcha, ni barbudos que bajarán de la sierra o guerrilleros sandinistas entrando victoriosos en la capital. Con el aplacamiento de la protesta social –merced a la represión, a los planes fondomonetaristas, al continuo bombardeo mediático visceralmente anticomunista– hoy día parece ser “lo más revolucionario” ganar una elección presidencial en el marco de la institucionalidad burguesa, o ¿ver que cae el imperio yanki? Para cierta izquierda sigue rigiendo aquella máxima de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. ¿Habrá que alegrarse si Washington deja de ser la Roma moderna del actual Imperium global?
Si Estados Unidos, la gran potencia capitalista, sangrientamente imperial y guerrerista, va declinando, eso no necesariamente es la mejor noticia para el campo popular del planeta. Su caída se ve ya indetenible: las posibilidades de una guerra civil –por los malestares sociales acumulados, por el racismo, por la exclusión creciente de sectores marginalizados– es cuestión de tiempo. La explosión del Capitolio un par de años atrás es su preámbulo. Su consumo imparable de estupefacientes (legales y no legales) muestra la enfermedad que lo carcome como sociedad. Sin dudas, va cayendo, como les ha pasado a todos los imperios en la historia; no pueden mantenerse en el pináculo en forma indefinida; su sobreconsumo termina pasando factura. Pero debe recordarse que en política los espacios que van quedando vacíos siempre, inexorablemente, son ocupados por otro. ¿Quién será el nuevo imperio? O, visto más en términos marxistas: ¿habrá capitalismo para siempre, con un imperio dominante? ¿Continuará un nuevo imperio capitalista ya no anglófono ahora, o llegará por fin el turno de los “condenados de la tierra”? ¿Es real esa formulación de “es más fácil que se termine el planeta que se termine el capitalismo”? ¿No es derrotista eso? Es más una afirmación de júbilo –de un discurso conservador de derecha, por supuesto– que una afirmación científica seria. Aunque, siendo realistas, la desesperación de la clase dominante de Estados Unidos puede empujar a una locura tal como preferir el holocausto nuclear a perder su hegemonía. Nadie se desprende del poder y los privilegios alegremente.
Ahora bien: ¿qué buscamos quienes seguimos creyendo que hay algo más allá del irracional consumo que nos lega el actual sistema? ¿Un mundo multipolar, con un área-dólar (digamos Occidente –con países pobres y ricos–) y otra área-yuan-rubro, quizá con participación creciente de lo que hoy conocemos como BRICS?, ¿o buscamos el autogobierno de la clase trabajadora y oprimidos varios superando la sociedad del libre mercado? El socialismo como nuevo horizonte superador del actual modo de producción sigue esperando. La multipolaridad abre expectativas, sin dudas, pero no soluciona por arte de magia la pobreza, la ignorancia, las guerras, los prejuicios atávicos. ¿Nos quedamos con la multipolaridad como gran logro (de momento, por lo que se ve, siempre en los marcos del capitalismo), o seguimos pensando en el socialismo, puerta de entrada a la sociedad sin clases?
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