Fue un momento imborrable. El viejo ya había dejado de cortar la tarta de manzana y ahora tomaba su té mientras conversaba, suelto y atento. Dijo que había visto Man on a Wire, la película que ganó el Oscar en la categoría Documentales contando cómo hizo Philippe Petit, en 1974, para cruzar en un cable […]
Fue un momento imborrable. El viejo ya había dejado de cortar la tarta de manzana y ahora tomaba su té mientras conversaba, suelto y atento. Dijo que había visto Man on a Wire, la película que ganó el Oscar en la categoría Documentales contando cómo hizo Philippe Petit, en 1974, para cruzar en un cable los 60 metros que separaban una torre gemela de Nueva York de la otra.
-Me interesó por la naturaleza humana -explicó Eric Hobsbawm, el viejo del té-. Un hombre intentaba hacer algo que parecía imposible. Y lo hizo. Es un buen motivo de reflexión en un momento de tensiones políticas y sociales.
Ese día de la charla, en marzo de 2009, con la crisis mundial a la vista, el historiador inglés se acercaba a los 93 años. Fue la nostalgia, y no la vejez ni el olvido, la que hizo que golpeara las uñas contra el brazo derecho de la silla durante un minuto antes de contestar cuál es la mejor novela.
-Ana Karenina, de León Tolstoi. Maravillosa. La novela más grande que leí en mi vida. Y no sé si podré leerla de nuevo.
El documental sobre un hombre que intenta hacer algo que parece imposible. Tensiones políticas y sociales. Una novela que empieza así: «Todas las felicidades se parecen, pero en cambio los infortunios tienen cada uno su fisonomía particular». Un combo sobre la vida.
Ana Karenina no es Edipo Rey, por ejemplo, porque en la novela de Tolstoi el final trágico no es inexorable como en la obra de Sófocles. Va construyéndose y sucede después de una sucesión de imágenes y pasiones, actos nobles y egoístas, gente que dice bien pero actúa mal, gente que dice mal pero actúa bien, ideas falsas y prejuicios. Una gigantesca enciclopedia del alma humana que aparece y cobra fuerza otra vez cuando algo suena inexplicable.
El martes 5 de abril de 2011 Humberto Ruiz, conocido por su familia y sus amigos como Sapito, se murió en la Villa 31, después de tres horas de convulsiones porque la ambulancia del Servicio de Atención Médica, el SAME, nunca llegó hasta él. La crónica de Horacio Cecchi publicada el jueves 7 cuenta que una médica no quiso moverse de la ambulancia. Y que el chofer hasta le gruñó a Patricia, la cuñada de Humberto, que en la villa llamaban ambulancias sin necesidad para usarlas como taxis cuando estaban por parir.
¿Qué pasó por el alma del chofer? ¿Que sintió la médica ante la inminencia de una muerte real? ¿Qué horrible mezcla de experiencias, sentimientos y prejuicios pasó por la cabeza de cada uno ante la fisonomía particular del infortunio de Sapito?
La Justicia, que allanó el SAME, no bucea en los corazones. Busca indicios que pudieron haber configurado un delito. Lo bien que hace. La cuestión es que los seres humanos suelen formular preguntas, muchas veces sin respuesta, o con una respuesta que terminan dando los grandes artistas, cada vez que otros seres humanos actúan como el chofer o la médica.
Quizás haya que agregar una pregunta más, la misma que empezó a repetirse después de las grandes masacres del siglo XX: ¿por qué una persona común, ni especialmente sádica ni especialmente mala, puede llegar a formar parte de un engranaje estatal montado con el objetivo de matar? Y todavía habrá otra pregunta: ¿por qué el Estado a veces mata incluso cuando no se lo propone? ¿O será que el «No matarás», para el Estado, no debe ser sólo un imperativo moral, sino un conjunto de instrucciones que garanticen la vida?
En democracia hay una clave que hilvana la moral del «No matarás» con las instrucciones propias de la administración: la política. La política sería la voluntad de preservar la vida humana expresada con dichos y hechos desde la cabeza del Estado.
La Justicia establecerá eventuales responsabilidades de Mauricio Macri y otros funcionarios comunales por la muerte de Sapito, si es que existen. Es el terreno del Derecho Penal. Pero dos empleados del gobierno porteño, la médica y el chofer, seguramente lo escucharon cuando, entre otros motivos, citó una presunta «inmigración descontrolada» como causa del conflicto del Parque Indoamericano. Es el campo de la política.
Mientras los Estados, en este caso el nacional y el porteño, no solucionen el hacinamiento de vivir y el hacinamiento de viajar y, además, demoren la ocupación estatal de las villas con políticas sociales públicas, entrar a un barrio precario siempre necesitará de una estrategia práctica. Las maestras y los maestros suelen ir a trabajar en grupo y, a no engañarse, a menudo tejen acuerdos previos que les aseguren inmunidad ante las acciones de alguna banda.
Una lectura entre ignorante e interesada, según los casos, sobreestimó la presencia de un vehículo militar de apoyo, que afortunadamente las leyes argentinas prohíben, para describir algo que nunca ocurrió: la ocupación militar del Complexo do Alemao, una constelación de favelas de Río de Janeiro. Se trató, en rigor, de la entrada del Estado con sus instituciones sociales y educativas y, a lo sumo, la utilización de una policía que recibió órdenes de quedarse y prevenir como reemplazo de la conducta habitual de entrar, matar y salir.
Es la misma política integral que funcionó en algunos municipios de Colombia y funciona aquí mismo, en muchos sitios de la Argentina.
Mientras tanto, diseñar estrategias provisionales no supone resignarse ante la miseria. Y redactar protocolos administrativos de salvamento que deban ser cumplidos sí o sí, tampoco.
La muerte de Sapito es aún más irritante porque no había excusas. Ni siquiera una coartada: junto a la ambulancia emperrada como una mula estaba, dice la crónica, la policía dispuesta a acompañarla.
Prieto no murió solamente por el prejuicio y el abandono de un chofer y una médica, sino porque el Estado no se sobrepuso al prejuicio individual y, al contrario, en su versión porteña viene convirtiendo el prejuicio en política.
En julio de 2009, al recibir un doctorado honoris causa de la universidad italiana de Udine, el juez de la Corte Raúl Zaffaroni razonó que «en este momento la fuente principal de inseguridad existencial y de angustia es la crisis del Estado de bienestar». Dijo que esa crisis estimuló «la construcción social de mundos paranoicos». Citó la paranoia respecto de minorías árabes o islámicas y, en general, explicó Zaffaroni, que esos mundos paranoicos «en los Estados Unidos dañan a los latinos y afroamericanos, en Europa a los inmigrantes, en Africa a las etnias minoritarias y en América latina a los sectores sociales excluidos del sistema».
Excluidos hasta de una ambulancia. Como Humberto.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-165936-2011-04-10.html