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Poder constituyente y contrarrevolución

Nacimiento y consolidación del Estado Neoliberal en Chile

Fuentes: Rebelión

1) Introducción. Algunas interrogantes ¿Cuál es el sentido y alcance del golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973? ¿Cómo explicar la ruptura y destrucción del orden constitucional vigente a la fecha? ¿Cuál fue la importancia histórica de la dictadura militar instaurada a partir de dicha ruptura? ¿Qué significó lo que se llamó posteriormente […]

1) Introducción. Algunas interrogantes

¿Cuál es el sentido y alcance del golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973? ¿Cómo explicar la ruptura y destrucción del orden constitucional vigente a la fecha? ¿Cuál fue la importancia histórica de la dictadura militar instaurada a partir de dicha ruptura? ¿Qué significó lo que se llamó posteriormente como «transición a la democracia»? ¿De dónde proviene nuestra supuesta y actual «estabilidad» como país?

Para responder a estas interrogantes debemos situar la asonada golpista de 1973 en el contexto histórico tanto interno como externo. Entendiendo que no es un mero hecho aislado, sino que fruto y expresión de un proceso histórico, que no se explica solamente por el temor de un sector de la sociedad a perder sus privilegios, ni tampoco por la fría y calculadora mentalidad militar. El golpe de Estado ha sido uno de los mecanismos más usados y a la vez más complejos en la historia de Nuestra América por las clases dominantes, por ello una breve referencia al golpismo latinoamericano me parece ineludible, como así también la necesaria conceptualización de lo que fue la dictadura militar.

2) Contexto histórico y el porqué hablar de una Contrarrevolución

En América Latina los golpes de Estado no son casuales ni meros accidentes históricos. No son simplemente producto de la «pura voluntad» de quiénes los cometen. Explicarlos a raíz de una mera coyuntura crítica resulta pues un error. Por el contrario, en general, dicen relación con momentos álgidos de procesos históricos de larga data. En el caso de la seguidilla de golpes que se inician en 1964 con el derrocamiento del presidente Joao Goulart en Brasil y que se extienden hasta fines de los años 70, estos fueron una clara respuesta para evitar el peligro de un reformismo social avanzado por un lado, y de una opción revolucionaria por otro. En las dos décadas en cuestión los sectores populares pasaron a la ofensiva, las posibilidades de una democracia avanzada y/o del socialismo eran vistas como reales. Luego del triunfo de la Revolución Cubana la actualidad de la revolución [1] estaba a la orden del día. Es en este contexto en que se sitúa el golpe de Estado de 1973 en Chile.

Sostener que el golpe de 1973 fue el inicio de una revolución (dado que habría sido un cambio profundo y radical) me parece errado. Si lo situamos en un contexto histórico de largo aliento, la dictadura se dedicó a desarticular el viejo Estado Nacional Desarrollista y Nacional Populista, en el cual se había logrado importantes conquistas sociales. Pero las estructuras no bastaban, lo más amenazante no eran las burocracias estatales sino un poderoso movimiento popular que ponía en riesgo el entramado institucional (del cual ya estaba operando desde fuera), como también los pilares sobre los cuales estaba constituida la sociedad chilena. Esto desembocó en un vuelta hacía el pasado, al viejo proyecto librecambista de integración hacia fuera que colapsó hacia fines de la década de 1930 y a un movimiento popular que tuvo que readaptarse a las nuevas circunstancias de represión y a la nula posibilidad de incidir en las políticas del Estado. Salazar al respecto plantea:

«En rigor la ‘revolución’ de 1973 no fue ni una revolución industrial ni revolución burguesa ni revolución nacionalista, sino menos que eso – y más burdamente-, sólo una ‘contra-revolución militar’ que en el corto plazo, fue anti-proletaria, y en el mediano, pro-capitalismo internacional.» [2]

Así vistas las cosas, la dictadura militar fue más restauradora que revolucionaria, más de reacción que de creación. Por ello es que prefiero llamar al periodo que se abre en 1973 como Contrarrevolución.

En 1973 se vivió lo que Antonio Gramsci llama una crisis orgánica de la sociedad capitalista chilena. La construcción de lo nuevo se enfrentó con lo viejo que aún no quería morir. Dicha crisis no fue sólo a nivel de relaciones entre clases sociales, sino que también en lo que respecta al patrón de acumulación capitalista. Ya en los años 50 un economista de Chicago, Tom Davis, planteó que para el capitalismo vigente entonces en Chile le era imposible acrecentar la acumulación y/o la real formación de capital. La situación de los salarios, las tasas tributarias y la previsión social eran según él, poderosas trabas en la formación de capital. Y no se quedaba simplemente en eso, también decía que por la vía pacífica lo anterior se tornaba imposible. [3] Era necesario un nuevo patrón de acumulación, y para ello el Estado de 1925 (desarrollista primero y populista después) y en particular la democracia, se volvían en obstáculos más que instrumentos. Así las «armas de la nación» y el poder de fuego se tornaba indispensable, la violenta restauración librecambista no se podía hacer esperar.

3) Acerca del poder constituyente y la violencia

La categoría de poder constituyente bajo la denominación de «decisión del pueblo», suele ser para una parte importante del constitucionalismo liberal (el llamado dualismo democrático) una especie de filtro con el que se legitima o no una determinada Constitución. Así, mientras el sujeto del poder constituyente sea el pueblo, cuya voluntad se expresa en lo que se conoce como «momentos de política constitucional» el sistema tendría legitimidad democrática, para luego dar paso a «momentos de política normal» donde la participación del pueblo se reduce básicamente a elegir sus representantes. [4] Para otras visiones, más autoritarias y conservadoras el poder constituyente sería en palabras de Schmitt:

«la voluntad política cuya fuerza o autoridad es capaz de adoptar la concreta decisión de conjunto sobre modo y forma de la propia existencia política, determinando así la existencia de la unidad política como un todo» [5]

La primera noción del dualismo democrático es a mi parecer demasiado localista e ingenua, pues se basa en la experiencia constitucional norteamericana, cuyo esquema es difícilmente aplicable al caso chileno, ya que en nuestro país si existió un «momento constitucional» este no fue a raíz de la movilización del pueblo, sino por el poder de fuego de un grupo de militares. Así, el momento constituyente chileno dista mucho de aquella visión idílica. Podrá decirse que las reformas constitucionales aprobadas en 1989 dan pie para que el pueblo recupere parcialmente el ejercicio del poder constituyente [6] . ¿Pero acaso ellas cambiaron la lógica dura de la Constitución de 1980 o bien la vistieron con un ropaje democrático necesario para legitimarla? Lo segundo parece más plausible que lo primero, en el sentido de que el orden institucional planeado por la dictadura se mantuvo intacto, eso sí con pequeños maquillajes democráticos. Afirmar lo contrario tiene la peligrosa aseveración implícita de que el pueblo constituyó al menos parcialmente el Estado neoliberal vigente.

Así, tratar de extrapolar el esquema dualista al proceso en cuestión seria torcer los hechos, intentando hacerlos caber en un modelo creado a priori y para otro contexto histórico.

La definición de Schmitt, tal vez menos ingenua que la anterior, se queda corta para intentar explicar un proceso histórico tan complejo como el que es objeto de este estudio.

El poder no es pura voluntad acompañada de fuerza (monopolio de la violencia), ni tampoco es simplemente la negación de la violencia [7] . Una y otra visión desconoce lo medular de este; las relaciones sociales, pero no cualquier tipo de relación social, sino que una que va acompañada de fuerza. El poder sería por tanto una relación social de fuerza. Por tanto el poder constituyente no sería más que aquella relación social de fuerza victoriosa que constituye un orden en el cual ella misma se perpetúa y reproduce. Es pues, una relación fundante que se proyecta en el tiempo, ahora como poder constituido [8] .

¿Cómo llevar esa definición al caso de la construcción del Estado neoliberal?

Como bien se dijo, la contrarrevolución tuvo por objeto desarticular el movimiento popular chileno de ya varias décadas de maduración. En este sentido, la asonada golpista fue resultado de la confrontación entre aquel y las clases dominantes que vieron amenazadas sus intereses y privilegios. Es sabido que los segundos controlaban el poder de fuego, resultando victoriosos y siendo capaces de constituir un nuevo orden. En cambio el vencido en palabras de Kohan:

«no tiene más remedio que formar parte de esa nueva relación que el vencedor lo obliga a constituir» [9]

La violencia por tanto pasa a ser a tener un rol central en la constitución el Estado neoliberal. El fuego amenazante, aquel que impone la muerte, tortura y el exilio a los perdedores, el miedo que ronda por la calles tras fusiles y cascos militares. Esa violencia constitutiva es necesaria para reconstruir el capitalismo. Gracias a ella fue posible cambiar el patrón de acumulación, regresando al viejo proyecto librecambista, que pasó a conocerse como neoliberalismo. Lo que Marx llamó la «acumulación originaria del capital» [10] vuelve sin dudarlo una vez tras otra, ante las necesidades y amenazas, el despojo sangriento parece condenado a reaparecer.

Dicho despojo no es meramente «simbólico», sino que profundamente real. Todo el proceso de liberalización y privatización de la economía consistió en él. El renaciente capital mercantil-financiero creció en base a la especulación y a la riqueza creada por otros. Así ocurrió con los fondos previsionales de los trabajadores, los cuales se transformaron en capitales frescos para la inversión. Como también el apoderamiento de las empresas del Estado en manos de la «nueva burguesía chilena» [11] , las cuales muchas veces rentables, sucumbieron ante los dogmas neoliberales de la «eficiencia» del sector privado. ¿Acaso alguien pone en duda todo esto? ¿Era esto posible por la vía democrática? Claramente que no, el despojo no podía ser sino por la fuerza, la masacre y la represión; debiendo para sobrevivir verse cada vez más como «natural» y «normal», purgándose así de su «falla de origen». Es ahí donde encontramos la importancia histórica del golpe de Estado y la dictadura, en la violencia constitutiva que no sólo se limita a destruir un orden anterior sino que a constituir uno nuevo que institucionalizándose permite la reproducción de la relación de poder que lo funda y da sentido.

Sin esta violencia constitutiva no es posible explicar la génesis y consolidación del Estado neoliberal. Ella no es sólo un pecado de origen, sino también de existencia. El Estado es pues esa violencia organizada e institucionalizada. Al respecto Kohan señala:

«El nuevo orden presupone haber desordenado las relaciones anteriores. El orden se estructura desde la violencia» [12]

Existe una postura según la cual un «hecho institucional» y el poder, son ajenos a la violencia, que mientras los primeros avanzan, la segunda retrocede. Aceptando sólo excepcionalmente un «poder represivo» ¿Pero qué es precisamente lo institucional? ¿Qué significaría en esos términos el poder? ¿No será que se confunde con el consenso? ¿Desaparece realmente la violencia?

La violencia se mantiene para aplacar disidencias, tiende a racionalizarse, aparece ahí donde es necesaria, aplicándose conforme al derecho a través de instituciones especialmente constituidas para ello. No es que sólo pueda actuar «algunas veces», sino cuando el poder se ve amenazado. Sin violencia el poder no sobrevive. Ella es la mejor arma secreta del orden constituido. Mientras la violencia constitutiva es fundante, la violencia constituida es protectora y reproductora de lo ya establecido. Una no puede entenderse sin la otra.

4) Soberanía, institucionalidad y la generación del consenso

Existe una discusión acerca de cómo conceptualizar la dictadura militar. En términos schmitteanos se argumenta que fue una dictadura soberana desde el comienzo, pues se habría arrogado el poder constituyente, al decir que se respetaría la Constitución de 1925 en la medida de lo posible. Otra postura plantea que la tensión entre ser una simple tiranía sin limitaciones, una dictadura comisaria (aquella que suspende el derecho para salvaguardar el orden institucional) y una soberana se dilucidó una vez Pinochet aceptó su derrota en el plebiscito. Tal vez, en un comienzo ella parecía difusa en cuanto hacia donde marchaba. Pero es innegable que desde el primer momento destruyó la institucionalidad vigente hasta de manera simbólica ¿Acaso alguien olvida el bombardeo del palacio presidencial? ¿Y el cierre del parlamento? Al intentar legitimar la intervención militar, se estaba saliendo claramente del orden constitucional. Tal vez podrían ser las mismas leyes pero no la misma Constitución [13] . Unos argumentaran que eso fue «pura violencia». En realidad eso poco o nada importa para determinar la importancia histórica de la dictadura militar pues la tendencia que poseyó fue abiertamente soberana.

Como dijimos anteriormente el poder no es mera voluntad sino una relación social acompañada de fuerza. Había ya vencedores y vencidos. Para los primeros restablecer el orden anteriormente violentado era poner en riesgo su calidad de vencedores. Y eso no se estaba dispuesto a poner en juego. De ahí la necesidad de comenzar a constituir un orden nuevo, que asegurara la victoria obtenida. Para ello se miró al pasado y hacia la potencia del Norte, y los estudiantes «bonachones» que regresaban desde allí. No podía ser sino el librecambismo el proyecto histórico de la dictadura. Y su Estado uno funcional para dicho proyecto.

El nuevo Estado no podía caer el mismo error del anterior, que fue construido como liberal para terminar cediendo ante las continuas prótesis desarrollistas y populistas ya sea por la actitud peticionista de los actores sociales, como también las decisiones políticas parlamentarias. Dicha desnaturalización terminó convirtiendo a ese viejo Estado en una mera cáscara liberal para un proyecto integrador hacia adentro de corte nacionalista [14] . Por ello el Estado neoliberal tuvo que recurrir a diversos tipos de candado institucionales, que impiden una reforma sustancial de aquel (así por ejemplo los quórums de reforma constitucional de 3/5 y 2/3 [15] y el sistema binominal que hacen matemáticamente imposible que se constituya una mayoría que logre reformar la constitución). La gran política termina siendo vedada, y la acción dentro del sistema no es más que pura «política normal» [16] . Esos cerrojos se complementan con aquellos destinados a reprimir a quién opta por enfrentarse al sistema desde afuera, al margen de este. Una explosión civil no institucional, no tiene otro destino que ser reprimido por las Fuerzas Armadas y de Orden Público. El uso de la violencia esta vedado para los primeros, para los segundos es «legítimo» y necesario. Demostrando que todavía la relación social de fuerza continúa siendo la misma y que el poder sigue intacto. Pero aplacar las disidencias internas y externas no bastaba. Había que asegurar el predominio ahí donde es más difícil, en el ámbito de la subjetividad, en la formación de ciudadanos que sigan patrones de conducta funcionales al Estado Neoliberal. Siguiendo a Salazar:

«La Constitución de 1980 por lo dicho, debería entenderse como un dispositivo mecánico para formar y gobernar ciudadanos mecánicos» [17]

Sin embargo, la dictadura no pudo disciplinar a los ciudadanos de carne y hueso, fracasando en el objetivo de convertirlos en meras máquinas funcionales al sistema. ¿Cómo fue posible que la represión desatada y el miedo internalizado no hayan podido lograr esto?

Como dijimos la dictadura militar fue expresión de una batalla librada en que el movimiento popular fue derrotado. Dicha derrota por el contrario de lo que se podría pensar no fue definitiva ni total, sino parcial. El movimiento popular a pesar de los embates recibidos se mantuvo vivo. No aceptó su condición y continúo batallando. Su resistencia lejos de ser algo meramente romántico, permitió acumular una experiencia radicalmente diferente a la vivida en todo el periodo del Estado de 1925 (entre 1932 y 1973). Al respecto Salazar dice que:

«En realidad, la dictadura liberal se preocupó de destruir las formas más visibles del protagonismo histórico del movimiento popular: los partidos de izquierda, las organizaciones armadas, las cúpulas gremiales y los parámetros estructurales de las identidades sociales más activas, pero no destruyó las condiciones concretas sobre las que afloraba y crecía la clase popular en su conjunto y su actitud historicista tipo VPP (violencia política popular)» [18]

¿Cómo explicar si no es por lo anterior las 22 jornadas de protesta nacional contra la dictadura (1983-1987)?

Los ajustes estructurales, la represión, el boom económico de 1984 y su promesa de consumo, nada podía contra la tendencia hacia la organización del mundo popular. Una organización que se desencadenó en rebelión y violencia explosiva contra el régimen. Todo se transformó en acto de subversión, el proyecto histórico impuesto no era el socialismo del movimiento popular, por que no sería tolerado. De ahí la lucha callejera, los atentados de grupos armados, las barricadas en poblaciones, etc. Siendo ese movimiento la verdadera oposición al régimen (hasta 1987) y alcanzando un punto de intolerancia por el cual la dictadura fue forzada a abrir paso a la democracia liberal [19] . La retirada de los militares si se quería mantener vivo el Estado neoliberal resultaba inevitable, el movimiento popular estaba dispuesto a todo.

La llamada «transición a la democracia» fue una respuesta a esa necesidad de retiro de los militares. El Estado Neoliberal necesitaba un actor que se viera así mismo, y ante el movimiento popular como «legítimo». El pecado original debía ser purgado, por lo menos en la subjetividad de la sociedad chilena. Ante eso recobra protagonismo la vieja clase política civil, la misma que deformó el Estado de 1925 y que ahora se aprestaba a ocupar otra vez lo que había perdido, eso sí con la radical diferencia de que en esta ocasión no poseía proyecto histórico y tuvo que aceptar el de la dictadura. Con la anuencia de los sectores medios, la clase política civil comenzó todo un proceso de legitimación de la «transición». Para ellos el movimiento popular era pura incertidumbre, mientras que redescubrir su faceta legalista, aceptando y acatando la Constitución de 1980, les aseguraba un futuro seguro el cual anhelaban, ello los seducía considerablemente más que lo primero.

Hacia fines de 1987 el movimiento popular ampliamente se encontraba desgastado y con una nula capacidad de negociación, por lo cual terminó siendo instrumentalizado por la clase política civil en dos coyunturas electorales, el plebiscito de 1988 y la elección de Patricio Aylwin como presidente. De él sólo su potencial movilizador fue usado para afinar los detalles que quedaban del Estado neoliberal. La paradoja fue grande, el triunfo constitucional de Pinochet (o como creen algunos de Jaime Guzmán [20] ) se cimentó sobre la derrota en las urnas de los vencedores. Al decir de Salazar:

«La CPC (clase política civil) le ganó la campaña presidencia a Pinochet, pero Pinochet ganó lejos la batalla constitucional. El triunfo de la CPC en el ‘combate’ de 1989 era en el fondo el triunfo de la CPM (clase política militar) en la ‘guerra’ de 1973. Y la derrota histórica por tanto del movimiento popular» [21]

Es en este momento donde la clase política civil se transforma en el administrador e instrumento de un sistema el cual gustosamente aceptó heredar. Por medio de dicha operación, montada por sobre un movimiento popular derrotado es que se genera el consenso funcional al neoliberalismo. Se impuso la política «realista» y en «la medida de lo posible», las promesas de cambio en el seno de la institucionalidad pinochetista. Lo que nunca pudo lograr la dictadura militar, si lo hizo la Concertación (clase política civil) el poder operar en la subjetividad de aquellos que formaron parte de un movimiento de ciudadanos de carne y hueso que estuvo dispuesto a dar la vida no sólo por la salida del dictador, sino que también por la construcción de un orden radicalmente distinto al que finalmente triunfó. Esta fue tal vez la derrota más dura y paradojalmente la menos sangrienta que ha vivido el movimiento popular chileno. Este perdió vigor y su proyecto que aún estaba por hacerse se vio truncado. Sólo así puede entenderse la actual «estabilidad» y «legitimidad» del Estado Neoliberal, una estabilidad de derrotados que pasivamente acatan el orden impuesto.

Sin embargo el mundo popular parece haber sufrido transmutaciones que hoy lo lleva a distanciarse de la clase política civil, la misma que los instrumentalizó es ahora cuestionada, el descontento con el orden establecido y las protestas han vuelto (no con el grado de intensidad y masividad de los años 80). Con ello quizás la historicidad (esa capacidad de construir la historia) este de regreso. Tal vez el viejo topo subterráneo salga de nuevo de su madriguera y nos enseñe que no todo se encuentra perdido.



[1] Se utiliza la denominación de Roque Dalton para referirse al asalto del cuartel Moncada en 1953. Ver en DALTON, Roque. Antología. Madrid, Visor, 2000, p. 301.

[2] SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Historia Contemporánea de Chile. Volumen I. Estado, legitimidad y ciudadanía. Santiago, LOM Ediciones, 1999, p. 100.

[3] SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Op. Cit., p.63.

[4] ACKERMAN, Bruce y ROSENKRATZ, Carlos. Tres Concepciones de la Democracia Constitucional . En Fundamentos y Alcances del Control Judicial de Constitucionalidad». Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp.16-19.

[5] SCHMITT, Carl. Teoría de la Constitución . Madrid , Alianza Editorial, 1982. pp. 93 – 94.

[6] Véase en CRISTI, Renato y RUIZ-TAGLE, Pablo. La República en Chile. Teoría y práctica del Constitucionalismo Republicano. Santiago, LOM Ediciones, 2006, pp. 130-131.

[7] Véase en ATRIA, Fernando. «Sobre la soberanía y lo político» en Revista Derecho y Humanidades, Nº 12, Facultad de Derecho Universidad de Chile, 2006, p. 69.

[8] Si se desea profundizar acerca de esta noción del poder véase en KOHAN, Néstor. Gramsci y Marx. Hegemonía y Poder en la Teoría Marxista. Disponible en http://www.rebelion.org/docs/56508.pdf (Fecha de consulta: 26 de Julio)

[9] KOHAN, Néstor. Marx en su (Tercer) Mundo. Hacia un socialismo no colonizado. 2ª ed. La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2003, p. 209.

[10] Al respecto pueden resultar reveladoras las palabras de Marx referidas a la acumulación originaria en el proceso de gestación del capitalismo:

«El descubrimiento de las comarcas de oro y plata en América, el exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, la conquista y el saqueo de las indias orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles negras (esclavos negros), caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria» en MARX, Carlos. El Capital. México. Siglo XXI, Tomo I, Vol. III, 1986, p. 939.

[11] Se dice «nueva burguesía chilena» pues muchos de los que se quedaron con las empresas del Estado no eran dueños anteriormente de medios de producción, pasando a poseer capital en empresas importantes con el proceso de privatización llevado a cabo por el régimen militar. Proceso del cual fueron protagonistas.

[12] KOHAN, Néstor. Op. Cit., p. 219.

[13] Al respecto resulta notable la cita que Cristi realiza de Hobbes:

«Si el soberano de un Estado somete al pueblo, que había vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y luego lo gobierna por esas mismas leyes, esas leyes son las leyes son las leyes civiles del vencedor, y no las del Estado vencido. El legislador no es quién por cuya autoridad las leyes fueron promulgadas en primera instancia, sino quien por cuya autoridad esas leyes continúan siendo leyes.» en CRISTI, Renato y RUIZ-TAGLE, Pablo. Op. Cit., p. 191.

[14] Se entiende el nacionalismo no en base a un parámetro de extremo derecha como pudiese pensarse, sino como aquel proyecto que plantea la viabilidad del desarrollo nacional no sujeto a dependencias extranjeras. Aunque en la práctica dichas dependencias siguieron operando poderosamente.

[15] Los quórums requeridos son: 3/5 de los parlamentarios en ejercicio para las reformas constitucionales simples y 2/3 de los mismos para reformas constitucionales referidas a las bases de la institucionalidad.

[16] SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Op. Cit., p. 105.

[17] SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Op. Cit., p.104.

[18] SALAZAR, Gabriel. La violencia política popular en las «Grandes Alamedas». La violencia en Chile 1947-1987 (Una perspectiva histórico popular). 2ª ed. Santiago, LOM Ediciones, 2006, p. 281.

[19] SALAZAR, Gabriel. Op. Cit., p. 279.

[20] Véase en CRISTI, Renato y RUIZ-TAGLE, Pablo. Op. Cit., p.176.

[21] SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Op. Cit., p. 118.