Desde luego ya no está de moda el «análisis de clase» de los fenómenos sociales, pero sorprende que nunca se haya hecho uso de él, que yo recuerde, para analizar un fenómeno tan actual y relevante como el del nacionalismo moderno en España. Muchos pensarán que un análisis de este tipo ya no tiene lugar […]
Desde luego ya no está de moda el «análisis de clase» de los fenómenos sociales, pero sorprende que nunca se haya hecho uso de él, que yo recuerde, para analizar un fenómeno tan actual y relevante como el del nacionalismo moderno en España. Muchos pensarán que un análisis de este tipo ya no tiene lugar porque pertenece a un pasado intelectual que ha sido desechado por la historia, pero podría ser que este punto de vista ganara relevancia en un futuro no lejano. ¿Acaso piensa alguien en serio que la caída del Muro de Berlín, de la que tanto se usa y abusa en los últimos tiempos, ha supuesto ya el fin definitivo del pensamiento comunista y socialista de tipo transformador, es decir el que aspira a contribuir a la superación del capitalismo?
Nadie duda de que los partidos socialistas y comunistas, se entiendan o no como puras reminiscencias históricas, se han adaptado a una convivencia complaciente con el sistema capitalista actual. Nadie duda de que son ellos en muchos casos los primeros que han renunciado al análisis de clase, como tampoco se puede dudar de que el lector de cualquier periódico serio de nuestro país pueda sorprenderse con el uso de una supuesta «antigualla intelectual» como la que aquí se propone. Pero quizás no se trate de una herramienta tan anticuada como parece, al menos para entender algunas de las claves ocultas en el debate actual español sobre cuestiones, llamémoslas, nacionales.
Los antiguos internacionalistas históricos (socialistas, anarquistas, comunistas) tenían claro que los contenidos eran más importantes que las formas. Por eso, siguiendo a Marx o a Bakunin, consideraban que en el fondo daba poco más o menos lo mismo (aunque no desconocían otras diferencias menores) tener una monarquía como sistema de gobierno que una república. O que el Estado que, junto al capital, contribuía a oprimirlos llevara a cabo una política económica y social más o menos avanzada, siempre que estuvieran dentro de los límites, para ellos insuperables, que restringían su capacidad de maniobra dentro del sistema. Ellos hablaban de que la forma de gobierno no afectaba al contenido esencial de las relaciones económicas y sociales, porque, mientras éstas siguieran siendo capitalistas, no satisfarían nunca sus aspiraciones últimas de transformación social. Y cosas de este tipo, lo mismo pueden leerse en los escritos de Pablo Iglesias que en los de Federica Montseny o Andreu Nin.
Y cabe preguntarse: ¿Es que acaso ya no quedan internacionalistas en España? Parece que no. Los internacionalistas hablaban de que los trabajadores no tienen patria, o de que su patria eran sus intereses de clase, irremediablemente opuestos a los intereses de la patria «enemiga», que era la patria del capital. Hoy en día, los políticos que en último término son los herederos lejanos de esa tradición internacionalista han renunciado por completo a ese punto de vista, y al parecer reclaman la misma concepción nacionalista o comprensiva con el nacionalismo que siempre ha tenido la tradición política que se alimentaba del nutriente social proporcionado por las clases medias y altas.
Y es que la concepción «burguesa» y «pequeñoburguesa» (como se decía antes) de los problemas políticos, concepción que tanto interés tenían los políticos de izquierda de entonces en combatir, por representar al sector obrero de la población, parece no preocuparles ya en absoluto. Algún analista a la vieja usanza podría interpretar que lo que ha ocurrido para que este cambio haya tenido lugar no es más, en último término, que la derrota ideológica de esas capas sociales y políticas frente a la ideología nacionalista, ideología que en un principio los internacionalistas combatían con todas sus fuerzas, pero que ahora parecen haber asumido con todas sus consecuencias.
Pongamos algunos ejemplos de cuál era el tipo de análisis que hacían otrora los antinacionalistas, y cómo se ha transformado ahora en algo muy parecido a su opuesto. Al analizar la suerte económica relativa experimentada por regiones como el País Vasco, o Cataluña, o Madrid, en el periodo transcurrido en los siglos XIX y XX, la izquierda social habría reclamado un análisis centrado, por ejemplo, en la contraposición entre la suerte «disfrutada» por los patronos y la suerte «sufrida» por los trabajadores. Estos analistas, hoy tan pocos y aislados, añadirían que esa forma de ver las cosas es «materialista», perspectiva que considerarían muy superior al enfoque opuesto, que bautizarían como «idealista».
Considerarían que a unas regiones que representaban un porcentaje modesto de la riqueza y la producción nacionales en 1800, habiendo pasado a acaparar una fracción muy superior en la actualidad, difícilmente podría corresponderle la consideración de haber sido maltratadas por la historia capitalista de nuestro país y por su representante político principal: el Estado central. Afirmarían con buenos argumentos hasta qué punto los representantes políticos de ese Estado central, miembros tan activos de su aparato institucional, procedían de aquellas regiones, que a menudo tanto se han quejado de marginalidad política cuando sólo pretendían reclamar privilegios materiales. Y añadirían que no podría ser de otra manera, teniendo en cuenta la preeminencia de los representantes económicos de esos territorios en el seno de la patronal y de la clase burguesa de nuestro país. Si se les respondiera que son estos sectores los que tradicionalmente más se han quejado públicamente de su situación, replicarían que no siempre quien más protesta es quien más razón tiene para ello, sino quien más medios tiene a su alcance para difundir sus planteamientos.
Posiblemente, si quedara algún intérprete contemporáneo adepto al discurso internacionalista, diría que lo que ha ocurrido en España es que la ideología que hoy domina entre los nacionalistas del sector obrero y trabajador de nuestro tejido social no es en realidad la que le corresponde, sino la que antes se llamaba «ideología dominante», aquella que tiene su origen económico y social en los intereses del «enemigo de clase», la burguesía, pero que, por haber vencido a la ideología opuesta, ha pasado a predominar en el análisis de los teóricos representantes de la ideología «dominada».
Un ejemplo de que esto es así dirían es cómo y hasta qué punto el discurso público y mediático contemporáneo ha logrado hacer pasar por «nacionalistas españoles» a todos los críticos españoles del nacionalismo, por muy internacionalistas que éstos sean. Siendo España uno de los países menos nacionalistas de todo el mundo occidental, y uno de los más de izquierdas, han conseguido presentar a quienes no comparten el ansia descubridora de nuevas naciones como aliados del franquismo o de la derecha más reaccionaria y ultramontana. Por eso, cualquiera que se declare opuesto al nacionalismo periférico español de nuestros días es tachado inmediatamente de «nacionalista español», cuando no de submarino del PP.
Otro ejemplo de lo anterior podría ser la ideología que encierra el ya famoso eslogan de la «España plural». España es de hecho uno de los países más plurales del mundo y también una de las naciones con registros más altos de pasado relativamente revolucionario. Es una sociedad tanto más plural cuanto que esta nación incluye a un gran número de ciudadanos (mucho mayor que en otros países) que creen pertenecer a una nación distinta, y pueden defender ese punto de vista con plena libertad (y hasta con alguna ventaja). Ahora bien, que haya pluralidad política, o pluralidad de tantas otras cosas: lenguas, culturas, tradiciones, sensibilidades, etc., nada supone sobre la existencia o no de una nación. Por eso los internacionalistas reclamarían toda la pluralidad del mundo, sin dar derecho a ninguno de los plurales a usar un sombrero que a otros estaría vedado.
La nación no es una ideología ni una meta política. Es un hecho. Y España es una nación porque así lo ha definido la historia, nos guste o no, y así lo reconoce todo el mundo fuera de nuestras fronteras. Y esto no presupone ninguna valoración, positiva o negativa, sobre el carácter y comportamiento del Estado español o sobre la infraestructura social que lo sostiene. El que algunos españoles «se sientan» parte de otra nación es una ideología más que cualquiera puede defender, como cualquier otra. Pero la ideología no da derecho a tener privilegios, razón por la cual un anticuado internacionalista, opuesto por tradición a cualquier clase de privilegios, sin duda se declararía contrario a su concesión.
Cuando los supuestos defensores del pluralismo identifican pluralismo político con pluralidad de naciones sencillamente están expresando, con o sin artimaña, un puro deseo. Un deseo que pueden expresar libremente, por supuesto, así como también la patronal es libre de expresar permanentemente su deseo de que los salarios bajen más o suban menos de lo que lo hacen. Pero además de un deseo, están expresando una forma específica de lo que no es sino una de las ambiciones políticas más antiguas que anhela el poder económico capitalista: la división del enemigo en provecho propio. Al parecer, la estrategia del divide et impera, en este terreno de la discusión «nacional», ha llegado en España más lejos que en ningún otro sitio.
La pluralidad de lenguas no hace naciones: véase el caso suizo o el belga. La diversidad cultural, tampoco: ahí está esa misma pluralidad regional en casi todos los países del mundo. La pluralidad histórica, mucho menos aun. ¿Pretenden quienes afirman lo contrario que hay que volver al fraccionamiento estatal de la edad media europea? Si Cataluña o el País Vasco fueran naciones, con mayor razón lo serían Baviera, Sajonia, Sicilia, Borgoña, Tirol, Galitzia…; en realidad, docena y media de lander alemanes, docenas de regiones y regioncitas francesas, italianas, polacas…, procedentes de la histórica multitud de condados, ducados, principados y reinos formados por conquista, amalgamas dinásticas o matrimonios de conveniencia. O, ¿por qué no? ¿No cabría dividir en 50 los Estados que forman hoy la nación más poderosa de la tierra?
Cuando, por ejemplo, la ideología pequeñoburguesa (primero en Cataluña, después en toda la España progresista) critica a Felipe V por haber aplastado las «antiguas libertades históricas catalanas», nuestro internacionalista diría que no está haciendo otra cosa que reclamar las libertades medievales a las que puso fin la marcha moderna hacia el progreso centralizador y expansivo que se estaba dando en toda Europa. Y de paso añadiría que esa misma ideología reproduce los argumentos que siempre dieron los reaccionarios antirrepublicanos franceses y europeos para defender el Antiguo Régimen que tan bien servía a sus intereses.
Aquí se ha dado, diría, una confluencia curiosa, pero explicable, entre intereses en principio incompatibles. Los sectores capitalistas que en estas regiones se suman al empuje nacionalista actual lo hacen porque saben que más les vale tener enfrente a una población trabajadora dividida que a una clase obrera unida en torno a la defensa de sus intereses como trabajadores. Mientras que los sectores de la izquierda política reconvertidos en nacionalistas, lo hacen porque, habiéndose transformado todos los partidos en aparatos cuasiempresariales operantes principalmente en el submercado electoral, han aprendido que entre el público votante «vende» más esa ideología que no la contraria, en parte porque, como ya afirmara Gellner, probablemente permita un reparto de cargos y prebendas en la nueva y reforzada Administración resultante más al gusto de ese creciente público que por esa vía camina hacia la fidelidad más absoluta.
Se argumenta y se argumentará, por ejemplo, para defender la posición opuesta a este internacionalismo «trasnochado» del que estamos hablando, que más del 80% del parlamento catalán ha votado, y por tanto cree, que Cataluña es una nación. Se olvida que un porcentaje similar había votado en el parlamento francés a favor de la nueva Constitución europea, y sin embargo la ciudadanía le dio la espalda. Como señalaba hace poco Fernando Savater, si hubiera habido elecciones en España meses después de la muerte de Franco, sería Arias Navarro quien las habría ganado. Por la misma razón, cabe esperar que la ideología nacionalista catalana, vasca, etc., que tanto terreno ha ganado en importantes sectores populares bien representados en el gobierno español actual, siga siendo, mal que le pese a nuestro internacionalista, claramente mayoritaria entre la clase política de nuestra nación, además de para un porcentaje muy importante de ciudadanos que observan la política desde el punto de vista que le transmiten los políticos.
Esto es ciertamente así. Pero nadie debería desdeñar la posibilidad de que en el futuro las tornas cambien y esa clase obrera que difícilmente desaparezca empiece a pensar de otra manera, quizás tras arrepentirse muy mucho, por la mala cuenta que le trajo, de haber pensado de forma tan contraria a su internacionalismo histórico original, y haber creído durante tanto tiempo lo que a sus enemigos de clase tanto les convino que creyeran.
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Diego Guerrero es Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid