«Para la victoria definitiva de las propuestas enunciadas en el Manifiesto, Marx apostaba únicamente por el desarrollo intelectual de la clase obrera…» (F. Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto. 1890). «Los obreros no pueden tener conciencia socialdemócrata porque ésta sólo puede ser introducida desde fuera de la clase obrera…» (V.I.Lenin. ¿Qué Hacer?) «Los […]
«Para la victoria definitiva de las propuestas enunciadas en el Manifiesto, Marx apostaba únicamente por el desarrollo intelectual de la clase obrera…» (F. Engels. Prefacio a la edición alemana del Manifiesto. 1890).
«Los obreros no pueden tener conciencia socialdemócrata porque ésta sólo puede ser introducida desde fuera de la clase obrera…» (V.I.Lenin. ¿Qué Hacer?)
«Los sindicatos, que siguen siendo instituciones muy útiles para estabilizar los grandes equilibrios socioeconómicos, deben ser fieles a su esencia sociolaboral, sin inmiscuirse excesivamente en el gran debate político que corresponde a las instituciones de representación, a los partidos. La independencia y autonomía de aquellos con respecto a éstos ha sido un avance que no debería admitir un regreso a aquellos orígenes inmaduros».
«La profesionalización de los sindicatos ha aportado, además, solidez y racionalidad al desarrollo económico. En este camino deben persistir, y obviar por tanto tentaciones impertinentes de recuperar protagonismos partidarios que pertenecen a la zona de disenso pluralista y no al territorio de los consensos que los agentes socioeconómicos deben impulsar en beneficio de la comunidad.» (Espacio Editorial de «La Verdad», diario de derechas de Alicante. 2 de mayo de 2003)
Si según Marx, la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma; si el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia; si para que el trabajo esté plenamente representado en el parlamento y para preparar la abolición del sistema salarial, los sindicatos deben hallarse organizados, no sólo como secciones correspondientes a cada rama de la industria, sino también como corporación única de la clase obrera…¿A qué viene agarrarse a los planteamientos paternalistas que supeditan y ciñen la lucha social al corsé de las directrices partidarias?
Nada más ajeno al pensamiento dialéctico marxista que la frase hecha que envuelve el pensamiento dogmático. En ello incurren los movimientos que, autodefiniéndose «marxistas-leninistas, encubren su incapacidad para la crítica y su stalinismo más o menos vergonzante. Sólo posee la «verdad revolucionaria2, dicen, quienes asumen la doctrina, entendiendo ésta como un compendio de fórmulas indiscutibles, sólo accesibles al grupo de iniciados, intelectuales y políticos llamados a insuflar a la lucha económica las esencias doctrinarias «inaccesibles a los obreros»…
Renunciando a la asociación y a la colaboración internacional de los trabajadores, esa herramienta reclamada a voces por el vacío existente, las cúpulas políticas y sindicales llamadas de izquierdas, han hecho un verdadero regalo a los poderes dominantes que se habrá de pagar con una gran inversión de esfuerzo, tiempo e ingenio financiador. El reto es ser o no ser capaces de configurar, a todos los niveles, nacionales e internacionales, una organización de los trabajadores para los trabajadores.
No se trata de instalarnos en ningún proceso de dirección centralizada del movimiento obrero internacional, sino de encontrar y coordinar las acciones generalizables, tal boicot a los productos de determinada marca, tal acción en apoyo de determinada lucha o situación particular, tal objetivo reivindicativo por encima de las fronteras…Se trata de que los trabajadores cojamos en nuestras manos la tarea de acortar las distancias y derribar las barreras de todo tipo que nos aislan y debilitan. Propagar las experiencias positivas. Prevenir, o por lo menos, intentarlo, los escollos y dificultades. Aprender de los movimientos llamados «antiglobalización» el manejo de la red para comunicarnos y movilizarnos…Hay que pasar del lema «Proletarios de todos los países,¡Uníos! al lema «Trabajadores de todos los países ¡Unámonos!».
La mercancía fuerza de trabajo se mete cada vez más, con el empuje globalizador, en el ojo del ciclón de la ciega competencia. Paralelamente, resurge la necesidad, entre los explotados más conscientes y combativos, de oponer a la globalización de los explotados, la globalización de la resistencia, como paso previo necesario para pasar a la ofensiva. Ahora bien, nada está decidido de antemano. Cualquier idea determinista que, cobijándose en afirmaciones de Marx sacadas de contexto, pretenda inculcar en los trabajadores la certeza de la futura liberación, ha de ser combatida. La liberación de las fuerzas productivas sólo será posible si se consigue diseñar un proyecto nuevo de lucha que devuelva la confianza a la clase explotada y con ella, se recupere el protagonismo clasista revolucionario. Ahora bien, un proyecto nuevo se construye desterrando los sentimentalismos y dogmatismos doctrinarios que hicieron posible las diversas formas de dictadura estatalista que se hundieron con el muro de Berlín. Los instrumentos asociativos que sirvieron para posibilitar, fundamentar y justificar aquellas experiencias, es decir los partidos comunistas adoctrinados en lo que se llamó «marxismo-leninismo» y los sindicatos que aquellos pretendían orientar y dirigir, han demostrado fehacientemente su fracaso…
¿Por qué entonces, pese a la renovación de ideas que pretendemos, confirmamos la fuenta marxista? Porque, sencillamente, sin el legado de Marx y Engels, perderíamos el hilo dialéctico conductor que explica con lógica implacable el desarrollo histórico de las fuerzas productivas, el surgimiento de las clases sociales, de la propiedad privada y del estado, la irrupción de nuevas relaciones de producción, el análisis histórico de la mercancía como valor de uso y de cambio, hasta el surgimiento de la mercancía «fuerza de trabajo» cuyo precio es el salario…La vigencia del pensamiento de los fundadores del materalismo histórico se impone a cualquier estudioso de las realidades económicas y sociopolíticas que quiera cambiar el mundo de base.
La revolución rusa fue el producto de una coyuntura internacional propicia: el imperio austro-hungaro decidió resolver sus contradicciones con la guerra. Los bolcheviques, aunque minoritarios en la sociedad rusa, capitanearon con audacia y sin escatimar medios, las reivindicaciones de paz, tierra y pan de los sectores mayoritarios, los campesinos pobres, los obreros y la expresión armada de ambos, los soldados. El sistema autocrático corrompido y desprestigiado se descomponía a ojos vista ante el empuje del poder paralelo de los consejos. La consigna bolchevique «todo el poder a los soviets» expresaba con fuerza la idea del poder organizado que promete lo necesario frente al poder decadente que, tras el señuelo de la patria, llamaba a volver a las trincheras. La revolución conmocionó al mundo. La historia saltó hacia delante. Fue el gran resplandor, la floración internacional de la esperanza igualitaria, el despliegue de las pasiones, el fervoroso impulso de la nueva religión atea, redentora de los oprimidos. Cundió el gran miedo de los potentados del mundo a verse desposeídos. El resplandor, como todos los resplandores, acabó cegándonos. Nuevos ídolos y nuevos símbolos reemplazaron a los antiguos. De los primeros años del evento en que reinaba la pluralidad en los soviets, tanto por su composición social como política, se pasó al sistema de partido único «guía de la revolución» abriendo el camino al monolitismo burocrático, al culto a la personalidad y al poder omnímodo del estado encarnado en el partido y los cuerpos represivos. Del debate abierto y de la expresión libre de las ideas se pasó a la consigna y al estrangulamiento de la contradicción ideológica y, por tanto, al empobrecimiento teórico. El internacionalismo —la revolución depende de la solidaridad internacional— se esfumó ante el nacionalismo centralista —la revolución internacional depende de la «patria del socialismo»— El esfuerzo por acceder al rango de gran potencia, la carrera de armamentos y, más tarde, la competición por la conquista del espacio, frustraron, así lo pienso, la única posibilidad que existía para construir el socialismo en un sólo país: demostrar la superioridad de la nueva sociedad en los únicos terrenos en que debía y podía competir, los de la gestión democrática de la riqueza producida, el bienestar social y la profundización y ampliación del funcionamiento democrático, que no puede ser tal sin el respeto de la diversidad de ideas y proyectos. Sólo demostrando superioridad en esos terrenos se garantizaría el derecho de los ciudadanos a la propiedad social de los medios de producción, es decir, el derecho a no ser explotados. Sólo asentando esas premisas esenciales, la Rusia soviética habría podido apostar para su defensa por el pueblo en armas y contar con la solidaridad del movimiento obrero internacional fortalecido por la experiencia y cargado de razón. No fue así.
La petrificación del estado y la congelación de las libertades llevaría al sistema a su hundimiento en 1989-90. La partitocracia encumbrada heredó los hábitos del viejo régimen, no sólo en el monolitismo institucional, sino también en la siempre deficiente distribución de los bienes de consumo. La promoción social y la posibilidad de viajar, pasaban por la capacidad de sumisión a lo dictado por el aparato. El llamado culto a la personalidad se reflejaba negativamente en el conjunto de engranajes administrativos a todos los niveles. El estado patrón creaba las condiciones para el regreso al estado de los patronos.
Es cierto que ni el hombre primitivo podía saber que su afán por escapar de la tiranía de la naturaleza le llevaba a inventar ingenios que acabarían esclavizándole; ni los esclavos que soportaban las cadenas a regañadientes, las rompieron para uncirse a la servidumbre de la gleba; ni los siervos, ni los descamisados de las ciudades hicieron la revolución antifeudal para caer bajo el dominio de la burguesía industrial y comerciante; ni los mujiks y los obreros del imperio ruso lucharon para que una casta de burócratas y politicastros les impusieran su dictadura policial. Los pueblos luchan por la libertad y la igualdad, entelequias inalcanzables en su perfección; pero cada revuelta o revolución —victoria o derrota— deja un cúmulo de experiencias que permiten nuevos avances hacia los objetivos soñados. Al igual que los medios de producción y las fuerzas productivas tienen su propia dinámica de desarrollo —no entra en la lógica del crecimiento volver a la hoguera para calentarnos,al candil para alumbrarnos, al carro para trasladarnos, al hechicero para curarnos…— las relaciones de producción, mediante convulsiones sociales más o menos violentas, han ido cambiando y adecuándose a aquellos. A ese fluir de la historia es al que el teórico burgués pretende poner fin, dando por superado el pensamiento marxista.
¿Son los valores inherentes al sistema capitalista hoy dominantes, capaces de hacer frente a los problemas actuales? ¿Cómo se repartirá el trabajo y el tiempo de trabajo? ¿Cómo se organizará la ayuda al y la colaboración con el llamado tercer mundo para que deje de serlo? ¿Competitividad o cooperación? ¿Guerra de mercados o planificación mundial de la producción y la distribución como respuesta a las necesidades sociales acuciantes?
La economía mundial se parece cada vez más a un castillo de naipes o a una hilera interminable de fichas de dominó empinadas y bajo la constante amenaza del colapso inicial; pero no podemos esperar sentados a que el equilibrio se rompa y a que el resultado del gran desmorono sea el advenimiento del paraíso terrenal.
José Martínez Carmona forma parte del equipo dirigente del sindicato Plataformas Unitarias de los Trabajadores de Alicante.