A estas alturas y con el grado de experiencia adquirido, no se cocibe una organización sindical de clase sin la estructuración de su rama política, ambas vinculadas, interdependientes y unidas en un único proyecto socio-político liberador. Se trata de acabar con el divorcio entre la lucha sindical, la lucha política y las demás luchas sociales, […]
A estas alturas y con el grado de experiencia adquirido, no se cocibe una organización sindical de clase sin la estructuración de su rama política, ambas vinculadas, interdependientes y unidas en un único proyecto socio-político liberador. Se trata de acabar con el divorcio entre la lucha sindical, la lucha política y las demás luchas sociales, hoy encauzadas por miles de organizaciones llamadas «No Gubernamentales», también autodefinidas como «apolíticas» e «independientes», lo que las hace vulnerables ante las subvenciones institucionales y, por tanto, manipulables y artífices de la imagen «humanitaria» del sistema. Marx, no podía ser de otra manera, fue y continúa siendo estudiado, interpretado, deformado, combatido…En su nombre se han cometido barbaridades y se han llevado a cabo luchas sublimes. Contra sus teorías se han movilizado miles de intelectuales orgánicos y ejércitos de mercenarios. La burguesía, para frenar la lógica de sus teorías, ha estudiado a Marx más que los propios trabajadores explotados. Ha sabido actuar, mediante leyes, normas y dispositivos administrativos coyunturales, para que el divorcio entre partido y sindicato sea total. Nunca olvidaron las lecciones de la Comuna de París en la que el poder democrático de los obreros se ejerció durante más de dos meses. Disociar las luchas económica y social de la acción política fue su mayor empeño estratégico y continúa siendo su táctica de cada día. Hoy por hoy, se puede afirmar que lo ha conseguido.
Un proyecto de nuevo sindicalismo, no ha de cejar hasta conseguir romper el juego del sistema, supeditando la acción política a las necesidades de la lucha de los trabajadores por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.
Afirmando: «La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción y, con ello, las relaciones sociales», Marx no podía prever que el desarrollo práctico de su tesis, sin duda irrefutable, acabaría desmintiendo su otra afirmación: «El carácter que distingue la época de la burguesía es de haber simplificado los antagonismos de clase. La sociedad se divide cada vez más en dos vastos campos enemigos, en dos grandes clases diametralmente opuestas: la burguesía y el proletariado.» La simplificación que contempló Marx era un fenómeno coyuntural; el carácter que distingue hoy la época burguesa, aún no superada, es la tremenda complejidad de las estructuras clasistas y la extremada diversidad de los niveles de explotación. Han pasado 157 años desde aquellas afirmaciones. La burguesía continua siendo la clase dominante. Su desaparición será inevitable en la medida que los trabajadores nos organicemos y seamos capaces de utilizar las contradicciones del sistema para debilitarlo. Para ello tenemos que curtirnos, agudizando la intolerancia social frente a cualquier injusticia, dotándonos de un programa para la acción que hunda sus raíces en los anhelos de justicia social y de solidaridad de los explotados del mundo; un programa que, partiendo de la experiencia histórica, deje claro lo que no queremos, lo que queremos y las líneas maestras a seguir para conseguirlo. Las coyunturas cambian y las clases sociales (y dentro de estas, los individuos), no sólo cambian con ellas sino que influyen negativa o positivamente sobre las mismas. Hoy podemos y debemos sacar algunas conclusiones prácticas: nunca como en los tiempos de Marx y Engels los trabajadores tuvieron mayor conciencia de su clase; nunca la lucha social y política estuvieron tan unidas; nunca la actividad política estuvo tan supeditada a la actividad «por la emancipación económica de la clase obrera»; nunca estuvo tan vivo entre los trabajadores el principio «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma»; nunca estuvo tan asumido por las grandes masas el sentimiento de sufrir la dictadura del poder burgués y que «el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia…
Pero los sistemas defensivos de la burguesía no son fáciles de eliminar. Al contrario, existen innumerables ejemplos de fagocitación, por parte de la clase dominante de principios y objetivos que surgieron en la masa proletaria. A ello hay que unir la aparición de múltiples estratos interclasistas que sirven de colchón y estabilizan la sociedad al par que alejan a los interlocutores de la dialéctica revolucionaria. El hundimiento del sistema mal llamado soviético o de «socialismo real» sin que los trabajadores moviesen un dedo en su defensa, ha demostrado que, cuando el partido supedita la lucha social a «su política», acaba ejerciendo el poder contra la clase que dice representar; la diplomacia ocupa el lugar de la lucha de clases; la lucha ideológica es amordazada; la verdad continúa siendo revolucionaria y peligrosa, porque la revolución social está por culminar.
Hoy podemos mirar atrás con la suficiente perspectiva histórica y afirmar que algo fallaba en el diseño marxiano cuando Engels escribió en el último prefacio al Manifiesto: «Cuando la clase obrera europea hubo recuperado suficientes fuerzas para un nuevo asalto contra el poder de las clases dominantes, nació la Asociación Internacional de los trabajadores. Su objetivo consistía en fundir en un inmenso ejército a toda la clase obrera de Europa y de América capaz de entrar en lucha. No podía, por tanto, partir de los principios expuestos en el Manifiesto. Necesitaba un programa que no cerrase la puerta a las trade-unions inglesas, a los prudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles, ni a los lasalleanos alemanes.» ¿No fue, precisamente, ese abrir la puerta a las corrientes tradeunionistas…,esa bajada del listón de los principios de la lucha de clases, luego esa renuncia a los principios del Manifiesto en aras de la unidad, lo que, en cierta medida, dio los primeros pasos hacia la pendiente que separaría cada vez más la lucha sindical de su componente político y llevó a la Internacional a su disolución? La unidad no debe hacerse mediante el abandono de los principios básicos que deben enmarcar el objetivo liberador de cada lucha, se libre al nivel y a la escala que sea. El tcticismo unitarista que pretende cohesionar proyectos divergentes mediante consensos reduccionistas, no tiene nada que ver con el proyecto sociopolítico que ha de impulsar el nuevo sindicalismo. Ello no significa que renunciamos a coincidir puntualmente con asociaciones o movimientos organizados para hacer avanzar posiciones convergentes; sencillamente, la unidad no tiene sentido si el precio que hay que pagar para conseguirla es la despolitización y el abandono de la lucha de clases.
Escribió Engels: «La Internacional en sí no vivió más que nueve años. Pero, que la alianza eterna establecida por ella entre los proletarios de todos los países existe todavía y es más poderosa que nunca, la jornada de hoy es la mejor prueba. En el momento de escribir estas líneas, el proletariado de Europa y América pasa revista a sus fuerzas movilizadas por primera vez en un solo ejército, bajo una misma bandera y un mismo objetivo inmediato: la fijación legal de la jornada normal de ocho horas, proclamadas desde 1866 por el congreso de la Internacional que tuvo lugar en Ginebra y, una vez más, en el congreso de París, en 1889. El espectáculo de esta jornada mostrará a los capitalistas y a los terratenientes de todos los países que los proletarios…están efectivamente unidos.» Este discurso, fruto de la espontaneidad y el entusiasmo del momento, ha resultado totalmente desmentido por el devenir histórico. La «alianza eterna establecida por la Internacional entre los proletarios de todos los países», ni fue eterna ni tuvo continuidad en la Internacional. La II Internacional, al morir los fundadores del materialismo histórico, emprendió a sus anchas el camino del reformismo, relegando a las calendas griegas el objetivo sociopolítico liberador del movimiento obrero internacional.
Cuando Engels se refería a «esa organización del proletariado en clase, por lo tanto en partido político, destruida incesantemente por la competencia que se hacen los obreros entre ellos…» se refería a una organización capaz de «aprovechar las disensiones internas de la burguesía para obligarla a reconocer, en forma de ley, ciertos intereses de la clase obrera: por ejemplo el bill de las diez horas en Inglaterra…¿Qué papel jugaron esas luchas parciales «victoriosas» en la integración de la clase obrera en el sistema legal burgués, precisamente por discurrir por la senda del apoliticismo sindical? El bill es del 8 de junio de 1847; entraría en vigor el 1º de mayo de 1848. En 1848, la burguesía francesa aplastaba el intento revolucionario de los obreros franceses. Ahora podemos afirmar, porque los hechos lo han demostrado profusamente, que la renuncia al sindicalismo de clase, fuertemente politizado, primero en Inglaterra y más tarde en el resto de Europa y América, ha perm itido a la burguesía utilizar las disensiones internas de la clase obrera para obligarla a reconocer, en forma de ley, el dominio de su clase.
Si bien la primera reacción de la burguesía en el poder en Francia fue prohibir el derecho de huelga, (Ley Le Chapelier, 1791), el gesto de Napoleón III de enviar, en 1862, unas delegaciones de obreros franceses a la Exposición Internacional de Londres, no hay que considerarlo un gesto excéntrico de paternalismo desclasado. «Estos hombres, relata Lucien Roux en «¿Qué es el sindicalismo?», encuentran (en Londres) una clase obrera que conoce, gracias a una potente organización sindical, los más altos salarios europeos. Vuelven subyugados por el ejemplo inglés y, con su ímpetu, se fomenta la transformación progresiva de las mutuas y de las cajas de resistencia en cámaras sindicales. La mayoría considera el naciente sindicato como un organismo destinado a favorecer las negociaciones.»
El derecho de huelga se consiguió en Inglaterra en 1825. En Francia se legalizaron los sindicatos y se consigue el derecho de huelga en 1884. El derecho de coalición se consigue en 1864. Napoleón sabía lo que hacía cuando enviaba a los obreros franceses a aprender de los obreros ingleses. Pero la clase obrera francesa, que acumula las tradiciones de lucha de los «Sans culotte» que derribaron a la monarquía borbónica y desalojaron a la aristocracia en 1789; que participó en la revolución de 1830; que llevó a cabo la rebelión de los obreros de la seda de Lyon en 1831; que realizó el primer intento revolucionario obrero en 1848…, estaba todavía demasiado entera; había que apagar ese ímpetu. La masacre de los comuneros de París en 1871, la represión brutal y las medidas de excepción que siguieron, fue la respuesta de la burguesía atemorizada por los progresos de las luchas obreras en Francia.
La burguesía, aplicando en cada país la política del palo y la zanahoria, ha sabido actuar, en cada momento, de acuerdo con la relación de fuerzas. En los países de mayor desarrollo económico (basado en la rapiña de las colonias), ha tomado medidas para frenar el crecimiento ciego y amortiguar el carácter cíclico de las crisis; ha reorganizado el mercado de trabajo para debilitar las organizaciones obreras; ha mediatizado, seleccionado y promocionado dirigentes obreros a su conveniencia mediante técnicas y mecanismos de captación que van de lo burdo a lo sofisticado; ha organizado la intervención y la colaboración de los estados para aniquilar, por todos los medios las avanzadillas revolucionarias, (No Intervención en España, participación directa del Departamento de Estado USA en las involuciones griega, chilena…; asesoramiento y armamento de la Contra nicaragüense, masacre del movimiento obrero indonesio, intervenciones directas en Corea, Vietnam…); se ha acolchonado de trás de amplias aristocracias asalariadas, acrecentando la competitividad entre los propios trabajadores a todos los niveles, avanzando inexorablemente en la globalización de todos los mecanismos de explotación, no sólo en su vertiente comercial, sino, también, industrial y financiera… ¿Paradógicamente? se pretende prohibir la libre circulación de la mercancía «fuerza de trabajo»… La euforia es tal en el bando de los grandes capitalistas, que se ha llegado a teorizar «el fin de la historia», lo que no es más que el intento de borrar de la lucha de clases su perspectiva histórica y la previsión marxista de su desenlace. El pensamiento único impregna hasta las cúpulas de las organizaciones más radicales. Hoy, los partidos políticos de la izquierda se reclaman independientes de los sindicatos llamados de clase; estos, a su vez, se declaran independientes de los partidos. Ambos, sindicato y partido, entran en proceso de decadencia ideológica. Pragmatismos y posibilismos les ponen de rodillas ante las instituciones. Reina el omnipresente y reverenciado «consenso».
Los logros de la investigación informática y la aplicación masiva de dichos descubrimientos a las comunicaciones, los mass media y a la informatización y robotización de casi todo, además de revolucionar la economía, las relaciones sociales y todos los mercados, también ha acortado de manera asombrosa las distancias del mundo. El «primer mundo» expone la relatividad de su bienestar ante la ansiedad del resto del planeta; mientras los escaparates televisivo y sibernético nos muestran las secuencias dantescas del «tercer mundo». La imagen del globo en que vivimos, aunque deformada, manipulada y ofrecida en espectáculo a los televidentes e internautas, ha acercado los problemas económicos, la deuda externa, el paro, las hambrunas, las migraciones masivas y dramáticas, los genocidios, las catástrofes ecológicas y medio ambientales…Los explotados estamos más cerca unos de otros y, ahora, tenemos más medios que los trabajadores del siglo XIX para conseguir coordinarnos y asociarn os internacionalmente. Ahora podemos difundir nuestros criterios con celeridad pasmosa. No hacerlo equivaldría al olvido de los sacrificios de los explotados del mundo quienes, a lo largo de la historia, han caído luchando contra la opresión y la desigualdad social.
La guerra entre clases que se libra, más o menos larvada, con más o menos conciencia, ante nuestros ojos, puede ser ganada finalmente por la clase que interviene directamente en el proceso de creación de riqueza social, (entendiendo riqueza en su sentido material e intelectual). A esta posibilidad se oponen dos hipótesis. Una, la desaparición violenta de las dos clases contendientes. Dos, que la clase hoy dominante consiga su propósito de «detener la historia», imponiendo por los siglos su dominio ideológico. La primera hipótesis no debe descartarse, por una parte, visto las descomunales fuerzas destructivas que, en los sistemas opresores, se desarrollan parasitariamente a la par que crecen las fuerzas productivas; por otra parte, tampoco podemos descartar que la tendencia natural del capital al máximo beneficio, ponga en peligro todas las formas de vida. La segunda hipótesis es difícilmente creíble; una mirada a la realidad parece desecharla, ello, pese a los ingentes podere s que convergen en el empeño de diseñar un sistema en el que la clase trabajadora acepte de buen grado su papel subalterno. Las exigencias de las cuatro quintas partes de la humanidad de acceder a un mínimo bienestar, habrá de chocar, cada vez más, con las estructuras económicas del sistema competitivo global. Ni el sentido común, basado en las experiencias negativas vividas por los pueblos; ni los fanatismos religiosos hábilmente fomentados; ni el poder alienante y uniformador del «pensamiento único», han de bastar para contener la marea proletaria en ascenso. Los poderes fácticos, de manera creciente, emplearán la fuerza bruta para adueñarse de las materias primas, dominar los mercados y someter a los pueblos. Pero, cuanto mayor sea el empleo de la fuerza por parte del poder capitalista, menor será su hegemonía ideológica.
El 11 de febrero del 2003, en puertas de la guerra del golfo, el diario «El País» publicaba esta noticia en unas cuantas líneas escondidas en la parte inferior de una columna: «Amenaza de «huelgas masivas» en Inglaterra. Los dirigentes de cinco sindicatos del Reino Unido, que representan a unos 750.000 trabajadores, advirtieron ayer al primer ministro , Tony Blair, de que la participación en una guerra contra Irak podría generar Huelgas masivas» en todo el país. Trabajadores ferroviarios ya se han negado a transportar material bélico, según afirmó el secretario general del sindicato de conductores de trenes (Aslef). Todos los sondeos muestran un amplio rechazo entre los ciudaddanos a una nueva guerra en el golfo.» ¿Qué ocurrió realmente? Nada sabemos; pero algo vibró en ese momento, como una esperanza y una intuición de las enormes potencialidades que subyacen en la deseable asociación internacional de los trabajadores. Una esperanza que no ha de caer en saco roto.
Sin duda el mundo está sumido en una crisis de civilización. Se multiplican los focos de guerra, prolifera el boyante tráfico de armas, campan por sus respetos los narcos y las mafias, se desatan las especulaciones urbanísticas y el tráfico de influencias, los bancos lavan y reflotan el dinero negro impunemente; mientras tanto, el genocidio provocado por la miseria adquiere dimensiones dantescas, al tiempo que se generalizan las masacres sistemáticas de poblaciones indefensas a manos de bandas de mercenarios y paramilitares. Todo ello ante la mirada impotente o inhibida de los espectadores del mundo. La realidad y la ficción se confunden como la guerra de las galaxias y la guerra del golfo…
En este contexto en que el hambre, la enfermedad y la muerte prematura azotan a los territorios empobrecidos por largos años de expolio colonial en África, Asia y Latinoamérica y se extienden las bolsas de pobreza a las capitales opulentas, (en la Unión Europea, según el ya obsoleto informe Delors. eran 50 millones las personas excluídas, es decir, que no tienen acceso a los mercados del trabajo y el consumo); en este contexto en que las libertades políticas y los derechos sociales se ven cada vez más condicionados por la intervención negativa de los Estados, los cuales fomentan las desigualdades estructurales, asistimos a una ofensiva para eliminar conquistas obreras, fruto de largas luchas e ingentes sacrificios. En España, el ataque a las prestaciones por desempleo que tuvo su expresión en el Decretazo del año 92 y la primera reforma laboral de finales del 93, son ejemplos de dicha ofensiva. ¿Qué papel jugaron los sindicatos CC.OO. y UGT en defensa de los trabajadores?. La huelga de cuatro horas del 28-M del 92 fue ya una demostración de lo que no debe ser una movilización generalizada. Se convocó, supuestamente, para forzar al gobierno a retirar el Decretazo. Se habló (así quedó plasmado en los documentos) de una huelga general en el otoño si el 28-M no surtía efecto. No surtió efecto; pero el otoño pasó sin que nada se produjese. ¿Qué sentido tenía poner en tensión el sindicato, convocar miles de asambleas, conseguir media jornada ejemplar de lucha para, después, dejar el cuerpo muerto, como si nada hubiera ocurrido?
¿Qué decir del 27-E contra la primera reforma laboral? Un millón de trabajadores reclamamos la huelga general en la calle. La H.G. fue un éxito de movilización. Los trabajadores sabíamos la importancia de una demostración unánime de rechazo de la política antisocial que aplicaba el gobierno del PSOE; pero la falta de estrategia de las cúpulas sindicales condenaba, una vez más, la huelga al fracaso. Lo que hubiera podido ser un ejemplo de movilización impulsora de múltiples acciones convergentes con vistas a conseguir el objetivo, pasó sin pena ni gloria.
Esas huelgas sólo tenían un sentido: desmovilizar, desmoralizar, desvertebrar. Con esas acciones frallidas, supuestamente contra el gobierno «socialista», Antonio Gutiérrez, quien a la sazón era secretario general de CC.OO., se ganó su puesto en la poltrona que hoy ocupa de diputado a cortes…por el PSOE.
La segunda reforma laboral llevada a cabo por el gobierno del PP le fue servida en bandeja por los «agentes sociales» y, como no, refrendada por el PSOE en el parlamento. Con ello se daba un paso más hacia la eliminación de conquistas esenciales. Aumentaban las causas justificadas para el despido y se abarataba el mismo, a la par que se precarizaba, aún más, el empleo…
Que las estructuras sindicales actuales están viciadas, en la medida que se han transformado en instituciones domesticadas por el sistema, pocos se atreven a ponerlo en duda. Los posibilistas lo admiten, pero culpan a las circunstancias y consideran que la supervivencia obliga a la sumisión. Su falta de combatividad la atribuyen a los trabajadores. Los críticos, asustados y escépticos ante el esfuerzo que representaría emprender un camino nuevo, se someten a la estructura con la esperanza, vana, según nosotros, de recuperar el sindicato desde dentro. Ahora bien, no se plantean construir algo nuevo, sino recuperar algo viejo. No se plantean la creación de un nuevo sindicalismo, el cual necesita y, por tanto, promueve e impulsa la acción política en su beneficio. Se plantean el regreso, más o menos consciente, a la tarea de recomponer y remendar la tan corroída «correa de transmisión» del partido.
Ante esta realidad, se plantea la recuperación de un sindicalismo de clase (tipo SOC de Andalucía) que reincorpore a su práctica la lucha por la justicia social que implica: la reivindicación del trabajo como como bien común, el reparto equitativo de la riqueza, la independencia sindical frente a instituciones y grupos de presión, la expresión libre de las opiniones, el carácter socio-político tendente a la toma del poder por los trabajadores, el asambleísmo y la participación en la toma de decisiones, la lucha reivindicativa y movilizadora, la recuperación del asociacionismo internacional de la clase trabajadora…
Una época se acaba: la época de la división entre las luchas sociales y la lucha política. Una época nueva comienza, la época en que la acción política se integra como un elemento complementario en la lucha globalizada de las clases antagónicas. El regreso al origen; pero teniendo en cuenta la espiral ascendente del nuevo ciclo de desarrollo científico, técnico, económico y cultural. Los caminos que, por discurrir independientes, nos han conducido a vías muertas, han de converger en un camino único, hacia un único objetivo: la toma del poder por las asociaciones de trabajadores. El sindicalismo de nuevo tipo, fuertemente politizado, debe abarcar todo el abanico de luchas parciales, desde el enfrentamiento con el explotador directo, pasando por la lucha contra las instituciones corrompidas; todo ello presidido por la organización de la lucha internacional. La acción política se somete a la lucha de los trabajadores por su emancipación. No otra cosa indicaba Karl Marx en el pre ámbulo de los Estatutos de la Primera Internacional: «La emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio.»