En nuestro mundo asociamos la Navidad con el blanco. La nieve es blanca, las fiestas son blancas, la reunión familiar es blanca y hasta el futuro post navideño se cubre de un blanco impoluto. En Rusia descubrí que la nieve puede ser negra, fangosa y sucia; fue como una revelación de que nada es como […]
En nuestro mundo asociamos la Navidad con el blanco. La nieve es blanca, las fiestas son blancas, la reunión familiar es blanca y hasta el futuro post navideño se cubre de un blanco impoluto. En Rusia descubrí que la nieve puede ser negra, fangosa y sucia; fue como una revelación de que nada es como creemos que debería ser. En nuestro propio país lo sabemos bien, hemos vivido navidades horribles donde no había lugar para el blanco, donde todo era gris tirando a negro. Incluso con manchas rojo sangre. Pero la evocación siempre nos lleva a las blancas Navidades.
Si tuviera que hacer una crónica a paso de trineo de estas Navidades del 2019, el primer ruido de zanfoña, ese estruendoso instrumento que emite el sonido de un carnero en degüelle, llegaría de la mano del primer ministro británico. Si aparcáramos el asunto medular del Brexit, lo cual es ya mucho dejar de lado si hablamos de política, estamos ante una figura que nos evoca a Donald Trump y lo consigue por razones que nada tienen que ver con su biografía y aún menos con sus bases electorales. O quizá sí.
Estamos en los albores de una nueva época, nada que ver con otra generación. Es otra cosa. Que un mentiroso compulsivo, cínico y desvergonzado gane unas elecciones no resulta una novedad. Sólo los mediocres encandilados se hacen migas ante ese caballero pasado por Oxford, como si eso le diferenciara sustancialmente de Donald Trump. Uno se dedicó a engañar a los profesores y otro a sus socios empresariales. Conozco españoles que pasaron por Oxford y se podría decir que no por eso dejaron de ser los mismos simples que se pueden encontrar en Salamanca con sobredosis de ínfulas y pedantería.
Lo nuevo de la victoria electoral de Boris Johnson no es el desparpajo de sus mentiras, sino que ha logrado descoyuntar el esquema en el que la sociedad europea más experimentada políticamente se desarrolló durante un par de siglos. La diferencia entre el voto laborista y el conservador estuvo marcada por sus intereses como no podía ser de otra manera, pero que el voto de la clase trabajadora británica se desplazara a los conservadores es un cambio de época, no sólo de generación.
En la interesante correspondencia muy privada que mantuvieron durante la II Guerra Mundial Gregorio Marañón y Ortega y Gasset hay una carta al final de la contienda en la que Ortega, con su empaque y su incapacidad para ver lo que no quería ver, hace referencia a las elecciones en Gran Bretaña. Churchill, después de su gallarda actitud frente a la Alemania nazi, tenía el triunfo electoral asegurado. Pero no fue así, los ingleses consideraron que el mismo conservador que los había llevado a la victoria en la guerra no era el hombre que podía restañar las heridas económicas que había dejado la pelea. Ganaron los laboristas para pasmo de Don José, que los detestaba.
El laborismo británico, aún más que la socialdemocracia alemana, fue el imán de la clase trabajadora europea. Si teóricamente dominaban los germanos, a la hora de elaborar políticas económicas la eficacia del laborismo era incontestable. Convendría preguntárnoslo ahora que la derrota laborista no tiene precedentes en muchas décadas y la arrolladora victoria conservadora tampoco. Si la clase trabajadora británica, humillada en su día con las políticas de Margaret Thatcher, se ha desplazado hacia el payaso avispado de Boris Johnson, estamos ante un cambio de onda larga. Los trabajadores fían más en las aventadas políticas del líder conservador que en la moderación de Jeremy Corbyn, siempre pegado a lo obvio y con neto desinterés hacia el Brexit. ¿Dónde está el rasgo de nueva época que va más allá de un conflicto generacional? En que los conservadores adoptan aires de populismo obrerista y los laboristas se hacen mantenedores del statu quo. Lo nunca visto desde los embelecos totalitarios de los años 30.
Mal deben ir las cosas cuando el lema de la izquierda democrática consiste en que no me quiten lo que tanto trabajo me costó conseguir, mientras la derecha insiste en renovaciones y revoluciones digitales y ambientales. Porque los papeles, cuando cambian, se acentúan. Los feudos laboristas de la clase trabajadora británica han apoyado la deriva conservadora y esto habrá de tener consecuencias inmediatas que harán más complejo el inveterado caminar del bipartidismo inglés. Se asoman en el horizonte referéndums en Escocia e Irlanda del Norte y cuando aparecen los referéndums se achica la vida democrática; todo se decide en un sí o un no.
Los partidos políticos quebraron en Italia de tanto latrocinio de Estado y se construyeron trampantojos electorales para gobernar sobre pautas aún peores que las de antaño. La izquierda francesa se ocultó bajo el horizonte y surgieron movimientos de protesta sin ambición de poder, sólo con el ánimo de no sentirse perjudicados por las nuevas políticas hacia una clase social que se desplaza, pero se mantiene. El espejo de los trabajadores de Europa se miraba en la socialdemocracia alemana desde los tiempos de Bismarck y Lasalle; lo que hoy parece un museo en liquidación fue un pilar sólido de teoría y práctica políticas. Lenin decía en sus ratos de destemplanza, que eran muchos, que la clase obrera alemana si tenía que tomar por asalto una estación, antes sacarían el billete de andén. Viejas historias que pertenecen ya a la arqueología y que son apenas vahídos de otra época irremisiblemente muerta.
Los graciosos de la ideología supuestamente progresista cada vez se parecen más a los viejos burgueses y no sólo por la garantía de sus patrimonios, sino porque repiten como un mantra que la ofensiva reaccionaria en todos los frentes y el desmorone de la izquierda tradicional son una invención de la derecha para asustar a los niños empoderados. Por eso estas ideas de bombero incendiario según las cuales cuanto más cerca estemos del abismo más representativos seremos de la sociedad desquiciada en la que vivimos, tienen la virtualidad de servir de seguro a su frivolidad. En el fondo la garantía de sus empleos blindados son lo único que importa, el resto no es más que paisaje.
¿Hace falta decir que en España estamos metidos hasta el corvejón en una deriva inquietante? No es que los trabajadores voten a las derechas ni que los pasteleros de la ideología analicen con optimismo las buenas vistas que nos ofrecen los abismos. Lo grave es que traten de engañarnos diciendo que son los defensores de una democracia más auténtica. Como si la política se hubiera convertido a la fe ecológica.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/Negras-Navidades-johnson-conservadores_0_1311169953.html