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Ni líderes ni milicos

Fuentes: Rebelión

Para que no nos atrapen debemos ser muchos. Para que no nos atrapen en las redes de los medios de comunicación, en las infinitas trampas del diálogo, en la seducción populista o, simplemente, en la corrupción. Para que no nos atrapen el movimiento no debe depender de sus dirigentes. Los dirigentes deben ser muchos. Las […]

Para que no nos atrapen debemos ser muchos. Para que no nos atrapen en las redes de los medios de comunicación, en las infinitas trampas del diálogo, en la seducción populista o, simplemente, en la corrupción.

Para que no nos atrapen el movimiento no debe depender de sus dirigentes. Los dirigentes deben ser muchos. Las vocerías deben ser rotativas. Para que no levanten a uno como estrella de rock y luego puedan volverlo contra otro. Para que no jueguen con la vanidad de unos y la enfrenten al ansia de protagonismo de los otros. Un movimiento social no debe tener líderes, debe tener dirigentes: muchos.

Un movimiento social no debe depender de sus representantes. Justamente la habilidad del poder se ha concentrado en separar a los dirigentes de sus representados. Debe haber representantes, pero no se puede depender de ellos. Es necesario preparar muchos representantes para que toda representación sea rotativa. Es necesario ensayar con muchos voceros, aunque haya mejores y peores. Lo que se gana en aprendizaje es mejor para todos. Lo que se gana en compromiso, en comunidad, siempre será mucho más de lo que se pueda perder por los errores ocasionales de unos, que siempre podrán ser mejorados por otros.

Debe haber representantes, pero todo el poder debe estar en la asamblea. Pero, también, para que un movimiento sea realmente social no se puede permitir que las asambleas mismas dejen de ser representativas. Una asamblea a la que asiste menos de la mitad de una comunidad, o de un colectivo, no puede ser considerada válida. Pero los juegos de la validez pueden enredarnos eternamente: el problema real es que no es útil, el problema real es que rápidamente se convierte en contraproducente.

Una condición básica, para mantener la fuerza del movimiento, es que las asambleas no dejen de ser mayoritarias y representativas. El problema es cotidiano, sobre todo si el movimiento se extiende por varios meses. Si en algún momento la mayoría se vuelve hacia posturas de compromiso, que no nos gustan, lo más probable es que haya sido porque no hemos sabido mantener la representatividad. Una minoría ilustrada, que obliga a la mayoría desde sus posturas, aunque sean correctas, terminará por ser abandonada y luego rechazada.

Si los objetivos, y la decisión de perseguirlos, están suficientemente claras, no debemos temer que el movimiento avance y retroceda, que haya momentos de auge y otros mucho más débiles. Cuando nuestros compañeros quieran mayoritariamente volver a clases será necesario pararse fuera de las salas, de manera ingeniosa, amigable, a dar de nuevo una lucha entre nuestras propias filas que habíamos ganado temporalmente y que ahora empezamos a perder. Y probablemente la hemos empezado a perder porque hemos perdido de vista el que se trata de un movimiento social, en que todos deben participar, y no de un favor que una minoría ilustrada tenga que hacerle a una mayoría inconsciente. La mayor parte de las veces, cuando la pelea es grande y justa, partimos con un gran apoyo, y nosotros mismos lo vamos luego debilitando. Si no ganamos esta lucha entre nosotros mismos, mucho menos ganaremos los grandes objetivos que tenemos.

Se trata de sumar y empujar. Pero no se puede empujar si no se ha sumado. Debemos desconfiar de dos minorías igual y simétricamente nocivas: la de los dirigentes que no se muestran dispuestos a hacer rotar su protagonismo, y la de los que están dispuestos a hacer valer sus argumentos a cualquier precio, en contra de los que supuestamente representan. Un movimiento debe ser dirigido, pero la conducción debe estar siempre en manos del máximo de dirigentes posibles. Lo que se pierda en eficacia se ganará ampliamente en legitimidad. No se trata de construir una máquina de guerra que gane sus batallas bajo cualquier condición. Se trata de ganar una larga guerra del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Ningún destacamento consciente puede arrogarse el derecho de suplantar lo que la comunidad misma de ciudadanos puede y quiere.

Tanto el liderazgo como el vanguardismo provienen de una ética paternalista e idealista. Tanto el liderazgo, con sus astucias variables, como el vanguardismo, con su cotidiana torpeza, resultan tremendamente ineficientes a la hora de establecer alianzas amplias, duraderas, en que los aliados confíen y se legitimen mutuamente. Ni los líderes ni los vanguardistas saben trabajar con diferencias reales, los primeros porque se limitan a instrumentalizarlas, los otros porque simplemente no las entienden.

El asunto no es si el movimiento tiene que ser más «pacífico» o más «violento» según las categorías hipócritas que el poder siempre ha usado como estigmas. Se trata de ser radicales y a la vez eficaces. No se trata de levantar «ejemplos morales», o de llegar a cualquier compromiso. No sólo se trata de luchar, se trata de ganar. Al enemigo, hipócritamente tolerante, le encanta que luchemos, lo que lo alarma y enoja es que ganemos, incluso que meramente aparezcamos como si pudiésemos ganar.

Sumar, empujar, sumar, empujar. Un gran movimiento social no se hace ni con vanguardias ni con líderes. Todos estamos llamados a ser dirigentes. Todos tenemos la capacidad de serlo. Y, por supuesto, un gran movimiento social no debe tener ideólogos. Debemos aprender a distinguir a un teórico de un ideólogo. Los teóricos valen por sus argumentos. Los ideólogos valen por su retórica. Los teóricos pueden hacer pensar a los que piensan. Los ideólogos reemplazan la actividad de pensar de los que no piensan. Los teóricos tratan de ser uno más. Los ideólogos rara vez resisten la tentación irresistible del vanguardismo: ser líderes.

Sólo desde la hipocresía se puede decir que esta sea una lucha «pacífica». Como siempre, los poderosos hablan de paz cuando han logrado consolidar su propio dominio, y empiezan a hablar de violencia a penas sienten amenazados sus privilegios. No vamos a empezar una guerra, ya estamos en guerra. Pero en nuestro caso, se trata de la guerra de un pueblo, de un gran movimiento social, por sus derechos, por la justicia que le niegan. Y esa es una guerra que no se puede ganar con un ejército de milicos, ni menos aún con un ejército que, del tipo que sea, que tenga mentalidad de milico. Por eso, a la larga, ellos no podrán ganar esta guerra: ningún ejército puede ganar una guerra indefinida contra un pueblo. Pero, justamente por eso, tampoco nosotros podremos ganarla si usamos la misma mentalidad que ellos nos oponen, por muy bellos que parezcan nuestros objetivos.

Sumar y empujar. Mantener toda la radicalidad y la violencia de masas que sea necesaria. Lo que sostengo, en cambio, es que hay condiciones bajo las cuales no sólo es menos probable que ganemos sino que ni siquiera mereceríamos ganar. Los que necesitamos es un gran movimiento social. No necesitamos líderes, ni milicos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.