Otra vez Nissan, una empresa de automóviles que, por cierto, ya es reincidente en la producción de aberrantes anuncios que, en el mejor de los casos, rayan en el delito, vuelve a las andadas. Cuenta, como todas las demás empresas de automóviles empeñadas en ver cuál es la que alcanza mayores cotas de perversidad publicitaria, […]
Otra vez Nissan, una empresa de automóviles que, por cierto, ya es reincidente en la producción de aberrantes anuncios que, en el mejor de los casos, rayan en el delito, vuelve a las andadas.
Cuenta, como todas las demás empresas de automóviles empeñadas en ver cuál es la que alcanza mayores cotas de perversidad publicitaria, con la complicidad de los medios de comunicación que nada tienen que objetar al respecto siempre que les reporte los beneficios de los que viven.
El nuevo anuncio de Nissan presenta a unos cuantos vehículos de su último modelo, como si fueran monopatines, ejecutando insólitas acrobacias en una ciudad en la que no existen los seres humanos. «Nissan hace de la ciudad tu campo de juego». Ese es el eslogan en el que esa firma vuelve a relacionar en su publicidad dos conceptos antagónicos cuya asociación debiera estar prohibida: juego y automóvil.
Ya antes, Nissan había promocionado su anterior modelo con un eslogan semejante: «diseñado para jugar con la ciudad».
Tampoco es la única compañía. BMW, hace un año, proponía «sal a jugar».
Vincular, desde la publicidad, la conducción con el juego puede resultar más letal que asociarla al consumo de alcohol.
Son las «ideas Peugeot» declaraba la firma antes de garantizarte la fiesta de la velocidad: «Nos vamos a divertir».
Los fabricantes de automóviles producen modelos cada vez más caros, más rápidos y menos seguros. Ellos sólo se deben a las ganancias y las ganancias las reportan las ventas. Para aumentar los beneficios se reducen los costos de producción sacrificando la investigación y la seguridad. Sólo el capítulo de la publicidad ve crecer sus recursos. Una publicidad que crea y fomenta hábitos, que perfila maneras y gustos, y que en su apología de la velocidad y el juego es tan responsable como la industria o el Estado de las muertes que deja el negocio del transporte.
«Nissan, hace de la ciudad tu campo de juego» porque la conducción, obviamente, es un recreo, un jocoso esparcimiento al que se convoca, sobre todo, a los más jóvenes. Toyota «redefinía el placer de conducir» y lo atestiguaba un conductor que reía, y Mazda representaba «la puerta para escapar de la rutina». «¡Escápate!» gritaba su último modelo.
Hay que jugar, hay que divertirse, porque hasta «la naturaleza puede ser aburrida» como se lamentaba SEAT ante la imagen de una patética tortuga en medio del silencio.
Los jóvenes, precisamente, son los que con más frecuencia ocupan los trágicos titulares de los fines de semana. El juego que se les proponía se interrumpió en una curva, el placer se quedó dormido, la escapada se estrelló contra otro juego.
Nadie ha podido confirmar que los llamados muertos de la carretera, que no del automóvil ni de sus publicidades, tengan para su consuelo la gloria de la risa. Nadie ha visto a un muerto celebrar su vida, ni ganan indulgencias las alegrías por más que sean funestas, pero para ciertas empresas y publicitarias, un automóvil no es un medio de transporte, no es un vehículo en el que trasladarse, es, sobre todo, la ocasión de divertirse, de explayar la euforia cantando mientras se conduce, de espantar la tristeza de las sosas tortugas.
Jugar y conducir… Jugar, por ejemplo, a mantener el equilibrio de una botella sobre el capó de un coche, en lo que Fernando Alonso también demostraba ser un campeón.
Pero… ¿un vehículo es un juguete? ¿Son las carreteras o las calles salas de juego? ¿Qué hay que hacer para ganar el juego? Tal vez lo que promovía otro anuncio de coches meses atrás en las páginas de algunos periódicos digitales: girar sobre dos ruedas en una rotonda virtual.
Los muertos nunca son virtuales. Muy al contrario, suelen ser jóvenes que gracias a esos medios de comunicación, a esos publicistas, a esa industria, mientras el Estado mira para otro lado o subvenciona vehículos, salieron a «jugar» y perdieron la vida.
¿Qué más puede hacerse al mando de un volante o de un pedal? Al fin y al cabo, la diversión es el signo de los tiempos y, aseguraba Citroen, dispone de un fiel aliado: «el imparable poder de la tecnología». Renault aún fue más lejos: «que nadie te diga lo que tienes que hacer». Hasta Aznar tomo nota del eslogan.
Todos los días, en el mundo, miles de personas pierden la vida en calles y carreteras. El poder de la tecnología no fue capaz de salvarlas, la diversión derivó en tragedia y la fiesta en funeral.
Y todo por no saber que un automóvil no prolonga tu pene más allá de tu engaño, no rejuvenece tus arrugas, no te disimula la papada, no te hace deseable; que un automóvil no te da la mano, no te arrima el hombro, no te cede el paso, no es tu compañero;
que un automóvil no te gana el respeto de tus hijos ni te garantiza el solidario abrazo de los tuyos, no es tu familia; que un automóvil no carga su combustible, no repara sus fallas, no paga en el peaje, no es independiente; que un automóvil no te comprende, porque no te escucha ni te habla, porque no compartes con él la misma cama, porque nunca coincidís en una calle, y no es tu amigo ni es tu amante.
Un automóvil no decide el destino, ni mete la primera, ni pone la segunda, ni elige adelantar por el desvío, ni se hace cargo de las vacaciones… o del hospital. Tampoco es Dios.
Un automóvil sólo es una máquina en la que vas y vienes.
No permitas que te conduzca él.