En nuestro inocente antifranquismo juvenil creíamos que lo peor era echar a correr cuando cargaba la policía o la guardia civil porque si nos quedábamos quietos no nos pegarían ni nos patearían en el suelo, ni nos arrastrarían agarrándonos por los pelos, ni nos detendrían, torturarían y encarcelarían… Dada nuestra virginidad política, y embelesados por […]
En nuestro inocente antifranquismo juvenil creíamos que lo peor era echar a correr cuando cargaba la policía o la guardia civil porque si nos quedábamos quietos no nos pegarían ni nos patearían en el suelo, ni nos arrastrarían agarrándonos por los pelos, ni nos detendrían, torturarían y encarcelarían… Dada nuestra virginidad política, y embelesados por la ideología democraticista abstracta, pensábamos que las fuerzas represivas respetarían los «derechos humanos». Muy pronto aprendimos que lo mejor era salir corriendo… para organizar la defensa y contraatacar. Comprendimos que una manifestación debía organizarse militarmente a pequeña escala, con sus objetivos, estrategias, tácticas de aproximación, avance y protección de flancos, y cómo no, sobre todo de retirada segura. Siempre había que tener una retaguardia. Poco después, descubrimos que los mismos criterios elementales, convenientemente adaptados, servían para toda lucha política, sindical, social, cultural, pacífica, estudiantil, vecinal, no-violenta, de masas, etc., debido al contenido político de lo militar y al contenido militar de lo político. Y con sonrojo nos dimos cuenta que no habíamos inventado el fuego: un necesario baño de humildad.
Pero se nos insistía en que lo mejor era la espera, la no provocación, porque el ruido de sables impedía negociar con la «burguesía democrática». Se nos decía que la impaciencia ultraizquierdista de Rosa Luxemburg al decir que «quien no se mueve no siente las cadenas», sólo reforzaba al búnker porque la gente tenía miedo a la represión y, además, era cierto aquello que «más vale malo conocido que bueno por conocer». La «izquierda» explicaba exultante que ya no existían fuerzas represivas sino «trabajadores del orden», que con un SÍ a la «democracia» resolveríamos todos los problemas; al poco esa «izquierda» disciplinó a sus bases amenazando que «quien se mueve no sale en la foto». Y aceptó y pactó a la baja lo que el capital quiso: unidad española, propiedad privada, continuidad reforzada del Estado terrorista, monarquía e Iglesia – «dios nos lo da, dios nos lo quita», «dios aprieta, pero no ahoga» … ¿y si ahoga? -, amnesia social y mentira histórica, desindustrialización para «entrar» en Europa y empobrecimiento para enriquecer al capital… Un diluvio de hielo apagó en muchos sitios el fuego de la libertad, y el grueso de la izquierda renegó de la esencia político-militar del marxismo.
Desde la segunda mitad de los ’70 el capitalismo lanzó una contraofensiva mundial destinada a recuperar la tasa de ganancia, destrozar a la URSS y derrotar la lucha de clases en su generalidad, en especial a las organizaciones armadas. La amnesia social, el abandono de la teoría y la moda post creada por la industria político-cultural, han extirpado de la historia reciente la tenaz resistencia del proletariado. A la vez, los efectos de la desindustrialización y del fetichismo de la mercancía se sumaron a los del reformismo. Todo ello logró que el capitalismo se recuperara mal que bien sobre un rastro de sangre y devastación, con la euforia del aplastamiento de la URSS ocultando que ello fue debido más a razones internas que externas. La sucesión de subcrisis y crisis parciales cada vez más frecuentes e intensas, fue ignorada por la burguesía y eran ridiculizados los pocos marxistas que advertían de la proximidad de la debacle que, como sabemos, estalló a finales de 2007. En las dos últimas décadas, el capitalismo ha cambiado en sus formas, ha desarrollado contradicciones nuevas y lo que es peor, ha agudizado al extremo su esencial irreconciliabilidad con la vida.
Ahora, sobre este desierto, avanza el neofascismo; la represión ha culminado con éxito el asesinato legal de Oier Gómez; aumenta el número de prisioneras y prisioneros políticos y sociales, y de exiliadas y exiliados; planifica el encarcelamiento de Nines Maestro, María Barriuso y Beatriz y de muchas otras personas de bien, sindicalistas, periodistas, militantes…; ahora, el Estado ha endurecido su ataque a GARA buscando cerrarlo para siempre: se equivocan quienes reducen este golpe a un simple problema de libertad de expresión, lo mismo que se equivocaron quienes simplificaban la brutalidad contra la juventud de Altsasu a un hecho aislado del contexto vasco, o quienes niegan la función estratégica de la ofensiva contra los gaztetxes o la ferocidad patronal contra el movimiento obrero y sindical, o los ataques a la cultura popular vasca; ahora se perciben mejor que nunca antes los límites insuperables de las «nuevas» estrategias, estatutos, partidos, confluencias y ciudadanismos, mareas…
Hay que golpear lo más posible al pueblo trabajador en la medida en que éste se deje, pero las luchas proletarias en Euskal Herria indican que no se deja, o al menos resiste en parte. Hay que aplastar a otros pueblos para saquearlos: la burguesía vasco-española anhela la inmediata «reconquista» de Venezuela. Hay que estrujar la propia tierra vasca y la burguesía se salta sus limitadas leyes medioambientales siempre que puede. Hay que manipular a la población, y EiTB y la prensa se vuelcan con ahínco en ello. ¿Por qué?
Porque la economía ha llegado al límite del crecimiento: así lo dice nada menos que Janet Henry, importante analista burguesa. Scholz, ministro alemán de Finanzas, asegura que se ha acabado la época de las vacas gordas, mientras que China registra la tasa de crecimiento más baja desde 1990. La Eurozona crece un 1,8% en 2018, la tasa más baja en cuatro años, Italia también entra en recesión, Francia se estanca, el Brexit amenaza los cimientos, y, en privado, se reconoce que el crecimiento yanqui es artificial. La prensa española grita alborozada que crece un 2,8% sin reconocer que para la economía convencional un aumento del PIB de entre 2,5% y 3% es ya una «recesión técnica», que ese aumento se sostiene sobre el empobrecimiento masivo, que no aumenta la productividad y que, por no extendernos, el capitalismo estatal español ha retrocedido del puesto 8 en 2009 al 14 en 2017 y se discute si retrocederá al 15 o 16 en 2021. Se nos promete que la tecnociencia nos salvará, pero se rige por tres reglas vitales para el capital: derrotar al proletariado, multiplicar la productividad y el beneficio, y vencer en la guerra cainita interburguesa; luego, si sobra algo y según cuanta presión haga el pueblo, aliviar en algo sus penas.
Pues bien, en este nuevo contexto, se rescata la fracasada estrategia y se nos dice que volvamos a creer en la «democracia» tolerada por el capital como única forma de acción política; que frente al neofascismo y la irracionalidad oscurantista al alza, hay que aglutinar a las «fuerzas de progreso», desde el PSOE a la CUP pasando por el PNV; que no son buenos los radicalismos que asustan a la ciudadanía y que debemos esperar a mejores tiempos, a las famosas «condiciones objetivas» para que entonces y sólo entonces la lucha de liberación nacional de clase dirija desde la calle la acción en los parlamentos españoles por muy autonómicos y forales que parezcan. Mientras tanto, hay que esperar, pactar, consensuar. La capacidad de autoorganización y de creatividad del pueblo debe ser supeditada a la lenta burocracia institucional.
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