Traducido por Gaëlle Suñer Rabaud y Raimundo Viejo Viñas
No pasa día alguno en el que no se escuche denunciar los riesgos del populismo. Sin embargo, no por ello es fácil de entender lo que significa la palabra. ¿Qué es un populista? A través de todas las vacilaciones de la palabra, el discurso dominante parece ser caracterizarlo por tres rasgos esenciales: un estilo de interlocución que se dirige directamente al pueblo por encima de sus representantes y notables; la afirmación de que los gobiernos y las élites gobernantes se preocupan de sus propios intereses más que del bien público; una retórica de la identidad que expresa el temor y el rechazo de los extranjeros.
Sin embargo es evidente que no existe una necesidad específica que vincule estos tres rasgos. Que existe una entidad llamada pueblo que es la fuente del poder y el interlocutor prioritario del discurso político, es la convicción que animó a los oradores republicanos y socialistas de antaño. No se vincula a ningún tipo de sentimiento racista o xenófobo. Que nuestros políticos piensen más en su carrera que en el futuro de sus conciudadanos y que nuestros dirigentes vivan en simbiosis con los representantes de los grandes intereses financieros, no hace falta ningún demagogo que lo proclame. La propia prensa que denuncia las derivas «populistas» nos ofrece día a día los testimonios más detallados. Por su parte, los Jefes de Estado y de Gobierno llamados «populistas», como Silvio Berlusconi o Nicolas Sarkozy, tienen buen cuidado de no propagar la idea «populista» de que las élites son corruptas. El término «populismo» no se utiliza para caracterizar una fuerza política definida. Tampoco se refiere a una ideología o un estilo político coherente. Simplemente sirve para dibujar la imagen de un pueblo determinado.
Y es que «el pueblo» no existe. Lo que existe son figuras diversas, antagónicas incluso del pueblo, figuras construidas privilegiando ciertas formas de agregación, ciertos rasgos distintivos, ciertas capacidades o incapacidades. La noción de populismo construye un pueblo caracterizado por la temible alianza de una capacidad -la fuerza en bruto de los muchos- y de una incapacidad -la ignorancia atribuida a esta misma cantidad. A tal fin, la tercera característica, el racismo, resulta esencial. Se trata de mostrar a los demócratas siempre sospechosos de «angelicalismo», lo que en verdad es el pueblo profundo: un agregado habitado por una pulsión primaria de rechazo que apunta a un mismo tiempo a los gobernantes que declara traidores (a falta de comprender la complejidad de los procesos políticos) y a los extranjeros a los que teme por el vinculo atávico a una forma de vida amenazada por la evolución demográfica, económica y social. La noción de populismo vuelve a poner encima de la mesa una imagen del pueblo desarrollada a finales del siglo XIX por pensadores como Hippolyte Taine y Gustave Le Bon, asustados por la Comuna de París y el auge del movimiento obrero: multitudes ignorantes impresionadas por las resonantes palabras de los «agitadores» y llevadas a violencias extremas por la circulación de rumores incontrolados y sustos contagiosos.
¿Realmente se encuentran en nuestro orden del día estos estallidos epidémicos de las multitudes ciegas conducidas por líderes carismáticos? Con independencia de cuáles sean las quejas expresadas a diario contra los inmigrantes y asimismo contra los «jóvenes de las banlieues», éstas no se traducen en manifestaciones populares masivas. Lo que se llama racismo hoy en día en nuestro país, es esencialmente la conjunción de dos cosas. Antes que nada son las formas de discriminación en la contratación o en la vivienda que se ejercen a la perfección en oficinas asépticas. A continuación son las medidas de Estado, ninguna de las cuales han sido resultado de los movimientos de masas: restricciones en entrada al territorio, negativa a proporcionar documentos a las personas que trabajan, cotizan y pagan impuestos en Francia desde hace años, restricción del ius soli, doble castigo, leyes contra el velo y el burka, tasas impuestas a las deportaciones o al desmantelamiento de los campamentos de nómadas. Estas medidas tienen el objetivo esencial de precarizar a una parte de la población en lo que se refiere a sus derechos en tanto que trabajadores o ciudadanos, constituir una población de trabajadores que podrán ser devueltos a casa y franceses que no tienen asegurado poder seguir siéndolo.
Estas medidas son apoyadas por una campaña ideológica que justifica la reducción de derechos por la evidencia de no pertenencia a unos rasgos que caracterizan la identidad nacional. Pero no son los «populistas» del Frente Nacional quienes comenzaron esta campaña. Son los intelectuales, de la izquierda se dice, quienes encontraron el argumento irrefutable: estas personas no son realmente franceses ya que no son laicos.
El reciente «derrape» de Marine Le Pen al respecto es instructivo. No hace otra cosa que condensar en una imagen concreta una secuencia discursiva (musulmanes = islamista = nazi) que se pasea un poco por todas partes en la prosa considerada republicana. La extrema derecha «populista» no expresa una pasión xenófoba específica que emana de las profundidades del cuerpo popular; es un satélite que gestiona a su favor las estrategias de las campañas estatales y de distinguidos intelectuales. El Estado alimenta un sentimiento permanente de inseguridad que combina los riesgos de la crisis y el desempleo con aquellos del hielo en las carreteras o la formamida para acabar cuajando en la suprema amenaza del terrorista islamista. La extrema derecha pone el color de la carne y la sangre al retrato robot diseñado por las medidas ministeriales y la prosa de los ideólogos.
Así, ni los «populistas» ni el pueblo puesto en escena por las denuncias rituales del populismo se ajustan en realidad a su definición. Poco importa a quienes agitan el fantasma. Lo esencial, para ellos, es amalgamar la idea misma del pueblo democrático con la imagen de la multitud peligrosa; así como llegar a la conclusión de que nos debemos poner en manos de quienes nos gobiernan y que cualquier cuestionamiento de su legitimidad y su integridad es la puerta abierta a los totalitarismos. «Mejor una república bananera que una Francia fascista», decía una de las consignas antilepenistas más siniestras de abril de 2002. La matraca actual sobre los peligros mortales de populismo tiene por objeto establecer en teoría la idea de que no tenemos otra opción.
Fuente: http://www.kaosenlared.net/