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No hay mañana

Fuentes: La Jornada

Uno de los mayores desafíos políticos de la época en que me tocó vivir es que el engaño ya no es marginal. Ha venido desde el margen a sentarse en el asiento del poder en la Oficina Oval y en el Congreso. Por primera vez en nuestra historia, la ideología y la teología ejercen un […]

Uno de los mayores desafíos políticos de la época en que me tocó vivir es que el engaño ya no es marginal. Ha venido desde el margen a sentarse en el asiento del poder en la Oficina Oval y en el Congreso. Por primera vez en nuestra historia, la ideología y la teología ejercen un monopolio del poder en Washington.

La teología sostiene proposiciones que no pueden demostrarse; los ideólogos se aferran con terquedad a una visión del mundo por más que los contradiga la realidad generalmente aceptada. Cuando ideología y teología se aparean, sus crías no siempre son malas, pero siempre son ciegas. Y he allí el peligro: votantes y políticos igualmente desdeñosos de los hechos.

¿Se acuerdan de James Watt, el primer secretario del Interior del presidente Ronald Reagan? Mi diario ecologista en línea preferido, el siempre apasionante Grist, me recordó en fecha reciente aquella vez en que James Watt sostuvo ante el Congreso que proteger los recursos naturales era irrelevante a la luz del inminente retorno de Jesucristo. En testimonio público afirmó: «después que el último árbol sea derribado, Cristo regresará».

Las elites de Washington rieron por lo bajo. Los reporteros no sabían de qué hablaba el funcionario. Pero Watt hablaba en serio, al igual que compatriotas suyos en todo el país. Son las personas que creen que la Biblia es la verdad al pie de la letra: la tercera parte del electorado estadunidense, si una encuesta reciente de Gallup es correcta. En la elección presidencial pasada varios millones de ciudadanos buenos y decentes acudieron a las urnas creyendo en el índice apocalíptico.

Leyeron bien: índice apocalíptico. Si buscan en el Google (rapture index) descubrirán que en la lista de libros más vendidos hoy día en Estados Unidos están los 12 volúmenes de la serie Left Behind (Dejados atrás), escrita por Timothy LaHaye, fundamentalista cristiano y guerrero de la derecha religiosa. Estos verdaderos creyentes se adhieren a una teología fantástica ideada en el siglo XIX por una pareja de predicadores inmigrantes que tomaron pasajes bíblicos sin conexión entre sí y los entretejieron en una narración que ha cautivado la imaginación de millones de estadunidenses.

Su trazo general es simple, aunque extraño (el escritor británico George Monbiot realizó hace poco una brillante disección y estoy en deuda con él por haber contribuido a mi entendimiento del tema): una vez que Israel haya ocupado el resto de las «tierras bíblicas», legiones de anticristos lo atacarán, lo cual desencadenará una batalla final en el valle de Armagedón. Los judíos que no se hayan convertido serán quemados, y el mesías regresará para el apocalipsis. Los verdaderos creyentes serán elevados de entre sus ropas y transportados al Paraíso, donde, sentados a la derecha del Padre, observarán a sus opositores sufrir plagas de forúnculos, llagas, langostas y ranas durante varios años de tribulación que vendrán enseguida.

No es invento mío. Al igual que Monbiot, he leído los textos. He informado sobre estas personas, siguiendo a algunas desde Texas hasta Cisjordania. Con sinceridad y seriedad expresan que se sienten llamadas a contribuir al advenimiento del apocalipsis, en cumplimiento de la profecía bíblica. Por eso han declarado solidaridad con Israel y con los asentamientos judíos y reforzado su respaldo con dinero y voluntarios. Por eso para ellos la invasión a Irak fue un acto de calentamiento, predicho en el Libro del Apocalipsis, en el que cuatro ángeles «que están atados en el gran río Eufrates serán liberados para acabar con la tercera parte de la humanidad».

Una guerra con el Islam en Medio Oriente no es algo que temer, sino que esperar: una conflagración esencial en el camino a la redención. La última vez que lo busqué en el Google, el índice apocalíptico iba en 144: apenas un lugar abajo del punto crítico en el que todo estallará, el hijo de Dios regresará, los piadosos entrarán al cielo y los pecadores serán condenados al fuego eterno.

¿Qué significa esto para la política pública y el medio ambiente? Vayan al Grist y lean un notable trabajo de investigación del periodista Glenn Scherer: «El camino al Apocalipsis ambiental». Léanlo y verán que millones de fundamentalistas cristianos probablemente creen que no sólo no hay que temer la destrucción del ambiente, sino que se le debe recibir con agrado -e incluso apresurarla-, como signo del próximo apocalipsis.

Grist deja en claro que no hablamos de un puñado de legisladores marginales que sostienen estas creencias o están comprometidos con ellas. Cerca de la mitad del Congreso estadunidense antes de la elección pasada -231 legisladores en total y más después de la elección- están apoyados por la derecha religiosa. Cuarenta y cinco senadores y 186 miembros de la 108 legislatura obtuvieron tasas de aprobación de entre 80 y 100 por ciento de los tres grupos activistas más influyentes de la derecha cristiana. Entre ellos se cuentan Mitch McConell, líder asistente de la mayoría; Rick Santorum, de Pensilvania, presidente de Conferencia; Jon Kyl, de Arizona, presidente de Política; Dennis Hastert, presidente de la Cámara de Representantes, y Roy Blunt, comisario de la mayoría. El único demócrata que obtuvo 100 por ciento con la coalición cristiana fue el senador Zell Miller, de Georgia, quien hace poco citó un pasaje del libro bíblico de Amos en la tribuna del Senado: «Llegarán días, dijo el Señor, en que enviaré una hambruna a la tierra». Dio la impresión de que le encantaba la idea.

¿Y por qué no? Hay respaldo para ella. Una encuesta realizada en 2002 por Time y CNN descubrió que 59 por ciento de los estadunidenses creen que las profecías halladas en el Apocalipsis se cumplirán. Casi la cuarta parte creen que la Biblia predijo los ataques del 11 de septiembre. Si uno cruza el país con la radio sintonizada en las más de mil 600 estaciones cristianas, o pone el televisor del motel en uno de los 250 canales cristianos, se podrá escuchar algo de este evangelio del fin de los tiempos. Y entenderá por qué, como señala Grist, no se puede esperar que personas cautivadas por el sortilegio de tan potentes profecías «se preocupen por el medio ambiente. ¿Por qué preocuparse por la tierra cuando las sequías, diluvios, hambrunas y pestes atraídos por el colapso ecológico son signos del apocalipsis previsto en la Biblia? ¿Por qué inquietarse por el cambio climático global cuando el creyente y los suyos serán rescatados en el apocalipsis? ¿Y por qué molestarse en pasar del petróleo a la energía solar cuando el mismo Dios que realizó el milagro de los panes y los peces puede aparecer unos cuantos miles de millones de barriles de petróleo ligero con una sola palabra?

Y es que estas personas creen que, mientras Cristo regresa, Dios proveerá. Uno de sus textos es un libro de historia para secundarias, Historia providencial de Estados Unidos. Allí encontramos estas palabras: «El laico o socialista tiene mentalidad y opiniones de recursos limitados y mira el mundo como un pastel… que se necesita cortar para que cada quien reciba un pedazo». Sin embargo, «el cristiano sabe que el potencial de Dios es ilimitado y que no hay escasez de recursos en la tierra de Dios… en tanto muchos laicos ven un mundo sobrepoblado, los cristianos saben que Dios hizo la tierra lo bastante grande y con plenitud de recursos para albergar a toda la gente».

No es sorprendente que Karl Rove se pasee por la Casa Blanca silbando ese himno militante, En guardia soldados cristianos. Convocó a millones de esos soldados el 2 de noviembre, entre ellos muchos que han hecho del apocalipsis una poderosa fuerza motriz en la política estadunidense.

Es difícil para un periodista informar con alguna credibilidad sobre un hecho como éste. Déjenme ponerlo en un plano personal. Yo mismo no sé cómo estar en este mundo sin esperar un futuro confiable y levantarme cada mañana para hacer lo que pueda para propiciar su advenimiento. Así pues, siempre he sido optimista. Ahora, sin embargo, pienso en aquel amigo de Wall Street al que alguna vez le pregunté: «¿Qué piensas del mercado?» «Soy optimista», contestó. «Entonces, ¿por qué tienes cara de preocupación?» «Porque no estoy seguro», respondió, «de que mi optimismo sea justificado.»

Tampoco yo. Hubo un tiempo en que estaba de acuerdo con Eric Chivian y con el Centro para la Salud y el Ambiente Globales en que la gente protegería el medio cuando se diera cuenta de su importancia para la salud y la vida de sus hijos. Ya no estoy tan seguro. No es que no quiera creerlo, sino que he leído noticias y conectado los puntos.

Leí que el administrador de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos ha declarado que la elección fue un mandato a Bush en materia ambiental. Estamos hablando de un gobierno:

Que quiere rescribir la Ley de Aire Limpio, la Ley de Agua Limpia y la Ley de Especies en Peligro, la cual protege las especies vegetales y animales raras y sus hábitat, así como la Ley Nacional de Política Ambiental, la cual obliga al gobierno a juzgar por anticipado si una acción puede causar daño a los recursos naturales.

Que quiere relajar los límites de contaminación y del ozono; eliminar las inspecciones a los escapes de los vehículos y aligerar las normas sobre contaminación para automóviles, vehículos deportivos utilitarios y camiones grandes y equipo pesado impulsados por diesel.

Que quiere una nueva ley de auditoría internacional que permita a corporaciones mantener en secreto información sobre problemas ambientales.

Que quiere desistirse de todas sus demandas de revisión de nuevas fuentes contra plantas energéticas contaminantes que operan con carbón, y debilitar los convenios de consentimiento acordados antes con compañías de carbón.

Que quiere abrir el Refugio Artico (Nacional) de la Vida Silvestre a la explotación petrolera e incrementar la perforación en el Parque Nacional Costero Isla del Padre, el arrecife natural más largo del mundo y la última gran zona costera de vida silvestre en Estados Unidos.

Leí las noticias en estos días y me enteré de que la Agencia de Protección Ambiental planea gastar 9 millones de dólares -2 millones provenientes de los amigos del gobierno en el Consejo Estadunidense de Química- en pagos a familias pobres para continuar utilizando pesticidas en sus casas. Estas sustancias se han vinculado con daño neurológico en niños, pero, en vez de ordenar un alto a su empleo, el gobierno y la industria ofrecerán 970 dólares a cada familia, así como cámaras digitales de video y ropa para los niños, a cambio de servir de conejillos de Indias en el estudio. Lo leí en las noticias.

Acabo de leer que los amigos del gobierno en la Red Internacional de Políticas, patrocinada por Exxon Mobil y otras de mentalidad parecida, han emitido un nuevo informe según el cual el cambio climático es «un mito, los niveles del mar no se elevan» (y) los científicos que creen que la catástrofe es posible son «una vergüenza».

No sólo leí las noticias, sino también la letra menuda de la reciente iniciativa de asignaciones presupuestales aprobada por el Congreso, con los oscuros (y obscenos) codicilos que se le montaron*: una cláusula que retira todas las protecciones a especies amenazadas por pesticidas; un texto que prohíbe la inspección judicial de un bosque en Oregon; una exención de inspección ambiental en permisos para pastizales; un codicilo presentado por fraccionadores para debilitar la protección de hábitat cruciales en California.

Leí todo esto y observé las fotografías en mi escritorio, junto a la computadora: los retratos de mis nietos. Vi el futuro mirándome desde esas fotos y dije: «Padre, perdónanos porque no sabemos lo que hacemos». Y luego me detuve en seco, pensando: «No está bien. Sí sabemos lo que hacemos. Les estamos robando su futuro. Traicionando su confianza. Arruinando su mundo».

Y me pregunté: ¿por qué? ¿Porque no nos importa? ¿Porque somos codiciosos? ¿Porque hemos perdido la capacidad de indignación, la habilidad de sostener la indignación ante la injusticia? ¿Qué ha pasado con nuestra imaginación moral?

En tierra agreste Lear pregunta a Gloucester: «¿Cómo ves el mundo?» Y Gloucester, que es ciego, responde: «Lo veo sintiéndolo».

Yo lo veo sintiéndolo. Las noticias no son buenas estos días. Puedo decirles, sin embargo, que como periodista sé que la noticia nunca es el fin de la historia. La noticia puede ser la verdad que nos haga libres: no sólo para sentir, sino para luchar desde el futuro que queremos. Y la voluntad de luchar es el antídoto contra la desesperación, la cura para el cinismo y la respuesta a esos rostros que me miran desde esas fotografías de mi escritorio. Lo que necesitamos es lo que los antiguos israelitas llamaban hochma: la ciencia del corazón, la capacidad de ver, de sentir y luego de actuar como si el futuro dependiera de nosotros.

Y créanme, sí depende de nosotros.

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Bill Moyers es uno de los periodistas de televisión y documentalistas más conocidos de Estados Unidos. Este artículo fue tomado de AlterNet.com, donde apareció originalmente.

* La legislación estadunidense permite que a una iniciativa de ley referente a asignación de fondos presupuestales se le agreguen riders (codicilos) sobre los más diversos temas, los cuales no son objeto de debate en lo particular, sino que se aprueban en paquete. Es un recurso común del Ejecutivo para lograr la aprobación de leyes que causan controversia (N. del T.).