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Prólogo a "Un genocidio que no cesa", de Giovanni Rivera Huertas

No llamemos víctimas a los dignos luchadores de la USO

Fuentes: Rebelión

“Aquí, la reivindicación de la dignidad se basa en la profundidad de un pasado, donde el sufrimiento rivaliza con la rebelión, prueba de que la libertad es posible incluso ahí donde nada parece poder sostenerla”. Norman Ajari, Dignidad o muerte. Ética y política de la raza, Editorial Txalaparta, Tafalla, 2021, p. 37.

El libro que ahora tenemos el privilegio de prologar se convierte en un suceso bibliográfico que debemos aplaudir, porque recupera una parte de una historia tenebrosa -cubierta por la bruma del olvido y de la calumnia- la del genocidio perpetrado contra los trabajadores petroleros que se han organizado en la Unión Sindical Obrera. Es significativo que esta obra haya sido impulsada por una instancia de la USO, su Comisión de Derechos Humanos, y que los investigadores que en ella han participado, Olimpo Cárdenas, — y Giovanni Rivera, quien se encargo de la redacción definitiva, hayan recogido con juicio, cuidado y superando los lugares comunes, la información que nos presenten este libro, en el que se reivindica la dignidad y la lucha. Este libro va contra la corriente y las visiones dominantes cuando de analizar la violencia en general y la violencia antisindical en particular se trata.

Así,  Un Genocidio que no cesa es un libro que adquiere un relieve especial por muchas razones, entre las cuales queremos destacar tres: en primer lugar, empieza a llenar un vacío bibliográfico e investigativo sobre el sindicalicidio colombiano, uno de cuyos capítulos más horrorosos es el de la persecución sistemática, organizada y planificada para destruir a la Unión Sindical Obrera; en segundo lugar, recupera la memoria de lucha y dignidad de los trabajadores petroleros, un legado que debe iluminar los retos que en el presenta afronta la USO; en tercer lugar, esta obra desmitifica muchos de los lugares comunes que la violentología oficial y semioficial ha construido sobre la violencia contemporánea en nuestro país. A continuación, desglosamos algunos de los aportes más significativos de esta obra.

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“Estoy orgulloso de la militancia de mi hijo. A veces pienso que algo tuve que ver yo con ella y eso redobla mi orgullo y mi dolor. Mi hijo no era un “inocente”. Le dolían la pobreza, la ignorancia, el sufrimiento ajeno, la estupidez, la explotación de los poderosos, la sumisión de los débiles. Nunca se sintió portador de una misión, pero quiso cambiar el país para que hubiera más justicia. Hizo lo que pudo, callada, humildemente. De todo eso fue “culpable”. ¿Y no fue por eso víctima de la dictadura militar? Repito la pregunta: ¿Hubo que ser “inocente” para tener acceso a categoría de “víctima de la dictadura militar”?”. Juan Gelman, “Elogio de la culpa”. Página 12, enero 3 de 2000.

La noción de víctima es uno de los elementos analíticos y políticos más cuestionables que se ha impuesto en Colombia a la hora de referirse al terrible costo humano del conflicto social y armado que vivimos desde hace 75 años. Ese vocablo encierra un sinnúmero de contradicciones, y en muchos casos sin sentidos, que amerita unas cuantas palabras.

Como bien lo ha dicho el poeta argentino Juan Gelman en su breve y bello texto Elogio de la culpa, en homenaje a su joven hijo Marcelo (quien sufrió la tortura, luego fue asesinado y sus restos estuvieron desaparecidos durante casi un cuarto de siglo) el término víctima plantea una diferenciación tajante y cuestionable entre inocencia y culpa. De manera implícita en general, se insinúa que alguien es victima porque es inocente, término que transmite una asepsia política; es decir, alguien es victima porque nunca tuvo ningún compromiso político, ni luchó por algo, ni levanto su voz para protestar, ni se atrevió a ir contra el orden establecido. Casi que víctima seria un poco, en este sentido, como el analfabeto político del que alguna vez habló Bertolt Brecht: “No oye, no habla, /ni participa en los acontecimientos políticos. / No sabe que el costo de la vida, / el precio del pan, del pescado, de la harina, / del alquiler, de los zapatos o las medicinas / dependen de las decisiones políticas. /El analfabeto político / es tan burro, que se enorgullece / e hincha el pecho diciendo /que odia la política”. Tal sería el inocente y la víctima. El problema es que esta concepción de víctima deja por fuera la subjetividad política, rebelde, revolucionaria, de todos aquellos, hombres y mujeres, que encarnan proyectos alternativos al orden existente y por defender esos proyectos pelean y por eso se les persigue, encarcela, tortura, exilia, desaparece y mata. En ese sentido, no son inocentes, son culpables, claramente culpables de levantarse dignamente por un ideal, luchar por un mundo distinto y, por oponerse a la opresión y a la injusticia. Desde este punto de vista, estos sujetos no son inocentes, son culpables. Y por esa culpa, de ir contra la corriente y ser distintos, le ha pasado lo que les ha sucedido. En el vulgar sentido común y mediático que se ha impuesto en Colombia para legitimar la represión estatal y la violencia para-estatal se dice cuando matan a un dirigente sindical “por algo será, en algo se habrá metido” y los más cínicos sostienen que “se lo tenía bien merecido por meterse en lo que no le importa, en lo que no debía meterse”. O como lo dijo el asesino paramilitar Carlos Castaño: “a los sindicalistas los matamos porque no dejan trabajar”.

Por supuesto, en esta lógica los dirigentes sindicales no son víctimas, ni son inocentes, son culpables. Y lo son por atreverse a desafiar el orden dominante. Eso es lo que hicieron los 125 trabajadores asesinados, afiliados a la USO y los miles de trabajadores que protestaron, participaron en paros locales, regionales o nacionales, paralizaron la producción de petróleo y a muchos de los cuales les cobraron esas acciones, sometiéndolos a chantajes, amenazas y atentados, que los obligaron a renunciar a sus trabajos, a su militancia política consciente, a marcharse de sus regiones para soportar el tenebroso exilio, a ver cómo se destruían sus familias… En esta perspectiva, y con Juan Gelman podemos hacer un elogio de la culpa de los trabajadores de la USO, por luchar y soñar por otro país.

Este libro tiene el mérito que recupera la memoria de las luchas y dignidad de los mártires de la USO, quienes no han sido asesinados como resultado de una violencia ciega y sin norte, sino porque representaban otro proyecto de país y de sociedad, por proponer otra forma de manejar los hidrocarburos, por impulsar un nacionalismo cosmopolita con un ideal de auténtica soberanía y no por ese patriotismo barato y entreguista de las clases dominantes de este país.  Por todo ello, esos luchadores generan admiración y respecto, por su vida digna. En contravía, las victimas despiertan lastima. Y ese es otro elemento de distinción que debe resaltarse, puesto que los que luchan no generan lástima, sino solidaridad intergeneracional y compasión, que es algo diferente. Recordemos, de paso, que compasión y lástima son dos sentimientos diferentes y suponen, en términos políticos, distintas reacciones. Compasión (etimológicamente sufrir juntos) supone participar activa y conscientemente en el sufrimiento de otra persona, estar preocupado por los sentimientos de los demás. La compasión lleva a que una persona se involucre en el sufrimiento de otro, se esfuerce por comprenderlo y ayudar a asumirlo.  La lástima (etimológicamente observar a quien padece), es una pura apreciación, lejana, distante, efímera, es un sentimiento pasivo, suscita tristeza, pero no acción, para mitigar el sufrimiento de los otros.  La compasión es activa y duradera, la lástima es pasajera y pasiva. La lástima genera distancia, mientras que la compasión aproxima con los que sufren. La compasión permite que nos conectemos emocionalmente con el sufrimiento ajeno hasta el punto de que nos motiva a involucrarnos para modificar la situación y llevar algo de consuelo al que sufre. En síntesis, los luchadores generan compasión, mientras que las víctimas solo despiertan lástima.  

Por ello, no debe generarse un sentimiento de victimización con los luchadores de la USO, sino una reivindicación y comprensión empática de su altives y dignidad. Eso es lo que se hace en este libro, porque “para escribir contra la vida indigna es preciso conocerla efectivamente, estar vinculado a ella. Pero también es necesario que este vínculo haga memoria, que mire al miedo. Que no cargue todo su peso en el presente”[1].

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“[…] Las multinacionales acaparan el poder soberano de matar o de dejar vivir”. Norman Ajari, Dignidad o muerte. Ética y política de la raza, Editorial Txalaparta, Tafalla, 2021, p. 134

La noción de victimas que conduce a la desaparición del que lucha y resiste, tiene implicaciones también en cuanto a la comprensión de la violencia desatada contra los sujetos rebeldes y, sobre todo, esconde a sus responsables. En el caso colombiano se ha tendido a dibujar el panorama de una violencia ciega e incomprensible, en que todo el mundo da palos de ciego, sin que finalmente exista ningún fundamente que explique lo sucedido. En concreto, para el caso que nos ocupa, el de los trabajadores petroleros, se suele decir que nadie es responsable de los muertos, heridos, asesinados, exiliados, desaparecidos. El costo humano de esa persecución se desvanece en el rastro de la noche, una interminable noche de niebla como en la época nazi, en el que finalmente todo parece ser tan etéreo que no hay ninguna responsabilidad. Los sindicalistas han muerto como resultado de los “violentos”, que no son “colombianos de bien”,  o incluso se llega a decir que han muerto por líos de faldas o problemas personales.

A estas falacias se opone este libro, en el cual con valentía se señalan a los responsables directos del genocidio sindical que ha soportado la USO. Esos no son señalamientos gratuitos o irresponsables, sino que están debidamente documentados, con fuentes judiciales, periodísticas y con numerosos testimonios, incluyendo de aquellos que sobrevivieron a la masacre y, con toda la autoridad que les brinda su propia experiencia de persecución y desarraigo, responsabilizan a Ecopetrol, a multinacionales petroleras, a empresarios locales y, en forma directa, al Estado colombiano.

El hilo conductor que recorre el desentrañamiento de esa trama de responsabilidad radica en comprender que tras la fachada seudodemocrática en este país lo que ha imperado es el terrorismo de Estado, con su carácter contrainsurgente, que ha construido la noción de enemigos internos, a los que se persigue y extermina (y entre ellos están los trabajadores afiliados a la USO) y que a partir de esa lógica ha impulsado a fuerzas paraestatales que, junto con los cuerpos represivos del Estado colombiano, han operado para matar a los luchadores sociales de las zonas petroleras del país, en primer lugar de Barrancabermeja.

En las páginas de este libro desfilan las redes de “Inteligencia” [sic] [mejor llamar Redes de Brutalidad] que a comienzos de la década de 1990 y atendiendo la recomendación de los Estados Unidos, fueron creadas para limpiar de elementos “indeseables” las “zonas rojas” del país. A esas redes se les atribuyen más de un centenar de asesinatos en la región de Barrancabermeja y sus alrededores. También se menciona la responsabilidad directa e indirecta de Ecopetrol por la persecución de los trabajadores sindicalizados, en especial de sus directivos más emblemáticos, recurriendo a todos los medios de lucha: militares, judiciales (Justicia sin Rostro, por ejemplo), mediáticos (con la difusión de mentiras y calumnias, puesto que los sicarios con micrófono y video que operan de periodistas dan las señas para que los sicarios con armas de fuego disparen).

Porque el terrorismo de Estado a la colombiana no solamente emplea la violencia física directa, también ha recurrido al terrorismo judicial, con todo un aparato penal a su servicio para perseguir a los trabajadores. Algo que se basa un poco en la lógica del léxico alemán de la época de los nazis en que se aseguraba que “la bata del asesino estaba escondida tras la bata del jurista” (Helena Urán, p. 155.) Pero ese terrorismo judicial también opera en otro ámbito: el de la impunidad, que supone proteger y absolver a los asesinos, empezando por los miembros de las fuerzas armadas y los altos funcionarios del Estado.

Y entre los que gozan de completa impunidad están las multinacionales del petróleo y los hidrocarburos que, igual que sucedía con el enclave de la Tropical Oil Company desde la década de 1920, tienen las manos libres para actuar a sus anchas, incluso organizando grupos paramilitares para proteger sus intereses, siempre con el pretexto que la protección al capital extranjero es una garantía de confianza inversionista para desarrollar a Colombia. El caso del trabajador Gilberto Torres, secuestrado por los paramilitares y obligado a exiliarse en varias ocasiones, muestra la responsabilidad directa de “respetables” multinacionales, en concreto de la British Petroleum Company. Y ese caso es asumido acá de manera directa, sin rodeos ni eufemismos, para indicar el sentido y responsables de la violencia antisindical en este país, como lo deja en claro un novelista:  “Al campo petrolero no vale la pena ir, ahí sigue cuidado por los mismos matones y emanando la misma violencia ¿Y los campesinos desplazados por la Oxi? Pregunte. Siguen luchando, pero tampoco les resuelven nada y ahora, además del acoso del Ejército, la policía y los paras, deben aguantar la persecución de los abogados y los jueces de las petroleras y el gobierno”[2].

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En el libro cuasi-oficial del santismo titulado Basta ya, sus autores desde el Centro de Memoria Histórica han querido implantar una nueva verdad sobre el comienzo del conflicto social y armado en Colombia[3]. Para ellos, la flecha emblemática señalada es la de 1958, cuando comienza el oligárquico, bipartidista y excluyente Frente Nacional. Esa fecha no es resultado, ni mucho menos, del rigor y exhaustividad histórica para periodizar nuestra violencia contemporánea, sino que tiene que ver con intereses políticos, entre los cuales se encuentra el objetivo no confeso de enterrar la investigación y responsabilidad del Estado colombiano y de las clases dominantes de ese país de la Primera Violencia, que comenzó a mediados de la década de 1940 y cuyo hecho más traumático -pero que tampoco marcó el inicio de esa violencia- fue el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948. Esto supone lavar las manos untadas de sangre de los constructores del Frente Nacional, los mismos que llenaron de dolor y muerte a este país, y que con su acuerdo oligárquico quisieron pasar la página y ocultar sus crímenes.

Pero, además, escoger esa fecha y plantear una periodización a partir de la misma supone suscribir, de manera tácita o encubierta la falacia que la violencia contra obreros, campesinos, colonos, indígenas,  estudiantes, habitantes pobres de las ciudades, en fin contra los sectores populares, es un producto directo del conflicto armado y, de manera más concreta, que está asociada a la emergencia de los movimientos guerrilleros en la década de 1960 y, además, es un resultado directo de la Revolución Cubana. Esta mentira del bloque de poder contrainsurgente y sus ideólogos tiene como consecuencia que se subordina cualquier explicación de la violencia estructural contra las clases subalternas a la existencia del movimiento insurgente, como si esa violencia no tuviera sus propias lógicas contrainsurgentes, que son anteriores a la aparición del movimiento guerrillero, y que están inscritas en la lógica de preservar la desigualdad y acallar o liquidar a quienes pretendieran oponérsele. Eso sucedió con trabajadores, indígenas y campesinos que sufrieron la represión estatal de manera permanente desde el siglo XIX, sobre lo cual existen acontecimientos tristemente célebres como la masacre de los artesanos que apoyaron al gobierno de José María Melo en 1854, la masacre de artesanos en Bogotá en enero de 1893, realizada por la recién fundada Policía Nacional, dirigida por un represor de nacionalidad francesa, la matanza de las Bananeras en 1928, la persecución a colonos, campesinos e indígenas desde la segunda década del siglo XX para no realizar ninguna reforma agraria y organizar una revancha terrateniente, con miles de muertos desde finales de la década de 1940, el asesinato de los guerrilleros liberales desmovilizados en 1954 durante la dictadura militar, entre ellos Guadalupe Salcedo Unda, su principal comandante, asesinado en las calles de Bogotá por la policía nacional y un interminable etcétera de muerte que se presenta en momentos en que no se había presentado la revolución cubana ni tampoco habían surgido movimientos guerrilleros de índole revolucionaria.

Y todo esto es importante recordarlo, porque en lo que respecta a la USO en particular y a los trabajadores petroleros en general, su persecución no comenzó en 1958. Si eso se dijera, se están desconociendo 40 años de persecución y represión por parte del Estado y de las multinacionales del petróleo.

En ese sentido, este libro tiene el mérito, sistematizando lo que ya se ha demostrado en otras investigaciones sobre los trabajadores petroleros, de ir contra la corriente revisionista que se plasmó en el Basta Ya, de hacer un recuento de la violencia antisindical que se desencadenó contra la Unión Obrera, primer nombre de la centenaria USO, desde el mismo momento de su fundación, y contra el primer contingente de trabajadores que se insubordinó contra la Tropical Oil Company en el enclave de Barrancabermeja. Por si hubiera dudas, se publica la foto del primer trabajador que fue asesinado por las balas oficiales durante la huelga de 1927. Con esto se quiere ratificar que contra la USO en particular y contra el sindicalismo clasista se ha desencadenado una violencia permanente, que no es resultado del conflicto armado, sino que tiene su propia lógica y dinámica, que busca acallar a los trabajadores, desorganizarlos, todo para facilitar su explotación e incrementar la ganancia de las empresas petroleras, nacionales y extranjeras, así como para facilitar el saqueo de los bienes naturales del país y pisotear nuestra siempre ultrajada soberanía.

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“La dignidad es tal vez la noción más radical de todo el pensamiento político, ya que cuestiona el carácter vivible de la propia vida: la necesidad de liberarse de lo cotidiano del sufrimiento y de la astenia cultivando un poder colectivo”. p. 145

Este libro se ha confeccionado a partir de un amplio abanico de fuentes, entre las cuales deben resaltarse innumerables documentos generados por la USO en el mismo momento de los asesinatos, atentados, secuestros de alguno de sus miembros, pero, sobre todo, el exhaustivo trabajo de escuchar las voces de familiares y trabajadores involucrados directamente en ese genocidio. Esos seres humanos de carne y hueso, con nombres y apellidos, con su propio rostro desfilan por este libro, para recordarnos que no se está hablando en abstracto, ni de seres anónimos, sino de hombres y mujeres, con sus sueños, esperanzas, frustraciones y sufrimientos. Los testimonios orales han sido inestimables en esta reconstrucción para compartir ese proyecto de lucha y dignidad.

En esta dirección este es un libro en el que se relata y reconstruye una “historia de supervivencia”, algo indispensable porque conecta el pasado, el presente y el futuro. Sí, la dureza del “pasado” la que han vivido los luchadores de la USO, hasta el punto de que a muchos de ellos en eso se les fue la existencia, cuando sus experiencias apuntaban a vivir otra vida, combatiendo la indignidad. Y ese “pasado” sobrevive en nuestro presente, mediante el conocimiento histórico de esas luchas, apreciando y valorando esos esfuerzos como fuente nutricia de mantener la lucha en el presente y en esbozar otros futuros posibles, más allá de la opresión, la injusticia, la miseria y la desigualdad. Estamos hablando de conectar los eslabones de “una cadena de legados, de fantasmas y de archivos”, en donde “estas ‘historias de supervivencia’ constituyen un recurso indispensable, capaz de enriquecer el presente a nivel existencial, intelectual y afectivo. Ser digno, en este sentido, es estar atormentado, habitado por un pasado”[4]. Esa conexión nos muestra las semillas de otros futuros diferentes y de luchas y rebeliones contra la opresión y explotación en el presente.

Como colofón, podemos decir que este es un libro que rescata el valor de la lucha y la dignidad, sin falsos e hipócritas procesos de victimización, ya que los perseguidos, secuestrados, torturados y exiliados de la USO encarnaron en su vida un proyecto, el de otro país, por el que se organizaron y enfrentaron el oprobio y la injusticia. Y ese legado debe despertar una solidaridad intergeneracional que nutre las luchas del presente, porque hoy como ayer afrontamos los mismos retos y dificultades. Y en ese horizonte adquiere sentido la “la reivindicación de la dignidad” en la que los oprimidos no tienen otro punto de referencia aparte de su propio ser colectivo” puesto que “la dignidad del oprimido no se revela en la comparación, sino a través de la afirmación radical de sí mismo contra el orden social presente, que reabre la posibilidad de tejer relaciones mediante el hecho de compartir una misma dignidad y una misma lucha”[5]. Por supuesto, la misma lucha que afrontamos hoy en este martirizado país, donde el genocidio no cesa, impulsado por las fuentes del poder y la riqueza de siempre, con sus mismos procedimientos criminales y protegidos por la impunidad sin límite, que cobija a los “colombianos de bien” que, como se evidencio en el paro nacional de 2021, salen a dispararle a la gente humilde que se atreve a protestar y a pisar sus encopetados guetos urbanos de ricos y para ricos, para defender su bolsillo (al que se les hace agua la boca llamando “patria”), porque conciben que a esa gente pobre y humilde, como son los habitantes de las zonas petroleras, “hay que imponerle la civilización a las malas, sostienen los empresarios y las autoridades de la región. Lo inquietante es que son gente tan amable y educada que a uno le cuesta aceptar que son ellos quienes ordenan tanta atrocidad”[6]. Pues lo mismo acontece con los grandes emprendedores del mundo del petróleo, nacionales y extranjeros que, con sus trajes lustrosos, sus celulares de alta gama y sus portafolios relucientes dan las ordenes a los matones para que procedan a limpiar de indeseables las regiones petroleras. Esas órdenes emanan de Bogotá, Nueva York, Washington y Londres para que sus negocios no se detengan, sigan acumulando capital, sin importar lo que haya que hacer para liquidar a esos incomodos sindicalistas que no dejan trabajar. Porque, al fin y al cabo, “Colombia somos todos, los que van quedando en las fosas comunes y los que viven en mansiones y tienen grandes negocios y siguen mandando matar para hacer crecer sus fortunas”[7].

Pero eso no se podrá hacer en forma tan sencilla, mientras existan seres humanos que con dignidad y coraje se nieguen a aceptar la lógica panglosiana de que vivimos en el mejor y único mundo posible. Y ese dignidad la han encarnado como pocos los trabajadores petroleros organizados y sometidos a un baño de sangre que parecen que nunca termina, como tan bien lo ha descrito y analizado este libro.

Notas

[1]. Norman Ajari, Dignidad o muerte. Ética y política de la raza, Editorial Txalaparta, Tafalla, 2021, p. 92.

[2]. Sergio Álvarez, Cantar es sobrevivir, Seix Barral, Bogotá, 2021

[3]. Centro Nacional de Memoria Histórica, Basta ya. Memorias de lucha y dignidad, Imprenta Nacional, Bogotá, 2012 [¿?], pp.  

[4].  N. Ajari, op. cit., p. 396.

[5]. Ibid., p. 145.

[6]. S. Alvarez, op. cit., p. 33.

[7]. Ibid., p. 147.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.