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Sobre la polémica comunismo y derecho

No se puede desmontar la casa del Amo con sus herramientas

Fuentes: Rebelión

Me incorporo a un debate que ha tenido lugar en estas páginas sobre la relación entre comunismo y derecho [1] y lo hago haciéndome eco de una observación que Santiago Alba Rico hizo en el contexto de una discusión muy similar que se dio de manera informal entre algunos compañeros y compañeras de Rebelión.org: que […]

Me incorporo a un debate que ha tenido lugar en estas páginas sobre la relación entre comunismo y derecho [1] y lo hago haciéndome eco de una observación que Santiago Alba Rico hizo en el contexto de una discusión muy similar que se dio de manera informal entre algunos compañeros y compañeras de Rebelión.org: que entre comunistas se puede estar en radical desacuerdo, se puede defender una posición a capa y espada sin que necesariamente eso implique aniquilar al otro. Sobra decir que no se trata aquí de introducir teorías comunicativas habermasianas ni de buscar consensos liberales que desarmen la fuerza de los antagonismos; se trata de avanzar por el mismo camino, porque si algo queda claro es que, a pesar del tono de todas y cada una de las intervenciones, todos somos abiertamente anticapitalistas y luchamos por una misma sociedad comunista. Por eso, más responder o rebatir todo lo que se ha dicho ya sobre la difícil relación entre derecho y comunismo trataré, en la medida de mis posibilidades, de abrir nuevos caminos y de ayudar a pensar la capacidad que tienen las herramientas conceptuales y teóricas bajo examen -la ley, el Estado, el derecho-para posibilitar una transformación radical de las sociedades capitalistas en sociedades comunistas.

A pesar de los múltiples desacuerdos que recorren el hilo de las distintas intervenciones, la discusión parte de una posición común: que no tiene sentido hablar de ciudadanía y de derechos y libertades civiles mientras vivamos en una sociedad capitalista, porque mientras un hombre tenga que vender su fuerza de trabajo a otro como una mercancía, mientras la explotación y la opresión de unos hombres por otros sea «legal», tales derechos serán sólo una quimera. El capitalismo opera, entonces, a partir de una impostura: que la libertad es sobre todo la libertad de comprar y vender, la libertad de explotar a otros y, sobre todo, que a partir de este principio se derivan todos los otros derechos y libertades. Esto explica, entre otras cosas, porque, como afirma Wendy Brown, en las sociedades capitalistas tenemos cada vez más derechos individuales y menos justicia [2]. De este modo, el surgimiento de los derechos de las minorías en el capitalismo tardío choca sistemáticamente con las causas estructurales que siguen produciendo racismo, misoginia, homofobia y desprecio por el débil, es decir, estos derechos, aún siendo importantes, son sólo una manera de regular la perpetuación de esas mismas injusticias que dicen combatir, porque bajo un régimen capitalista la igualdad -incluso la igualdad formal frente a la ley-es imposible. Por eso, hasta aquí, uno no puede más que estar de acuerdo con Fernández Liria y Alegre Zahonero cuando afirman:

«No hay nada mejor para defender la postura propia que presentarla indisociablemente unida a ciertas aspiraciones irrenunciables de la humanidad. De este modo, sin apenas oposición, el liberalismo económico logró con gran habilidad defender de un modo verosímil la perfecta unidad entre libertad, derecho y capitalismo, como ingredientes imprescindibles de la sociedad moderna» [3].

A partir de está constatación es donde se parten las aguas de la discusión y se generan posiciones a priori irreconciliables. Para Fernández Liria y Alegre Zahonero la relación entre capitalismo y derecho se sustenta sobre una relación en el fondo imposible, forzada y ficticia: No hay ninguna imbricación íntima -escriben– entre lo que se llama «derecho burgués» y el capitalismo, «todo lo contrario lo que hay en el medio de estas dos cosas es una impostura, una ficción jurídica como la copa de un pino, una ficción que los padres del derecho burgués no habrían aceptado jamás: la ficción por la que se puede considerar propietario a un sujeto que no tiene más propiedad que llevar al mercado que su propio pellejo.» [4] Para defender esta postura – entre otras cosas-Fernández Liria y Alegre Zahonero separan el «derecho burgués’ del Derecho con mayúscula y el «ser» del «deber ser», es decir, que el derecho burgués sea un instrumento para justificar la explotación en un régimen capitalista no significa que el Derecho -con mayúscula– sea eso o que «deba ser» eso, de hecho, sólo una impostura justifica que el derecho se haya convertido en una herramienta de opresión y dominación, porque en su estructura más esencial el derecho «debe ser» una gramática de la libertad.

Frente esta posición Carlos Rivera Lugo y Juan Pedro García del Campo defienden que el derecho no es más que un discurso superestructural del capitalismo, la justificación jurídica de la «forma-valor» que impide que surja una «forma-comunidad» como expresión de la soberanía política de la multitud. No es casualidad, entonces, que García del Campo invite a Fernández Liria y Alegre Zahonero a releer La crítica al programa de Gotha , porque es ahí donde Marx se pregunta, ¿son las relaciones económicas reguladas por conceptos legales o, por el contrario, son las relaciones legales las que surgen de las relaciones económicas? [4] Para García del Campo lo segundo es cierto y por eso escribe entre otras cosas que «la lucha contra el capitalismo no es la lucha por el Derecho. Más aún: la normalidad del capitalismo es el triunfo del Derecho, y este sólo es omitido cuando la «excepción» pone en peligro todos sus automatismos» o «Odio el capitalismo porque es pura barbarie: explotación, imposición de la miseria y de la impotencia… el Derecho es participe y garante (uno entre otros) de la relación Capital» [5].

En respuesta a estas objeciones Alegre Zahonero y Fernández Liria tienden a presentar una Ley -con mayúscula-y un derecho -en negrita-que se presentan como depurados de todas sus contaminaciones burguesas y, por lo tanto, como herramientas imprescindibles para la construcción del comunismo. De este modo, Fernández Liria y Alegre Zahonero escriben: » ‘Ley’ no significa otra cosa que ‘separación de poderes’. Sin separación de poderes las leyes no son leyes, son órdenes de un tirano» o «Todas las objeciones contra el llamado derecho ‘burgués’ son tan sólo las la consecuencia de la principal de las objeciones que hay que hacerle, la de no ser precisamente aquello que dice ser: derecho «[6]. Y a esta defensa le añaden que abandonando el derecho le estamos regalando al enemigo una herramienta de lucha imprescindible, confundiendo la apropiación burguesa del derecho con la idea pura del derecho.

Confieso que me ha dado mucho que pensar esta última idea de que podamos estarle regalando al enemigo común una herramienta de lucha imprescindible, pues es innegable que el capitalismo actúa como una fuerza proteica capaz de apropiarse incluyo de aquello que surge contra su misma esencia; es capaz, entre otras cosas, de empaquetar y domesticar rebeldía, de venderla al mejor postor, de someterla a la forma-valor. Pero, si bien el peligro de abandonar herramientas emancipatorias es real y debe ser tenido en cuenta, es necesario también ser conscientes del peligro inverso: que tratando de luchar contra el capitalismo utilicemos sus mismas herramientas y reproduzcamos inconscientemente sus mismas derivas y sus mismas ficciones: ¿Se puede desmontar la casa del amo con sus herramientas?

En las páginas que siguen tomaré este aforismo de la escritora afroamericana Audre Lorde — No se puede desmontar la casa del Amo con sus propias herramientas – como guía y orientación de mis reflexiones sobre comunismo y derecho. En el caso que nos ocupa, habría que demostrar que las herramientas del derecho no son las herramientas del Amo capitalista-burgués o bien que siendo sus herramientas existiría una idea de estas herramientas -el Derecho, la Ley-que nos permitiría depurarlas de sus usos opresivos (sacarle la parte burguesa al derecho burgués). Para poder examinar hasta que punto el Derecho podría sustraerse a su aplicación particular como derecho burgués, habría que invocar, además de a todos los teóricos marxistas del derecho que citan García del Campo y Rivera Lugo, a otro de los nuestros: el filósofo alemán Walter Benjamin.

Benjamin es autor de un inquietante texto – «Para una crítica de la violencia»-que examina en profundidad la relación entre derecho y violencia. De entrada – y este es uno de los escollos más importantes que deberían superar Fernández Liria y Alegre Zahonero para depurar al derecho de sus desviaciones burguesas-Benjamin defiende que no hay derecho sin violencia; puede haber violencia extrajurídica, pero el derecho está indisociablemente unido y legitimado desde y a través de la violencia. De acuerdo con Benjamin «Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos , renuncia por si misma a toda validez» [7]. El derecho ha tendido a transformar la contaminación entre derecho y violencia en una cuestión moral que reduce el uso de la violencia a una cuestión de medios y fines legítimos. En este sentido, Benjamin localiza en el corazón de la relación entre derecho natural y derecho positivo una contradicción que tiene por objeto preservar el monopolio de la violencia en las manos de las clases dominantes y victoriosas. En sus propias palabras:

» El derecho natural puede juzgar todo derecho existente sólo mediante la crítica de sus fines, de igual modo el derecho positivo puede juzgar todo derecho en transformación sólo mediante la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. Pero si se prescinde de esta oposición, las dos escuelas se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos» .

Este dogma que comparten derecho natural y derecho positivo se relaciona, a su vez con las dos funciones de la violencia que identifica Benjamin: la violencia fundacional y la violencia conservadora. La primera, que se colige del derecho natural, tiene por finalidad fundar la ley, es creadora de derecho, mientras que la segunda, que se relaciona con el derecho positivo, se encarga de defender el ordenamiento jurídico y es en esencia conservadora del derecho. Por ejemplo, casi todos los estados modernos se fundan por medio de una violencia fundacional (i.e. una victoria militar) que tiene como función legitimar la presencia de la ley, una violencia que crea el derecho mediante la postulación de un fin justo, mientras que la violencia de la policía tendría por objeto preservar esa la ley fundada por la primera violencia, sería el medio legítimo del derecho positivo para preservar el ordenamiento jurídico, aunque Benjamin va mucho más allá y afirma que en la policía moderna se confunden y se mezclan las dos violencias, porque ésta es «un poder que funda – pues la función específica de este último no es la de promulgar leyes, sino decretos emitidos con fuerza de ley-y es un poder que conserva el derecho, dado que se pone a disposición de aquellos fines». A partir de aquí lo que el texto de Benjamin muestra es que la violencia fundacional y la violencia conservadora, el derecho natural y el derecho positivo, están regidos por una ley de la repetición, una violencia evoca a la otra, un derecho se funda sobre el otro:

«La función de la violencia en la creación jurídica es, en efecto, doble en el sentido de que la creación jurídica, si bien persigue lo que es instaurado como derecho, como fin, con la violencia como medio, sin embargo -en el acto de fundar como derecho el fin perseguido- no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de ella en sentido estricto, es decir inmediatamente, violencia creadora de derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a ésta».

¿Hay una manera de escapar a está repetición de la violencia que funda y preserva la ley? Sí, de acuerdo con Benjamin la huelga general revolucionaria que el pensador alemán equipara con la violencia divina del judaísmo, una violencia sin sangre, que tiene como objeto, no depurar al derecho, sino destruirlo para que surja otra cosa. Supongo que a Fernández Liria y a Alegre Zahonero esto le parecerán simplemente políticas irracionales, pero creo que por debajo del uso conceptual de la teología que hace Benjamin hay una verdad para la lucha: que lo que teme el Estado burgués en la huelga general revolucionaria no es sólo que otros puedan tener acceso al monopolio de la violencia sino que está destruya el edificio mismo del Derecho (sí con mayúscula), «por lo tanto, dice Benjamin, la violencia que el derecho actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos campos de la praxis, surge de verdad amenazante y suscita, incluso en su derrota, la simpatía de la multitud contra el derecho».

Podemos ahora responder a la pregunta ¿se puede depurar al derecho de su violencia fundacional y conservadora sin destruir el derecho? No y en esto estoy de acuerdo con Rivera Lugo y con García del Campo, el derecho como concepto es incapaz de dar cuenta del «derecho» de la multitud porque es el instrumento mismo de la violencia que se ejerce sobre ésta; si no hay derecho sin violencia fundacional o conservadora, es evidente quiénes son el objeto de está violencia repetida y legal: las clases dominadas.

En este punto, es cuando Alegre Zahonero y Fernández Liria acusan a García del Campo, a Rivera Lugo y supongo que ahora también a mí, de utilizar un concepto -la capacidad soberana de la multitud para decidir su destino y su forma de organización política, su opción por la forma-comunidad en lugar de la forma-valor etc.-que podría ser, en el mejor de los casos, una forma de fascismo inconsciente.

En primer lugar, Alegre Zahonero y Fernández Liria afirman que el proletariado es muy consciente del valor que el derecho tiene y que por eso ha siempre situado sus luchas en el terreno de lo legal (i.e. la reivindicación de un salario mínimo o de una jornada laboral más corta). Sin embargo, esto no es verdad o es sólo una verdad a medias, muchas veces lo contrario es cierto, que los movimientos populares de izquierdas han tendido a desconfiar del derecho para solucionar sus luchas. No hay más que escuchar a Hebe Bonafini, Presidenta de las Madres de Plaza de Mayo y sin duda una de las figuras más emblemáticas del campo popular argentino afirmar: «las Madres no teníamos abogado, porque nunca creímos en lo jurídico, porque siempre nos dimos cuenta que los pueblos no pueden solucionar su lucha jurídicamente». En contextos además post-dictatoriales, es decir, de terrorismo de Estado, la condena judicial, la ley no equivale a la justicia y de ahí la existencia de juicios populares en la plaza, escraches y otras tácticas de guerrilla urbana que sirven justamente para desenmascarar la complicidad entre derecho y violencia y la incapacidad de la ley para hacer justicia. Lo que parece más exacto, en mi opinión, es pensar que las clases dominadas han utilizado el derecho de manera estratégica para defender sus luchas y casi siempre conscientes de que era un instrumento limitado.

Más importante es la objeción de las consecuencias que podría tener dejar toda decisión política en manos de la multitud. ¿Qué pasaría –se preguntan Fernández Liria y Alegre Zahonero-si esa multitud soberana decidiera eliminar a todos los homosexuales o a todas las minorías raciales? Como comunistas es intolerable querer la eliminación de las minorías raciales o sexuales y, por lo tanto, por más que sea desagradable es imprescindible reconocer que tiene que haber leyes que limiten semejantes atrocidades. Es imposible no reconocer, más que principios marxistas, los ecos rousonianos de la ilustración en esta formulación: la voluntad general que busca el bien común no equivale a la voluntad de todos que no es más que la suma de todas las voluntades particulares. Por lo tanto, según Fernández Liria y Alegre Zahonero tiene que haber un criterio de decisión afuera de la decisión misma y de los sujetos (i.e. la multitud) que toman la decisión que «garantice ciertos derechos y garantías que deben (sí, deben) quedar a resguardo d eposibles decisiones de la mayoría». En sus propias palabras:

«Simplemente decimos que no podemos defender (…) ninguna decisión (por muy espontánea que sea) que atente, por ejemplo, contra la libertad y la integridad de las minorías; que si un pueblo soberano decidiese exterminar a sus gitanos, no nos posicionaríamos (…) del lado de los verdugos ¿Por qué no? Porque el patrón de medida que utilizamos (…) no coloca como criterio de validez último ni la fuerza, ni la espontaneidad, ni la democracia, ni la multitud, sino ciertos principios (a los que en nuestra peculiar retórica llamamos «derechos y garantías») que debe respetar cualquier proyecto político que pretenda poder contar con el apoyo de los comunistas» [8].

Manuel Navarrete haciéndose eco de esta preocupación escribe: «No sé si exagero cuando digo que si mi barrio, que es un barrio de clase trabajadora, tuviera su micropoder y legislara a su antojo, colgaría a todos los inmigrantes de las farolas» [9] . Sobre esto, la primera cosa que hay que decir es que no basta con que haya leyes, aunque eso de momento sea imprescindible, que garanticen el derecho de las minorías o prohiban el racismo o la xenofobia. En España muchos miembros de las clases trabajadoras son abiertamente racistas porque esa es la propaganda que les han impuesto las clases dominantes (i.e. Alicia Camacho en Barcelona, los medios de masas con su retórica de la invasión, etc.) para evitar que haya alianzas interraciales de clase. Por otro lado las leyes por sí mismas son incapaces de combatir el racismo o la homofobia. No sé puede imponer (aunque sea deseable) el final del racismo por decreto ley. De eso algo saben los cubanos, una sociedad con niveles de integración racial sin parangón en el continente, que sin embargo ha visto como cubrir las necesidades básicas y garantizar los derechos de toda la población no garantiza automáticamente la eliminación del racismo, porque la cultura es obstinada y el pasado colonial y esclavista se sigue colando por las rendijas del presente si no se expone y se combate con todas las potencias de una sociedad que se pretende justa e igualitaria. Por eso, en España además de leyes, lo que se necesita es interrogar mucho más firmemente nuestro pasado colonial, examinar, discutir y educarnos sobre nuestras ideas raciales, de dónde han venido, cómo circulan, cómo han cambiado y se han adaptado a las necesidades de la clase dominante etc. De momento a la ciudadanía sólo se le ha invitado a celebrar el Quinto Centenario del «descubrimiento» de América, el «encuentro entre dos mundos» y a subirse en las replicas de la Pinta, La Niña y la Santamaría. Si el pasado colonial es el fundamento del racismo contemporáneo y lo único que hacemos como sociedad es negar ese pasado, glorificarlo o banalizarlo es fácil ver por qué las leyes por sí solas no harían más que lo que hacen, regular el racismo, no eliminarlo.

Pero Fernández Liria y Alegre Zahonero dirán, con razón, que el racismo es el ejemplo concreto no el principio -o la idea regulativa como ellos la denominan– que debe servir como base de las normas de conducta social en una sociedad comunista. Frente a la idea regulativa del Derecho como garantía de la voluntad general, García del Campo, sistemáticamente insiste en que esas garantías y esos criterios, en una lógica comunista, son inseparables de las clases oprimidas y explotadas que lucharon y luchan por ellos. Por eso, para García del Campo no es que Platón descubriera el concepto emancipador de derecho en sí mismo, sino que éste está indisociablemente unido a la irrupción del demos en el ágora . «Es la importancia que va adquiriendo el demos -escribe García del Campo, la que hace que se transformen las costumbres y las leyes. Por su presencia política se construyen precisamente las primeras instituciones de la democracia y, en consecuencia, deja de ser posible un ejercicio del poder sustentado sólo en los principios de la tradición y en la legalidad del linaje» [10}.

Sin tratar de enmendarle la plana a nadie creo que las dos posiciones pueden y deben ser reconciliadas. Tiene que haber criterios afuera de los sujetos que toman decisiones éticas, pero al mismo tiempo estos criterios están indisociablemente unidos a los sujetos que toman estas decisiones. Las leyes o los criterios son el producto de las luchas e interacciones humanas, las leyes tienen que ser pronunciadas y escritas por alguien, aunque ese alguien evidentemente se rija por algún criterio o normatividad externa. En inglés hay una expresión que explica bien este entramado conceptual: there is no deed without a doer (algo así como no hay hecho sin hacedor). Por lo tanto, lo esencial no es poner el énfasis en el criterio o en el sujeto, en el hecho o en el hacedor, sino en la interacción entre ambos, el criterio ético universal comunista -«a cada uno según sus necesidades de cada uno según sus capacidades» o cualquier otro-debe ser continuamente actualizado y conectado con la decisión particular y con los sujetos que toman la decisión.

Como todo esto puede parecer muy abstracto, veamos un ejemplo reciente. Durante la reciente crisis del gasolinazo en Bolivia, el gobierno de Evo Morales decidió subir el precio de los carburantes entre un 73% y un 83%. Hay que partir de la base de que Evo Morales y García Linera no son gobernantes típicos de una república burguesa, sino de un estado nacional-popular, cercano además a los ideales del comunismo. Por lo tanto, hay que inferir que tomaron la decisión racionalmente y teniendo en cuenta el «bien común». De hecho la medida estaba motivada por el fuerte contrabando de combustibles que tiene lugar en las fronteras de Brasil, Chile y Paraguay, que priva a las arcas del Estado, es decir al pueblo, de una fuente importante de ingresos que podrían destinarse a otras cosas. Pero resulta que el pueblo -los sindicatos y los movimientos sociales-no estaban de acuerdo con la medida ni con el impacto inmediato que iba a tener en los bolsillos de los más desfavorecidos y, por lo tanto, iniciaron una movilización en contra del decreto. Sin entrar en los particulares del asunto, lo que está claro es que aquí hay dos razones en conflicto, la del gobierno y la del pueblo. Lo justo, lo revolucionario, lo comunista, no es acudir a un tercer criterio de racionalidad al margen de esta dialéctica, sino poner los criterios encima de la mesa y discutirlos. Y eso fue lo que pasó en Bolivia, el gobierno escuchó los criterios y dió marcha atrás. En palabras del vicepresidente García Linera la anulación del decreto, «es una lección de cómo se resuelve la tensión con el pueblo. Jamás es una derrota escuchar al pueblo». Isabel Rauber, explica de manera todavía más elocuente y gráfica la necesidad de combinar los criterios y las decisiones con el pueblo:

» La tarea titánica de los gobernantes revolucionarios no consiste en sustituir al pueblo, ni en «sacar de sus cabezas» buenas leyes, mucho menos para demostrar que son más inteligentes que todos, que tienen razón y que, por ello, «saben gobernar». Impulsar revoluciones desde los gobiernos pasa por hacer de éstos una herramienta política revolucionaria: desarrollar la conciencia política, abrir la gestión a la participación de los movimientos indígenas, de los movimientos sociales y sindicales, de los sectores populares, construyendo mecanismos colectivos y estableciendo roles y responsabilidades diferenciados, para gobernar el país en conjunto » [11].

Se puede, entonces, estar de acuerdo con Fernández Liria y Alegre Zahonero en que para ser comunista hace falta tener algún criterio que explique las decisiones éticas y con García del Campo en que ese criterio no puede estar desligado de la multitud, de la irrupción del Demos en la esfera pública. Más difícil para mí es compartir que ese criterio deba ser codificado legalmente, y sometido a un Estado de Derecho cuyo centro debe permanecer vacío para ser justo. «El lugar de las leyes –escriben Alegre Zahonero y Fernández Liria– tiene que estar vacío. Esto es lo que significa el dicho jacobino (o platónico) «que gobiernen las leyes, no los hombres», para lograr este vacío o para garantizarlo, se inventó la separación de poderes (y no se ha inventado nada mejor)» [12].

La verdad es que cuando trató de imaginarme el lugar de la ley como un espacio vacío no veo jacobinos ni revoluciones, lo único que se me viene a la mente es el campesino del cuento de Kafka, «Ante la ley» tratando de entrar en el cuarto de la ley buscando justicia y muriendo a los pies del guardián de la ley sin haber visto nunca nada. Esta bien tratar de poner las leyes por encima de los hombres para evitar la tiranía, pero ¿cómo sabemos que en lugar de evitar la tiranía estamos preservando el lugar que usa la razón de Estado para justificar el ejercicio «lícito» de su violencia? ¿Quién nos garantiza, como de hecho ha ocurrido frecuentemente, que ese lugar vacío de la ley no se llene con los privilegios de una clase, una raza o una preferencia sexual?

Para evitar la tiranía lo mejor es que la ley sea otra, que el criterio sea otro, uno surgido de la lucha de clases y no simplemente deducido de un derecho burgués purificado de su violencia consustancial. Para evitar la tiranía hace falta que ese criterio, que ya no tendrá el nombre de la ley, esté radicalmente abierto, más que vacío. El campesino del cuento de Kafka y con él todas y todos los comunistas tiene derecho a romper la puerta de la ley y llenarla con sus todos sus deseos y proyectos políticos y, aunque sea cansado, aunque queramos instituciones que se sostengan solas, esos criterios con los que se va llenando el proyecto comunista tendrán que ser periódicamente sometidos a crítica, a debate y a la interacción con la soberanía popular tal y como sucede en el caso de Bolivia antes mencionado. Como explica Isabel Rauber, cuando el criterio esta abierto no se caen las instituciones del pueblo, sólo cambia el tiempo de las decisiones políticas: «apostando por la consulta y participación de los de abajo , ciertamente el camino puede ser más largo y los ritmos más lentos, pero a la larga será más efectivo, profundo y radical. Esta sabiduría no salió de las universidades, se forjó en la experiencia de lucha de los pueblos» [13].

Abrir el criterio de decisión implica también que nuestros conceptos de democracia, comunismo, justicia y otros no pueden ser sólo definidos desde Europa y con las únicas herramientas de la filosofía griega y del pensamiento de la Ilustración. Es imposible no darle la razón a Rivera Lugo cuando dice que al leer las críticas de Alegre Zahonero y Fernández Liria sintió que, otra vez, «desde Europa nos llega esta nueva pretensión universal de la verdad, esta porfiada manía de algunos de aquellos lares de insistir en imponerles sus «reglas de la razón» a los bárbaros de este otro lado del planeta. Es como si estuviésemos condenados a repetir, tal y como lo pregonaba Hegel, la historia de Europa -o la de Estados Unidos, da lo mismo- como si fuese la única historia dable, una especie de estación última de la evolución de lo jurídico: el liberalismo burgués» [14].

Y aquí no vale decir que el descubrimiento de la verdad, la razón y el derecho son independientes del origen de quiénes hacen esos descubrimientos, hay una geopolítica del conocimiento en esta discusión que es insoslayable. Europa -o Estados Unidos– no pueden seguir descubriendo verdades universales para luego imponérselas al sur global. Hay que estar muy ciego para no darse cuenta de todas las implicaciones que ha tenido el Zapatismo o los movimientos indígenas más recientes en Bolivia y Perú. Tachar a estos movimientos de irracionalistas es, sin duda, muy Europeo, pero, como digo, ha llegado la hora de reconocer que algo o mucho tienen que decir si han sido capaces de resistir por más de 500 años al expolio, la explotación y la violencia de los imperios capitalistas del Norte. «Durante seis siglos -escribe Stefano Varesse– los pueblos indígenas se han resistido a desaparecer y se han adaptado a todos los cambios impuestos a la fuerza, de atrocidad en atrocidad, de abuso en abuso, de injusticia en injusticia» y concluye haciendo este razonable llamado:

» El diálogo inviable con el capitalismo de la distopía hay que sustituirlo por una conversación honesta y profunda con el otro paradigma de civilización ―el paradigma indígena― y repensar el futuro común, el socialismo, la justicia social, la ética ambiental, la democracia cultural y la misma belleza de la vida («el buen vivir») juntos, en solidaridad y en aprendizaje compartido con los pueblos indígenas de las Américas.» [15]

No tengo ya tiempo en esta larga intervención de abordar la cuestión de esa otra herramienta que está también bajo discusión: El Estado y su relación con la emergencia de nuevos paradigmas biopolíticos, lo dejó para una segunda parte. Concluyo aquí pues con las palabras de Audre Lorde, una mujer negra, descendiente de esclavos, pobre y lesbiana. Compañeros y compañeras comunistas, además de exponer y defender nuestras ideas, creo que tenemos también que escuchar qué piensan los otros comunistas, que piensan los explotados, los oprimidos que luchan en otras partes y que también tienen herramientas, verdades y proyectos políticos.

» Aquellas de nosotras que estamos afuera del círculo de la definición que esta sociedad hace de una mujer aceptable; aquellas de nosotras que nos hemos forjado en las encrucijadas de la diferencia; aquellas de nosotras que somos pobres, lesbianas, negras, y mayores, sabemos que la supervivencia no es una destreza académica . Sobrevivir es aprender a pararse solas, sin popularidad y muchas veces siendo vilipendiadas, aprender cómo hacer causa común con todos esos otros que están afuera de la estructura para definir y buscar un mundo en el que podamos florecer, en el que podamos aprender cómo tomar nuestras diferencias y transformarlas en nuestra fuerza, porque las herramientas del Amo nunca podrán desmontar la casa del Amo . A lo sumo, nos pueden permitir ganarle jugando su propio juego, pero nunca nos permitirán alcanzar un cambio genuino». [16]

 

NOTAS

[1] Algunos de los artículos que forman parte de la polémica son: Juan pedro García del Campo El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119043) y «Derecho y democracia» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120578), Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero «Comunismo y Derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117932) y «Comunismo, democracia y derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119482). Carlos Rivera Lugo «Comunismo jurídico» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117096) y «La Miseria del derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=121941) Manuel M. Navarrete. «Dogma y derecho» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120532) 

[2] Wendy Brown. «‘The Most We Can Hope For…’: Human Rights and the Politics of Fatalism.» South Atlantic Quarterly 103.2/3 (2004): 451-463

[3] Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. El orden del capital . Madrid: Akal, 2010, p.19.

[4] Kart Marx. «Critique of the Gotha Program» in Later Political Writigs . Cambridge: Camnbridge UP, 1996. Traducción mía.

[5] Juan Pedro García del Campo. «El Derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos»

[6] Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. «Comunismo y derecho»

[7] Walter Benjamin. «Para una crítica de la violencia». www.philosophia.cl/biblioteca/Benjamin/violencia.pdf todas las citas de Benjamin vienen de esta traducción.

[8] Fernández Liria y alegre Zahonero. «Comunismo, democracia, derecho»

[9] Manuel M. Navarrete. «Dogma y derecho»

[10] Ibid. «Comunismo, democracia y derecho»

[11] Isabel Rauber. «Los pies, la cabeza y el corazón de Evo Morales» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119661

[12] Ibid. «Comunismo y derecho»

[13] Rauber Ibid.

[14] Carlos Rivera Lugo. «Miseria del derecho»

[15] Stephano Varesse. «Celebración de las utopias indias de la América». http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5960

[16] Audre Lorde. «The Master’s Tool Will Never Dismantle the Master’s House» in This Bridge Called my Back. Writtings by Radical Women of Color. Mi traducción.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.