Esa mente preclara, ese orador restallante, ese brillante analista de los arcanos de la vida que es nuestro providencial jefe de Estado, Juan Carlos de Borbón, abrió ayer la boca ante los micrófonos para hacer partícipe al género humano de su opinión sobre los atentados de Londres. Los definió como «cobardes». Esto de la cobardía […]
Esa mente preclara, ese orador restallante, ese brillante analista de los arcanos de la vida que es nuestro providencial jefe de Estado, Juan Carlos de Borbón, abrió ayer la boca ante los micrófonos para hacer partícipe al género humano de su opinión sobre los atentados de Londres. Los definió como «cobardes».
Esto de la cobardía se ha convertido ya en un tópico al que recurre todo preboste que debe manifestar su reacción ante un atentado. Del mismo modo que antes la sequía era obligatoriamente «pertinaz» y las fiestas navideñas «entrañables», ahora los atentados terroristas son, por definición, «cobardes».
La policía británica cree que los autores de los atentados de Londres eran terroristas suicidas. Como los autores de los atentados del 11-S en Estados Unidos. Como el joven palestino que ayer hizo explotar una bomba en Netanya, al norte de Tel Aviv. ¿Un kamikaze es un cobarde? Brutal, sí; fanático también. ¿Pero cobarde? La simple idea de calificar a un kamikaze de pusilánime resulta grotesca. Sin embargo, lo hacen sin parar.
Esa reflexión sirve de antesala a otra, no menos necesaria: ¿y por qué hemos de considerar forzosamente positivo el valor? La valentía está bien cuando se trata de atreverse a realizar obras positivas. Pero el arrojo y la osadía suelen estar con mucha frecuencia -con muchísima frecuencia- al servicio de causas injustas. Y egoistas también, por chocante que pueda resultar en apariencia. Hay quien se arriesga, e incluso se inmola, para rendir culto a su propia imagen. Para creerse superior.
Por resumir: hay muchos terroristas que no tienen nada de cobardes, pero eso no los mejora.
Es algo que les pasa también a bastantes militares de los de uniforme.