En estos momentos el asunto está a flor de piel de la ciudadanía. Los aprovecho porque cuando todo va bien y la vida nos sonríe cualquier análisis social que no sea positivo molesta. En cambio, en tiempo de crisis es más fácil hablar y comprender alegatos que en otros bonancibles pueden resultar extravagantes… Sostengo que […]
En estos momentos el asunto está a flor de piel de la ciudadanía. Los aprovecho porque cuando todo va bien y la vida nos sonríe cualquier análisis social que no sea positivo molesta. En cambio, en tiempo de crisis es más fácil hablar y comprender alegatos que en otros bonancibles pueden resultar extravagantes…
Sostengo que no hay una realidad, sino realidades múltiples relacionadas con una misma cosa. El mismo objeto de observación tiene distinta naturaleza y es visto de manera diferente según el conocimiento fragmentado de las diversas disciplinas que constituyen el saber. Es decir es, según lo examine y diagnostique un filósofo, un político, un sociólogo, un moralista, un antropólogo, un jurista, un teólogo, un poeta, un físico o un bioquímico. Lo que coloquialmente llamamos «esa» realidad social, a cada uno de ellos le sugiere -ideologías aparte- una diferente composición química y corpuscular…
Pues bien, las penas, los códigos penales y la historia de la sociedad también presentan opciones por realidades diferentes, pese a que se nos repita cada día el mantra de que el sistema no tiene alternativa, que es el mejor posible y que la única posibilidad es la de mejorarlo con pensamiento global único. Pero resulta que la sociedad «es» muy diferente dependiendo de donde radique el valor supremo. Si lo situamos en el dinero y en la riqueza, lo lógico es que esa sociedad dé más importancia a la corporación y a las acciones que a los accionistas, más a la medicina y a los laboratorios que al enfermo, más a la ganancia de las editoriales de libros de texto que al interés del educando, más al embrión informe que a la mujer y al ser vivo consolidado, más a la propiedad privada que a la vida individual y al bien común. Será, en fin una sociedad deshumanizada y absurda, amparada en la ideología neoliberal y en la ideología socialdemócrata, ambas a su vez proteccionistas de la realeza y de los privilegios, y patrocinadoras de esperpentos sin cuento que son muestra de una incesante decadencia. Hasta tal punto esto es así que es de temer que debamos esperar para sanearla, por lo menos otro siglo o a una revolución en toda regla…
Téngase en cuenta que en el origen de toda sociedad está la ley penal, el código penal. Con ellos empieza la civilización propiamente dicha. Los elaboran individuos de castas dominantes y luego los interpretan y aplican otros pertenecientes a las mismas castas. Por este motivo, desde el tránsito de la horda al clan, de ėsta a la tribu y de la tribu a la sociedad las leyes punitivas son injustas de raíz. No participan en su concepción, redacción y aplicación los individuos desposeídos, ni las capas sociales que, aunque carezcan de ilustración y precisamente por eso tendrían mucho que decir. Si un ciudadano salido del pueblo hubiera estado presente desde el principio, o más adelante, en el proceso civilizador para tipificar los delitos y consensuar principios generales y normas penales (atenuantes y agravantes incluidas), no dudemos que el código, las penas y las circunstancias modificativas de la responsabilidad serían otras. Principalmente con lo relacionado con los bienes públicos. Desde luego los delitos de toda índole cometidos por «ilustrados» y privilegiados serían agravados justo por su mayor ilustración y su mayor responsabilidad, y no al contrario. Cuanto más sofisticado es el sistema y el ordenamiento jurídico, más contranatural y más distante está del más normal sentido de la justicia…
Porque es cierto que para discernir técnicamente sobre juridicidad y Derecho, es preciso ser experto en «la ortodoxia». Pero la ortodoxia es lo ya establecido. Y lo establecido es precisamente lo decidido por los sucesivos herederos de las clases poseedoras. Justicia y legalidad son, pues, la justicia y legalidad instituidas por una manera de vivir y de entender la vida desde el desahogo material; del mismo modo que es muy desigual el modo de entender la vida de los que hacen la historia y el de quienes la padecen. Pero no es necesario ser perito en Derecho para concebir la justicia como valor universal y distinguir lo justo de lo injusto. Más bien lo contrario, «cultura» e ilustración enturbian fácilmente el entendimiento y estragan el sentido natural de las cosas y de las relaciones sociales -lo que entendemos por sentido común-. Sentido que es apartado y desdeñado por ambas, para hacerse dueñas de la sociedad por esta vía. Justo lo que hacía lamentar en el siglo XIX a Anatole France la injusticia de ser el mismo delito robar un panecillo por un rico o por un pobre. ¿Qué posibilidad hay de que lo robe el rico?
Sin embargo -y he aquí la paradoja de lo que quiero decir-, no es posible (pese a que las ideas inoculadas por la globalización anglosajona nos van arrasando poco a poco el pensamiento a todos por igual) que todos seamos iguales. La justicia debe ser igual para todos sólo en trato procesal y garantías. Pero desigual en función del nivel de instrucción y acomodo de quien hubiere incurrido en ilícito penal. Lo justo es discriminar y agravar la pena a imponer al delincuente que lo tiene todo: dinero, instrucción y responsabilidades públicas que nadie les pidió, y atenuar la pena al que carece de todo, con una instrucción básica o ninguna…
Ahora pugnan en España cientos o miles de delincuentes políticos, empresariales y miembros de la jefatura del Estado que han desvalijado al país, por librarse del banquillo y de ser condenados por delitos que atentan gravemente contra la colectividad. Sin embargo, pruebas abrumadoras contra ellos se convierten en papel mojado dada la facilidad con que jueces y tribunales les aplican el principio de «la duda», es decir, el «in dubio pro reo», lo que les permite salir del trance con cortas penas o absueltos. Y si no indultados. Y todos acaban pudiendo recoger luego el fruto de su saqueo. En cambio otros acusados se pudren en la cárcel exclusivamente por la prueba de menor valor jurídico como pieza de convicción para el juez: la prueba testimonial, tan fácil de maquinar. ¿Cuántos presos vascos y no vascos permanecen en las cárceles por haber dado inusitada importancia a testimonios comprados con dinero o en especie?
En este tiempo se cambian y actualizan, casi compulsivamente, muchas cosas: desde el software de los programas informáticos hasta los espacios de las grandes superficies. Pero se siguen manteniendo criterios de justicia ordinaria y social cercanos a aquellos en que el Estado o el sátrapa de turno distinguían inequívocamente entre los derechos y las penas correspondientes al explotador y al explotado, al hombre libre, al siervo y al esclavo…
Jaime Richart, Jurista y antropólogo
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