En «¿Quién ha matado a Los Ángeles? Una autopsia política» (del libro Ciudades muertas, editado por Traficantes de Sueños) nos encontramos con un proceso político y económico que nos resulta familiar: en pleno reaganismo, las leyes Gramm-Rudman se propusieron, entre los años 1985 y 1987, equilibrar el presupuesto y controlar el déficit vía recorte federal, […]
En «¿Quién ha matado a Los Ángeles? Una autopsia política» (del libro Ciudades muertas, editado por Traficantes de Sueños) nos encontramos con un proceso político y económico que nos resulta familiar: en pleno reaganismo, las leyes Gramm-Rudman se propusieron, entre los años 1985 y 1987, equilibrar el presupuesto y controlar el déficit vía recorte federal, concentrado en las partidas sociales: «Forzadas a abandonar los programas de redistribución y demasiado arruinadas como para pavimentar las calles o modernizar los sistemas de aguas residuales, las grandes ciudades estadounidenses simplemente luchan para pagar a sus acreedores financieros y mantener una fina línea azul de policías uniformados» (p. 165). Para hacer frente a la caída de recursos, «en el momento en el que se enfrentaban a la mayor restructuración desde la revolución industrial», las ciudades acudieron a impuestos comerciales regresivos y cuotas a usuarios. Las partidas federales dedicadas a la vivienda, la asistencia económica y la capacitación laboral se desplomaron, generando una enorme conflictividad social y racial; la privatización masiva de los servicios extendió hasta el ámbito público la inseguridad laboral. Como decía aquel, de te fabula narratur: «…el déficit no es meramente una figura en una hoja de balance, es también la mayor arma estratégica de la derecha. Es la palanca de Arquímedes utilizada por la coalición conservadora en el Congreso para desmantelar los derechos de ciudadanía de los pobres urbanos y rurales […] la llamada de los guerreros del déficit a un ‘sacrificio compartido’ ‘es una verdadera invasión orwelliana de lenguaje político’ donde los gastos para las ciudades son ‘consentir intereses especiales’ y donde las ‘decisiones duras’ significan más austeridad para los pobres» (p. 178). Los estadounidenses estaban afrontando, concluía Davis (el artículo es de 1992), una dramática devaluación de su ciudadanía. Si esto pareciera poco tangible, también se comentan los efectos diferidos de estas bombas de tiempo: mortalidad infantil, bajo peso de los recién nacidos, homicidios, cirrosis, tuberculosis, etcétera.
Esto de la crisis fiscal del Estado tarda en llegar hasta las provincias del imperio; pero ya tenemos aquí la «acumulación por desposesión» (David Harvey): el compromiso de posguerra entre capital y trabajo, por el cual se trocaba legitimidad por redistribución de las rentas llegó a su fin. Desmontan los débiles andamiajes del estado del bienestar (ya ni mayúsculas demanda esta expresión); pero ojo, a disgusto, de mala gana y, ante todo, con la conciencia tranquila. Como decía Margaret Thatcher, popularmente conocida como TINA, «no hay alternativa» (que es lo mismo que decir «no hay soberanía»).
El partido del orden económico (capitalista) y del desorden social se compromete esforzadamente a ejecutar en nuestro cuerpo las medidas reformistas necesarias para calmar a la bestia («tranquilizar a los mercados»), remando todas en la misma dirección (como en las galeras: unos reman y otros marcan el paso a golpe de látigo y tambor). Si se barruntan disturbios, nada como una buena mano de hostias per tornar al bon seny.
Ellos son los incendiarios, no de contenedores, sino de continentes; ellos los nihilistas, los violentos, los terroristas (mayoritariamente ellos, a pesar de las merkeles, hillaris y aguirres). Marshall Berman, en Aventuras marxistas (Siglo XXI Editores, p. 95): «Hasta cuando atemorizan a los demás con fantasías de venganza y rapacidad proletarias, ellos mismos, con sus inagotables desarrollos y tratos, lanzan masas de seres humanos, materiales y dinero de un lado a otro del mundo, erosionando o explotando a su paso el fundamento mismo de las vidas de todos. Su secreto -un secreto que han conseguido ocultar incluso a sí mismos- es que, detrás de sus fachadas, son la clase dominante más violentamente destructiva de la historia.»
Su esperanza y su ilusión es que se mantenga la normalidad y la tranquilidad, recuperar la palabra clave: normalidad. La normalidad del funcionamiento de la economía de mercado, la normalidad de un capitalismo agotado civilizatoriamente (con la prevención benjaminiana: no hay documento de civilización que no lo sea al tiempo de barbarie). Normal el terror, el shock con el que se desorienta y desmoviliza a la población para que acate resignadamente el desmantelamiento de derechos y el despojamiento de bienes y servicios públicos; normal el aumento de suicidios (quizá Dimitris Christoulas tenga razón, quizá no se derrotó al fascismo en 1945, quizá solo se le contuvo unos decenios y el colaboracionismo de la periferia europea no terminó nunca); normal el apretarse el cinturón y el bíblico «crujir de dientes» (literalmente: la ansiedad toma la forma del bruxismo); normal el cambio climático y la extinción de especies; normal los gobiernos genuflexos ante el poder económico, ante la creación de islas de excepción jurídica, de paraísos de prostitución y ludopatía en el faro espiritual, nacionalcatólico, de Europa. Normal la excepcionalidad convertida en norma. Normal exigir elegantemente, engominadamente, doctamente, el sacrificio de cientos de miles de ciudadanos.
Manuel Sacristán, en el artículo «Seguridad ciudadana» (Diario Público/Icaria Editorial), publicado en 1981, escribiendo sobre el intento de los grupos parlamentarios de derecha de catalogar como terrorismo la huelga espontánea en los servicios públicos, concluía con la siguiente imagen: los militantes de la izquierda parlamentaria actual (entonces y hoy) deben ser conscientes de que el aceptar el papel de cornudo en la lucha política no evita el ser apaleado, sino al contrario.
Prepararemos el 1 de mayo.
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