El saqueo comenzó en tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher mediante la implantación por las bravas de su ideología neoliberal, contando con la ayuda inestimable del pensamiento lúdico preconizado por las diversas filosofías posmodernas que fueron creando un ambiente dulce y receptivo a sus tesis incluso dentro de de las izquierdas internacionales más laxas […]
El saqueo comenzó en tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher mediante la implantación por las bravas de su ideología neoliberal, contando con la ayuda inestimable del pensamiento lúdico preconizado por las diversas filosofías posmodernas que fueron creando un ambiente dulce y receptivo a sus tesis incluso dentro de de las izquierdas internacionales más laxas o acomodaticias.
Esa alienación naciente y asunción pasiva de la conciencia vicaria, estética y festiva de las elites dominantes caló hondo en las masas a pesar de que se iba instalando de manera subrepticia un vaciamiento de la memoria colectiva a través de una inseguridad global inducida por el fenómeno terrorista y una precariedad vital consecuencia directa de las reformas laborales tendentes a hacer del trabajo un bien más escaso que nunca y sin derecho alguno contractual a reivindicar por parte de la clase obrera.
Lo público se desmanteló con saña milimétrica bajo la excusa de una libertad individual falseada favorable al nuevo orden mundial de desigualdad creciente y competitividad feroz por un empleo de calidad ínfima y temporal. No obstante, lo más importante fue la pérdida paulatina de la memoria histórica de las clases trabajadoras. Sus fundamentos propios se abandonaron por un futuro permanente de inseguridad personal y de precariedad total.
Sin la memoria no podemos ser fieles a nada, ni siquiera a nosotros mismos. Siguiendo este marco de referencia, los principios éticos y morales se desvanecen y el olvido ocupa el campo dejado en barbecho por la historia, las contradicciones sociales y el interés político. Ni siquiera nos queda el presente porque para vivir en él es necesario tener convicciones de lo que somos y de nuestros orígenes históricos.
En ausencia de la memoria vagamos en un mar de dudas y zozobras, braceando en la realidad que supera todas nuestras expectativas de análisis crítico y comprensión de la misma. No somos nadie en la tierra confusa de la nada absoluta. Tampoco podemos acudir a mirar el horizonte con cierta esperanza de mejora o abrazarnos a una utopía de consuelo con el fin de conjurar los enigmas indescifrables de la vida actual: el presente se ha evaporado al borrarse la memoria de cuajo.
Desde esta óptica existencial de no saber que éramos y somos, tenemos que entregarnos con furor al futuro permanente, un no-lugar de deseos constantes y rutas que no llevan más allá de la supervivencia inmediata. Esa nada absoluta hay que llenarla con celeridad súbita de algo, un algo abstracto que distraiga la ansiedad generalizada por alcanzar un salario de miseria y una capacidad de consumo mínima que nos mantenga en un estatus ficticio de ciudadanía libre y activa.
Mientras tenemos empleo y compramos fetiches, somos alguien, pero no alguien fijo y dueño de su propio destino. El destino último es siempre seguir buscando trabajo, haciendo cursos de preparación y deseando una mercancía nueva. El interregno entre uno y otro contrato laboral es puro e incesante porvenir que jamás llega a alcanzar una sustancia suficiente para transformarse en vivencia plena, memoria consciente y conocimiento social útil.
Transitamos en un absurdo que abarca una totalidad inmensa: somos fieles a un encuentro que jamás sucederá. Eso es el futuro permanente, habitar una entelequia vaporosa, inefable, un caminar flotando donde no existe ni punto de salida definido ni una meta de llegada concreta. Estamos ante un mundo sin valores, solo sustentado en meros impulsos ajenos a un sentido histórico y cultural de la existencia humana.
Esa ruptura dramática de la memoria ha roto los nexos entre el individuo y la sociedad. De ahí la sensación de abandono y de neurosis compartida en soledades que jamás entran en contacto directo y empático. Hemos dejado de ser fieles a nuestros pensamientos más profundos y a nuestra posición social. Nadie puede reconocerse en mitad de una vorágine multitudinaria en la que cada uno va a lo suyo y los mensajes son tantos, superficialmente bellos, creativos y punzantes, que nos vemos incapaces de ver la verdad intrínseca que subyace tras la compleja realidad que nos contiene. Nos hemos traicionado, en suma. Y lo peor de todo, ¡en nombre de la libertad capitalista!
La inseguridad mundial se ha sintetizado en la amenaza difusa del terrorismo. Se pretende que el terror lo explique todo. Mientras se lanza esta idea a diestro y siniestro, las desigualdades aumentan y la pobreza se dispara hasta cotas nunca vistas. El fantasmal y malvado enemigo externo nos permite interiorizar nuestro propio malestar como una situación pasajera y no estructural. Vendrán épocas más felices cuando eliminemos al fatal adversario. De eso se aprovechan las elites mundiales para redirigir los temores de las masas hacia sus intereses financieros y económicos. El terrorismo viene bien a las multinacionales y a los índices bursátiles: del caos y el miedo se nutren ingentes beneficios empresariales y sistémicos. El mundo continúa girando igual que antaño a remolque de la infernal rueda voraz del capitalismo.
Por lo que se refiere a la precariedad laboral, es otro factor relevante de la globalidad en que nos hallamos inmersos. Que nadie tenga un trabajo para toda la vida ni pueda echar raíces en una sociedad estable, justa, fraternal y solidaria es un principio primordial del nuevo orden a escala internacional. Basando el modus vivendi en la competitividad extrema y la escasez calculada del empleo, a la gente no le queda más remedio que tomar las migajas al precio y salario que sea menester. Sobrevivir es lo máximo a lo que puede aspirarse.
Con ser mucho, la privatización sostenida de lo público no es lo más grave del asunto. Reside en el vaciamiento controlado de la memoria colectiva el punto crucial del momento que ahora vivimos. Somos multitud los damnificados por el neoliberalismo, pero grey amorfa sin pastor ni ideas claras y propias. Vivimos prisioneros de un redil sin contornos ni límites conocidos. ¿Cómo salir de una cárcel ideológica que no cuenta con puertas de acceso evidentes ni estructura material obvia?
Solo la memoria nos hace plenamente humanos y conscientes de nuestra realidad, otorgando sentido histórico a nuestra existencia colectiva y particular. Escapar del futuro permanente es posible, pero antes deberemos recuperar la voluntad de ser fieles a nosotros mismos. Tarea urgente si no queremos ser convertidos en prescindibles comparsas del mundo que hoy está construyendo el neoliberalismo desde el miedo y el caos gestionados por los intereses nunca explícitos de los poderes fácticos que dominan los mercados opacos del dinero, las ideas culturales y la ideología hegemónica.
Esa es la batalla decisiva que hay que librar ya mismo: memoria colectiva contra la fugacidad del futuro permanente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.