Quienes vivimos desde el punto de vista económico confortablemente, jubilados o no, pensamos, razonamos, luchamos y nos desesperamos para que todo el mundo viva por lo menos lo mismo que nosotros, seríamos quizá los más legitimados para formar un partido político dirigido a esa principal o única finalidad. Los que carecen de todo o de […]
Quienes vivimos desde el punto de vista económico confortablemente, jubilados o no, pensamos, razonamos, luchamos y nos desesperamos para que todo el mundo viva por lo menos lo mismo que nosotros, seríamos quizá los más legitimados para formar un partido político dirigido a esa principal o única finalidad. Los que carecen de todo o de casi todo, bastante tienen con salir adelante y resolver su supervivencia; además, serían encima perseguidos por promover la revolución…
Porque el drama en España está no tanto en el hecho de que la eficacia de la política teórica llevada a la práctica suele diluirse en la llamada realpolitik (que no otra cosa son los actos y el poder de hecho inevitables), como en el marco político de referencia que nos fue dado astuta, amañada y maliciosamente en 1978. Pero sobre todo está en otro obstáculo todavía más insuperable. Me refiero al hecho constatado de que en el espectro sociopolítico, económico, religioso y mediático los que vienen dominando la escena en la sociedad bien con absolutismos monárquicos, con dogmas teológicos o con dictaduras, todo de los mismos mimbres, atenazan las posibilidades de los cambios sustantivos en la sociedad española que la razón, la ponderación y la justicia social están pidiendo a gritos desde que la Transición cumplió su cometido y fue perdiendo rápidamente su razón de ser.
En España la configuración de la propiedad, el reparto de la tierra y el predominio de los apellidos que vienen pasando por nobles pese a que detrás de la mayoría de ellos hay cadáveres, hacen de la intentona de situar a este país a la altura de los tiempos que vivimos una labor tan titánica como, por lo que se ve, inútil, pues han pasado cuarenta años desde aquella fecha y los problemas de fondo en materia ideológica, económica, territorial y social no han variado significativamente o han ido de mal en peor.
Y si a ello se añade la pusilanimidad, la debilidad mental y espiritual de centenares o miles de políticos y de millones de necios votantes que siguen viendo el panorama como algo no necesariamente cambiante porque a ellos les va bien o no les va mal, nuestra desesperación se nos acentúa todavía más. Sí, porque se está viendo y comprobando que sólo están dispuestos a soportar cambios políticos, sociales, territoriales, laborales, penales y civiles para que todo siga igual.
Pues bien, en estas condiciones dramáticas quienes nos resentimos agudamente de la injusticia estructural, ya no nos mitigan ni consuelan las manifestaciones, ni las protestas en la calle, ni siquiera nuestras quejas en las redes sociales. En estas condiciones sólo podemos aliviar nuestro dolor recordando al Galileo del Eppur si muove condenado por el Santo Oficio, y al Quevedo que decía que «en tiempos de injusticia es grave tener razón»…
Jaime Richart, antropólogo y jurista
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